Opinión
Ver día anteriorLunes 27 de julio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cambio de carril
L

as posturas de la clase política después del 5 de julio ratifican la descalificación que los ciudadanos expresaron ese día. Su carril se ha vuelto intransitable.

Voceros del PRI aluden continuamente a las mayorías que les habrían dado el triunfo. ¿Mayorías? ¿Poco más de 10 por ciento de los mexicanos? Con toda suerte de trácalas, operadas por los gobernadores de esa franquicia, el PRI logró apenas mantener su viejo voto duro, formado con intimidación, corrupción y otros mecanismos de control. ¿Es esa la legitimidad que pretenden?

No fueron los mexicanos en general ni los electores en particular quienes dieron la victoria al PRI. Fueron PRD y PAN. A ellos se la deben. El PAN consiguió la derrota más espectacular de su historia cuando combinó la incompetencia, corrupción y autoritarismo del gobierno con el desaseo de sus decisiones electorales. El PRD demostró que su orientación ideológica, su plataforma y su discurso son sólo trucos publicitarios para proteger prebendas y ambiciones menores de pequeños grupos en perpetua rivalidad.

Aparece de nuevo la jerga del disimulo: la depuración, la refundación, la recomposición… Antes de iniciar siquiera una reflexión rigurosa sobre lo ocurrido se apresura el paso para preparar precipitadamente el circo de los próximos dos años.

Hasta los autores del desaguisado reconocen que el sistema político mexicano padece una grave crisis de representatividad. Lo que no dicen es que carece de remedio interno. Los procedimientos vigentes dan a esos cuadros ilegítimos la facultad exclusiva de modificarlos. Ninguno de ellos se muestra dispuesto a lo que ven como suicidio político: disolver la estructura que forma el estilo oligárquico dominante.

“El pueblo tiene en todo tiempo –dice el artículo 39 de nuestra Constitución– el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Este derecho queda nulificado si su ejercicio depende de la interpretación que de él hagan funcionarios del gobierno. No cabe aceptar esa interpretación, que finalmente reduce toda posibilidad de cambio al supuesto constituyente permanente, a funcionarios que no son representantes legítimos del pueblo mexicano.

Los asuntos constitucionales, decía Lasalle hace siglo y medio, no son asuntos de derecho, sino de poder. Son cuestión de poder político. Ha llegado la hora de ejercer la fuerza constituyente de los ciudadanos para modificar la forma de su gobierno. La actual es a todas luces inadecuada, tanto para enfrentar los enormes desafíos que enfrentamos como para dar cauce y expresión a la voluntad de los mexicanos.

Desde hace años se extiende la convicción de que necesitamos una nueva asamblea constituyente. Es inútil y contraproducente seguir aplicando parches a lo que queda de la Constitución de 1917 –convertida por sucesivos presidentes, con la complicidad de todos los partidos, en un documento incoherente y obsoleto, que además de traicionar los impulsos de la primera revolución social del siglo XX bloquea el aliento emancipador con el que se ha iniciado el siglo XXI.

Hay acuerdo general en este punto, pero éste se disuelve apenas se intenta hacerlo valer. Como los procedimientos actuales son brutalmente inadecuados para establecer efectiva representatividad, sería absurdo someter a ellos la formación de la asamblea constituyente. Y aún antes de saltar ese obstáculo aparece el que se refiere al régimen de transición. Mientras se celebra tal asamblea, que será inevitablemente larga y compleja, es preciso contar con mecanismos que eviten la violencia –en las confrontaciones que inevitablemente aparecerán– y que puedan encauzar con habilidad y buen juicio la transición hacia la nueva Constitución.

Aquí se atora la discusión. Cae a pedazos, día tras día, el gobierno actual. Instalado sin legitimidad, demostrada su incompetencia, se refugia cada vez más en el uso de la fuerza, al margen de la Constitución y la voluntad mayoritaria. Los poderes Legislativo y Judicial se hacen cómplices de la maniobra o voltean irresponsablemente a otro lado. Pero no examinamos, ni en público ni en privado, lo que hace falta hacer en tales circunstancias.

Apelar a la imaginación sociológica y política para encontrar la cuadratura a este círculo, que por momentos parece infernal, se vuelve cada vez más urgente. Como expresión de la creciente polarización social y de las crisis que se ahondan, se vislumbra una disyuntiva insoportable: una guerra civil excepcionalmente violenta, sin perfiles claros, que ya está estallando, o un autoritarismo sin precedentes que se extiende y enraiza cotidianamente. Es muy difícil no ver esas opciones: están ante nosotros. Pero aunque es aún más difícil abrir los ojos e imaginar otras opciones, esa es la tarea de hoy.