Opinión
Ver día anteriorLunes 22 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Semblanza de doña Tencha Bussi de Allende
H

ay pasajes de la vida que uno no puede ni quiere olvidar, y no solamente no se olvidan, sino que se recuerdan vivamente. Así nos ha sucedido en mi familia desde que supimos que murió Tencha, el jueves 18 a los 94 años. No podemos olvidar, ni tampoco lo deseamos, la primera audiencia que tuve con ella como embajador de México. Tencha nos recibió a mi esposa y a mí en su modesta oficina del Palacio de la Moneda, que no muchos días después los generales golpistas habrían de bombardear y dejarlo consumir por las llamas provocadas por los roquets lanzados con mucha precisión desde los Hawker Hunter.

El asunto que habríamos de tratar era bien sencillo (por lo menos aparentemente). Se acercaba la época de la vacunación a los niños y no había suficientes vacunas en Chile. Llegaron pronto en la cabina de algún piloto consciente de lo que se trataba y de las consecuencias que podría traer a los niños chilenos la falta de esa sustancia. De allí en adelante empezó una amistad que hasta ahora, más de tres décadas después, habría de perdurar.

Dice Isabel que quizás fue mejor para ella, pues si bien tuvo una lúcida vejez, ya tenía muchos problemas de salud, propios de una mujer de 94 años. Tencha habrá de ser considerada una de las grandes figuras del siglo pasado en América Latina.

Antes del golpe, ella se enfocó a hacer trabajos sociales de importancia y demostró su gran valentía desde el bombardeo mismo a la casa presidencial hasta el sepelio estrujante que se le hizo a su compañero. Sobrellevó estoicamente los sucesos, cuando el cuerpo diplomático ignoraba lo que había sucedido con el presidente de Chile, ante el toque de queda impuesto por los golpistas, así como el silencio de los medios informativos, a los que solamente se les permitía transmitir boletines redactados en el ámbito de la junta militar que días después fue presidida por el general Augusto Pinochet, aunque se había dicho que el honor de presidirla habría de ser rotativo.

No se hacía otra cosa que responder a lo que fue desde mayo un hecho ignorado por las circunstancias, pero así era la realidad que conocimos progresivamente por boca de los asilados que acompañaron al presidente Allende hasta lo último, como el doctor Cacho Soto, su médico personal.

La vida en Chile, o mejor diré en Santiago, no era fácil para nadie, ni siquiera para los integrantes del cuerpo diplomático, pues, como era hasta cierto punto natural, unos embajadores estaban conspirando en la clandestinidad y otros estábamos por órdenes y convencimiento propio apoyando al presidente y el gobierno legítimamente electo por el pueblo chileno. De esto hay demasiadas evidencias y es completamente inútil abundar en esta materia, fuera del medio de los estudiosos de la ciencia política, por ejemplo.

En este ambiente de conspiraciones y traiciones se desenvolvía Tencha con gran dignidad y mucho sentido común, lo que no fue suficiente, como sabemos ahora, para evitar lo imposible. A partir de aquella reunión en el aeropuerto de Pudahuel, él y yo solos, esperando la llegada de Tencha, que iba precisamente de México, donde había venido a hacer un obsequio al gobierno mexicano de unos riñones artificiales en los días que se dieron en nuestro territorio graves inundaciones.

En una aeronave demasiado chica para el largo recorrido que hizo desde México, haciendo escala en Bogotá, la acompañaron Isabel, Carmen Paz y mi esposa. El avión se retrasó por alguna denuncia que se hizo en Bogotá de que se había puesto una bomba en la aeronave, y al cambiarla, el comandante Roberto Sánchez, quien se mantuvo leal al presidente Allende desde el principio hasta el final, como edecán de la marina. A partir de esta conversación ya no tuve ninguna duda de que el golpe era inminente, y solamente faltaba que se llevara a cabo, y no sabíamos cuándo habría esto de suceder. Lo que finalmente realizaron los golpistas, 48 horas después de esta entrevista del domingo 9 de septiembre de 1973.

Tencha Bussi de Allende, la compañera del presidente, no ignoraba lo que muy pronto habría de suceder. Con una gran presencia de ánimo se condujo, a sabiendas de lo que tenía ya que suceder por la inercia que ya había adquirido, pero con la incertidumbre de cómo y cuándo se iba a dar.

La Junta Militar la llevó al Hospital Militar de Santiago y luego a Valparaíso para enterrar el cuerpo de Salvador Allende, muerto en la madrugada del 11 de septiembre de 1973.