Opinión
Ver día anteriorDomingo 26 de julio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Carpe diem porque tempus fugit
I

maginé que ponía punto final a mi carrera de escritora.

Vivo muy bien con mi pareja en Cuernavaca. Él es artista y pasa las horas de luz en su estudio y el resto bajo la sombra de un limonero leyendo, tomando apuntes, hablando por teléfono, distrayéndose con los perros y los gatos, haciendo diferentes juegos de palabras, todos más complejos que los crucigramas, o, de tarde en tarde, recibiendo gente, él tiene compromisos de trabajo y alguno que otro buen amigo que lo visita. Compartimos los tres alimentos del día y, por supuesto, íntegras las noches. Si él viaja, viajo con él. Visitamos a la familia, o la familia nos visita, la suya o la mía. A veces vamos al cine, aquí o en donde estemos, en México o en el extranjero, en especial en Europa. Mi esposo es cinéfilo, melómano, entusiasta de las revistas y los periódicos, aparte de gran lector de determinados autores literarios. Alguna vez se especializó en la novela negra. En ocasiones lo acompaño a buscar material de artista. Me gusta cómo goza escogiendo pinturas o papeles o libretas o instrumentos como las gubias. Creo que saliva al ver estas cosas tras las vitrinas o al tenerlas entre las manos. Cada vez que cualquiera de los dos va al médico, el otro lo acompaña. Cuando se mete el sol, nadamos juntos en nuestra piscina, boca arriba, porque a los dos nos desespera sumergir la cara en el agua; ninguno ha aprendido a respirar como quien nada boca abajo y gira la cabeza y saca la cara de lado en sincronía con la brazada.

En un extremo del jardín de la casa, con salida independiente a la calle, yo tengo una cocina y un pequeño restaurante, de apenas 20 mesas, especializado en dietas (para diabéticos, para personas con problemas cardiovasculares o, simplemente, para quienes quieren una nutrición saludable). Pero mi cocina no es vegetariana ni naturista. Tengo dos salones, el interior y la terraza, parcialmente cubierta. El nombre comercial de mi negocio es La Volcana.

Me levanto de madrugada y hago la compra del mercado diariamente. Dirijo o intervengo en la elaboración de los desayunos, comidas, cenas y colaciones que sirvo, estas últimas a media mañana y a media tarde. Superviso la administración de mi comercio, y mantengo y cuido mi relación con mis empleados y, si acaso, establezco contacto circunstancial con mis comensales, asiduos o esporádicos, nacionales o extranjeros.

Por el ir y venir, por estar de pie buena parte del tiempo y en plena actividad física, me canso, y entonces puedo ir a mi casa y recostarme, en el sillón o en la cama, sin ningún tipo de inquietud. Me acurruco sobre el pecho de mi esposo y platicamos y nos reímos y nos entretenemos y soñamos largamente.

En un rincón de mi cocina tengo un pequeñísimo cubículo en el que, dos o tres veces al día, veo noticieros internacionales a través de Internet, o donde, en ratos perdidos, también oigo música. Me gusta especialmente la voz, y tengo una buena muestra de voces en diferentes géneros musicales. Me gusta oír a mis cantantes sola, ya sea con los ojos cerrados o, mejor, contemplando un cuadro que tengo, El canto de la primavera, que mi esposo pintó hace un año.

La historia de esta pequeña imagen, de técnica mixta sobre papel y de 52 por 25 centímetros, es muy curiosa. Con ella, mi marido empezó una serie de pinturas que acompañaron los poemas de un libro de poesía mexicana prehispánica. Sólo que ella, El canto de la primavera original, fue hecha a un lado, es más, primero fue rehecha encima de ella misma y, finalmente, descartada, en todo caso, no incluida en la serie definitiva que acompañó los poemas. Y una noche mi esposo despertó sobresaltado buscándola, es decir, la imagen original, y no podía conciliar el sueño ante la sola idea de que la hubiera cubierto con otra, de que a ella la hubiera perdido o hecho desaparecer. Así que, al despuntar el día la mañana siguiente, se encerró en su estudio y no salió hasta haber recuperado El canto de la primavera, que contemplo en el rincón, aquí, en mi habitación personal. Cómo me gusta verlo, relajadamente, sin que por un momento me importe descuidar por él mi cocina.

Me recuerda un breve diálogo que hace un mes tuve con mi mamá. Le pregunté qué pensamientos le sugerían los pájaros. Y ella, desde su silla de ruedas y sus 88 años, me contestó: La rapidez de su vuelo.