Opinión
Ver día anteriorLunes 8 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Aprender a morir

El rayo y la raya

D

el rayo podemos escapar pero de la raya no, se dice para referirse con aplastante sencillez a esta enfadosa condición de mortales de todos los seres vivientes de la Tierra, no únicamente los humanos, aunque nosotros, gracias a una conciencia deformada por una educación defectuosa, no logremos asimilar ni aceptar el hecho y menos prepararnos serenamente para cuando éste sobrevenga, incluso por sorpresa.

Esta infranqueable raya, entendida como el momento en que el destino o como se prefiera llamarlo y a quien se desee responsabilizar, determina la muerte de alguien. Otro refrán, tan concluyente como la raya, recurre incluso a la rima: luchar contra el destino no se puede; lo que ha de suceder siempre sucede.

De modo que hay una circunstancia, una entre el resto, en que inteligencia, voluntad, creencias, condición social, fama, raza, conocimientos, sexo y edad resultan impotentes para modificar la aparición de la muerte, independientemente de un poder estúpido que decidió sustituir la verdad del planeta por las utilidades y la acumulación… como si ese poder viniera de otro planeta.

La muerte, tan temida y presente, podrá ser inoportuna, absurda, cruel, injusta, dramática, apacible, en soledad o en grupo, inesperada o bienvenida, pero siempre, siempre, será puntual, en ese reloj ininteligible pero exacto de una fuerza tan desconocida como cierta que en muchos casos aparece en nuestra vida a la hora en que nunca convinimos.

Prueba de ello son, entre tantos otros, los 216 pasajeros y 12 tripulantes del avión de Air France que cayó en el océano Atlántico cuando volaba de Río de Janeiro a París el lunes pasado. ¿Tormenta tropical? ¿Fallas en el sistema eléctrico? ¿Mera coincidencia entre los motivos del viaje y los caprichos del destino? Al final, la raya.

Aunque al ir volando a 11 mil metros de altura y a unos 800 kilómetros por hora difícilmente da tiempo para prepararse y pensar en porqués o en lo que se deja, en arrepentimientos o denuncias, quedan quizá unos instantes para la imploración o maldición postreras ante la impensada circunstancia.

De ahí la necesidad imperiosa de desarrollar a diario, a cada hora, una cultura de vida más atenta en lo individual y lo colectivo, una armonía personal que pueda traducirse en armonía comunitaria y, si nos aplicamos y comprometemos, en una mayor armonía en el planeta. De otra manera, la muerte nos seguirá pareciendo amenaza, castigo o maldición.