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A 40 años del festival de rock, realizado en Bethel, Nueva York, realizan análisis

Woodstock, el fin, no el principio de la revolución de los años 60

La euforia se convirtió en resaca, los jipis ahora se transformaron en republicanos, perdieron el pelo y cambiaron el consumo de LSD por el de Viagra, dice profesor de la Universidad Quinniplac

 
Periódico La Jornada
Miércoles 12 de agosto de 2009, p. 8

Nueva York, 11 de agosto. Los jipis de Woodstock querían cambiar el mundo con flores, drogas, paz y amor, pero los que terminaron transformados fueron ellos.

Para aquellos que asistieron al festival de rock en Bethel, al norte de Nueva York, del 15 al 16 de agosto de 1969, se anunciaba el advenimiento de una nueva era. Se definían como la Nación Woodstock.

Pero la euforia de ayer se convirtió hoy en resaca, porque 40 años después no queda claro si Woodstock logró cambiar algo.

Rich Hanley, profesor de periodismo de la Universidad Quinniplac, dice que el festival marcó en realidad el fin –y no el principio– de la revolución de los años 60 y la contracultura.

En 1971, ya todo había terminado. Las protestas cesaron. La generación Woodstock salió a buscar trabajo y el trabajo puso fin a la diversión.

Según Hanley, los jipis ahora se convirtieron en republicanos, perdieron el pelo y cambiaron el consumo de LSD por el de Viagra.

Wade Lawrence, director del museo de Woodstock de Bethel, dice que la generación de las flores no tuvo que esperar demasiado antes de volver a la realidad.

Menos de cuatro meses después de Woodstock, en diciembre de 1969, un concierto similar organizado en el autódromo de Altamont (California) terminó en una violenta y alucinada batalla campal.

Y el resto del mundo ya no lucía tan bien.

A pesar de las protestas pacifistas, las tropas estadunidenses siguieron peleando en Vietnam hasta 1973, y un año más tarde el escándalo de Watergate terminaba con la presidencia de Richard Nixon.

El tema de paz y amor pasó a ser algo pintoresco

Creo que la gente perdió las ilusiones, dice Lawrence. El tema de paz y amor pasó a ser algo pintoresco.

Mucho de la leyenda de Woodstock –la mariguana, el nudismo y el pacifismo– hace sonreír hoy día a una sociedad menos ingenua.

Los conciertos pasaron de reuniones improvisadas a operaciones que generan grandes sumas de dinero.

Woodstock cambió la industria de la música, señala Stan Goldstein, uno de los organizadores originales. Por primera vez se pudo ver el poder que tenían los artistas para atraer no sólo a muchedumbes, sino a muchedumbres con dinero.

Al mismo tiempo, el elemento más característico y poderoso, una mezcla de hedonismo, pacifismo y activismo político, lo que Goldstein llama la conciencia jipi, se evaporó casi por completo.

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La generación de las flores no tuvo que esperar demasiado antes de volver a la realidadFoto Ap

Michele Dean era una chica seria cuando llegó al festival de rock de Woodstock en 1969, pero no lo fue por mucho tiempo más.

Los primeros que recibieron a la joven de 17 años recién graduada fueron dos muchachos y una chica que salieron desnudos de un lago.

Dios mío, exclama Dean, quien hoy tiene 57 años y trabaja en IBM; en aquella época no me esperaba algo así.

Luego llegó la muchedumbre de medio millón de personas que derribó el alambrado para pasar tres días de música rock, drogas y desnudez.

Deambulé todo el tiempo con la boca abierta, dice Dean, quien 40 años después todavía no sale de su asombro.

Para aquellos que asistieron, Woodstock fue algo casi mágico, un momento en que las reglas quedaron en suspenso, los jipis tomaron el control, los grandes del rock, como Jimi Hendrix, estaban en su apogeo y el mundo era verdaderamente maravilloso.

Un milagro

En términos prácticos, Woodstock fue de verdad un milagro, cuenta Mel Lawrence, director de operaciones del acto realizado en ese lugar, al norte de Nueva York.

El concierto casi se cancela cuando los dueños de Wallkill, el sitio inicialmente planeado cerca del pueblito de Woodstock, de repente retiraron el permiso para organizarlo.

Se halló un nuevo sitio en una granja de Bethel, pero quedaba menos de un mes para instalar el escenario, el sistema de sonido y la infraestructura para decenas de miles de personas, incluyendo aspectos básicos como la electricidad.

Sólo teníamos 28 días para construir el sitio y en aquella época había llovido desde hacía 20 días. También teníamos problemas de dinero. Pero lo logramos, afirma Lawrence.

Sin embargo, las dificultades apenas comenzaban. Los organizadores tenían planes para 100 mil personas y llegaron cuatro veces más.

Una vez derribado el alambrado, el concierto quedó abierto para todo el mundo y las rutas se llenaron a tal punto que muchos simplemente abandonaron sus vehículos. Casi no había refugios.

El segundo día nos quedamos sin comida, cuenta Lawrence, quien no recuerda bien cómo él y sus colaboradores lograron hacer frente a la situación. Era algo imposible de planear. Fue una serie de circunstancias que se interpusieron de manera misteriosa, dice. Creo que fue el karma. Tratamos el lugar, Bethel, con mucho, mucho respeto.