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Juntacadáveres de Ruiz Ferro destruyeron la escena del crimen

Acteal, los cuentos de los asesinos y la verdad oculta

Nada sugería la posibilidad de fuego cruzado o enfrentamiento

 
Periódico La Jornada
Jueves 13 de agosto de 2009, p. 7

Era la madrugada del 23 de diciembre de 1997. Quizá las cinco y media o seis de la mañana. Estaba oscuro. Una columna de vehículos civiles y de la policía, camionetas, carros y ambulancias, descendían de los Altos procedentes de Acteal. Los seguía en su carro el corresponsal de La Jornada Juan Balboa. Nos contó que allí iban los cuerpos, rumbo a Tuxtla Gutiérrez, y que él iba a seguir el convoy. Lo había topado más arriba. Los muertos, que todavía no acabábamos de contar, resultarían ser 45, observados sólo por los que los llevaban, y luego por los forenses.

Enviados por el gobernador Julio César Ruiz Ferro, los funcionarios responsables del operativo de limpieza (Jorge Enríque Hernández Aguilar, David Gómez Hernández, Uriel Jarquín Gálvez y sus agentes del Ministerio Público) habían hecho algo insólito: desmontar la escena del crimen. Ahí escuché por primera vez la consigna que traían: Antes de que lleguen los reporteros.

No vayan de noche

Nadie de prensa había subido todavía a Chenalhó por recomendación de uno de los sobrevivientes la noche anterior en el hospital regional de San Cristóbal de las Casas: No vayan de noche. Siguen disparándoles a los carros desde Acteal Alto. Le creímos.

Mientras las evidencias materiales de la masacre descendían al valle de Tuxtla para perderse en la bruma burocrática durante todo un día (clave), proseguimos hacia el lugar de los hechos el corresponsal de la agencia Reuters Jesús Ramírez Cuevas, el antropólogo Arturo Lomelí y quien esto escribe. En las últimas semanas habíamos recorrido ese camino incontables veces.

Tras dejar atrás Chenalhó y Yabteclum sin un alma, llegamos a un conmocionado pueblo de Polhó, ya entonces inmenso campamento de refugiados zapatistas. Los sobrevivientes de la matanza estaban concentrados en la sede autónoma. Niños, ancianos, adultos. Creo recordar que todos lloraban. Muchos nos rodearon, soltando en tzotzil sus distintas historias y lamentos, y alguien nos traducía en lo posible. Muchos estaban bañados en sangre, no la suya, sino la de los muertos y heridos. Un niño como de 10 años, ileso, llevaba la blusa ensangrentada por sus padres muertos encima de él, de manera que le salvaron la vida.

De allí seguimos a Acteal, pocos kilómetros adelante. Nos guiaban un joven zapatista y un miembro de Las Abejas, quien tenía además la encomienda de encontrar a una niña y una anciana que faltaban (aparecerían vivas entre los refugiados poco después). Ya conocían la lista de sobrevivientes, la de los heridos, y por evidencia o deducción bastante precisa, la de los muertos. El gobierno tuvo que reconocer ese mismo día que habían fallecido 45 indígenas, con edad y sexo. Para el gobierno carecían de nombre. Los devolvió numerados.

En el primer paraje de Acteal, sobre una loma, el campamento de desplazados zapatistas estaba desierto. Todos estaban en Polhó. Poco más adelante encontramos a dos policías con uniforme y sin insignias. Después supimos quiénes eran. Uno, el comandante Roberto García Rivas, con cara de circunstancia, tratando de verse solícito y tranquilo, nos respondió que sí oyó los disparos el día anterior, pero le parecieron normales, aquí así se matan, y que no recibió la orden de intervenir. Restaba importancia al hecho, como si le sorprendiera la cantidad de cadáveres sacados del terraplén del campamento. Ignoro si el comandante bajó en algún momento al lugar de los hechos.

A nuestras espaldas, hacia arriba, en Acteal Alto, asomaban hombres tratando de no dejarse ver. Son ellos, dijeron nuestros guías. Nadie dudaba que estaban armados.

Descendimos la barranca, mal llamada Campamento Los Naranjos, nombre que no tendría por qué significar nada. Ni siquiera existir. La vegetación circundante la recuerdo ajada, pisoteada, rota. Las pobrísimas casuchas y lonas de los refugiados estaban destruidas. Al fondo de una pequeña cueva aún había prendas ensangrentadas; el hombre de Las Abejas reconoció de quiénes eran. La maleza que descendía con la barranca hasta el río abajo mostraba con sangre el trayecto de huída, o caída, de los sobrevivientes, que luego subieron a Polhó a guarecerse con los zapatistas.

La escena del crimen

En ese momento ya era imposible reconstruir la escena del crimen; lo que podía aún hacerse (ignoro si ocurrió, pero lo dudo) era rehacer la modificación realizada por órdenes de los enviados del gobierno. La escena de ese delito sí estaba intacta.

Allí escuchamos los primeros relatos in situ, sobre todo en boca del hombre de Las Abejas. Aquí estaba tal o cual persona, aquí quedó otra, por allá bajaron los atacantes, los agredidos reaccionaron de tal o cual modo, y cómo unos permanecieron en la ermita (es un decir: todo era rudimentario) donde los alcanzó la muerte.

El joven zapatista refirió que había intentado bajar en dos ocasiones la tarde anterior, acompañado de tres mujeres, y la policía se los impidió. Les dijeron: no, todavía están disparando, qué tal si le dan una bala en la cabeza; pero por fin ya no les impidieron el paso y vieron a los heridos. “Luego bajé solito y rescaté un herido, no sé si era niño o niña, ahí en el arroyito, que traían unos compañeros (abejas), entonces los traje a la escuela y pregunté a esos compañeros si había más heridos y muertos, y ellos dijeron que había muchos más (…) y se lo dije al capitán” (de la policía); éste se encontraba en la escuela, de la cual no se movió en ningún momento. Arribaron más policías y la Cruz Roja, y dijeron a los indígenas que los muertos eran de los suyos, invitándolos a recogerlos. (Tomado de un apunte de ese día.)

Los propios indígenas rescataron a los heridos. Quienes finalmente subirían los cadáveres, más tarde, fueron los enviados del gobierno; los trasladaron al pie de la carretera, arriba, para llevarlos a Tuxtla a practicarles la autopsia o lo que sea que hayan hecho.

Cuando diez años después, en 2006, comenzó a circular la especie de una suerte de batalla entre dos bandos, o la posibilidad de que alguien más que los atacantes machacara, macheteara o rematara a los caídos, me resultó muy sorprendente. La única fuente de esa versión eran los propios paramilitares confesos y sentenciados, sin que nadie en Chenalhó tuviera cómo confirmarla. Ni se les había ocurrido.

Ni el encuentro con el comandante García Rivas (pronto caería preso), ni el testimonio inmediato de los sobrevivientes, ni el ambiente de hermandad entre zapatistas y abejas en esos momentos, ni el lugar de los hechos sugerían, ni como hipótesis, la posibilidad de fuego cruzado, enfrentamiento o remate. Sólo se sabe que la policía había disparado al aire para protegerse (al menos eso sostienen en las versiones a la PGR), y que los paramilitares hicieron todos los demás tiros.

Nosotros resultamos ser los primeros de fuera en llegar (sin contar los camilleros, cuyo testiminio no sé si existe). Los policías allí destacados nunca salieron de la escuela, dijo también nuestro guía zapatista. Toscamente, sin duda, recogimos los primeros testimonios (tan difíciles de escuchar, tan fáciles de entender), cuando ni siquiera los policías tenían margen para mentir.

Quienes hoy desentierran figuradamente a los muertos a través de los expedientes oficiales y los cuentos de los asesinos, sólo tienen una pista concreta, y la creen a pie juntillas: la de los juntacadáveres de Julio César Ruiz Ferro; o sea, los primeros interesados en que la verdad exacta nunca se supiera. Lo demás no es ni literatura, sino mentira pura.