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Ver día anteriorSábado 11 de julio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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uturo-pasado. Después de las elecciones del 5 de julio, en las que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) obtuvo la mayoría en el Congreso y el triunfo en cinco de las seis gubernaturas en disputa, hay el sentimiento de un retorno al pasado, como si el proceso de transición hubiera representado en algún momento los albores del futuro. Para cualquier sociedad, la relación entre futuro y pasado es estrictamente subjetiva. El pasado no es más que una construcción que sirve para apuntalar las nociones y las imágenes en las que se basa el futuro. Hace dos décadas, el pasado era un vago horizonte del que queríamos salir, hoy es ese renvío que se niega a desaparecer. La pregunta es si alguna vez abandonamos efectivamente lo que creíamos que había quedado atrás.

Ricardo Moreno Botello sugirió hace algunos días que acaso lo único que habíamos descubierto es que el largo siglo XX mexicano era mucho más largo de lo que imaginábamos. Vistos ya bajo la lupa, los partidos Acción Nacional y de la Revolución Democrática (PRD), las dos formaciones que capitalizaron la transición, ahora en estado de recesión, nunca acertaron en realidad a configurar los pasos esenciales de una ruptura con ese pasado.

El proyecto del bloque que llevó a la presidencia a Vicente Fox, primero, y a Felipe Calderón después, puso ya todas sus cartas sobre la mesa: un Estado atado, en su cúspide, por los lazos visibles e invisibles de la Iglesia y sus nuevas organizaciones laicas ( no por el orden público mismo), una economía fundada en monopolios y una forma de gobernar que mantiene a la sociedad frente al abismo del riesgo como principio de repliegue (la guerra incivil contra el narco es hoy su clave). Y lo más grave: el intento de reunificar en un solo centro el poder de la fe (el clero) con el de las armas (el ejército). Si algún sentido tuvieron la tradición liberal y la Revolución Mexicana fue precisamente el de separar estos dos poderes que, juntos, en una sola mano, se revelaron como la pesadilla de América Latina a lo largo del siglo XX. Una derecha en la que día a día resulta cada vez más infructuoso identificar algún rasgo de modernidad.

El PRD, por su parte, después de desaparecer de sus filas toda huella de la antigua izquierda socialista, se empeñó en restaurar el corazón popular del PRI, que no es lo mismo que el PRI. El dilema es que se trata de un corazón partido, irreparable. En sus ya 20 años de existencia, nunca hubo el menor atisbo en ese maremágnum de propiciar la ruptura no con el pasado en general, sino con su propio pasado. Mientras que el PRD no se deshaga, no elabore, no supere su pasado priísta estará condenado a buscar algo que ya no existe. Ese algo que una parte del electorado de 2009 restituyó como un acto fallido de memoria política.

¿Por qué entonces el asombro? El retorno del PRI no hace más que confirmar lo que sus contendientes ya habían acariciado: un futuro basado en un idilio inexistente del pasado. ¿Qué pasa con la sociedad mexicana que en sus momentos más decisivos sólo sabe voltear la mirada hacia atrás?

Parlamentarismo versus democracia. Desde los años 90, el lenguaje de los transitólogos está impregnado por un clivaje conceptual que responde, en el orden hermenéutico, a este fenómeno de envejecimiento prematuro de la novedad: la confusión entre parlamentarismo y democracia. Es una confusión casi inconsciente, se podría decir, que produjo un concepto de democracia que cualquier cacique o cualquier seudoempresario podían calzar a su medida.

Parlamentarismo y democracia no son por supuesto lo mismo. El parlamentarismo puede servir, como en los casos de México o Rusia, como la fachada de órdenes sociales profundamente clientelares y estamentales, es decir, como la fachada de una sociedad de antiguo régimen. Y México es, sin duda, sobre todo en la esfera de sus mentalidades, una sociedad de antiguo régimen. El dilema es si el parlamentarismo puede fungir como condición para superar esta condición. Es evidente que puede fungir para consolidarla.

Para que el parlamentarismo produzca una sociedad efectivamente democrática, es decir, una sociedad basada en alguna noción de la igualdad de oportunidades, es preciso que sus protagonistas se encuentren sometidos a los riesgos que impone la sociedad de división de poderes y competencias abiertas. Es decir, un orden que distingue con cierta precisión las esferas de lo público, lo civil y lo privado. Nada de esto aparece como una emergencia en el proceso electoral por el que acabamos de pasar.

¿Transición o ruptura? Quienes votaron por el PRI no lo hicieron contra las primitivas reglas de democracia que apenas aparecen en nuestra cultura política. Lo hicieron para darse una oportunidad de seguir apostando a ellas. Es en cierta manera un resultado de la transición misma. Pero si el PRI cancela esta apuesta, lo cual no es improbable, asomará en el horizonte la pregunta ya no por el gradualismo de las últimas décadas, sino la posibilidad de la opción de la ruptura.