Opinión
Ver día anteriorLunes 8 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las habas del diablo
L

ula da Silva, el dirigente obrero metalúrgico que llegó a la presidencia de Brasil respaldado por una variada coalición de partidos de izquierda, sindicatos y movimientos populares, se encamina hacia el fin de su segundo mandato, según lo permite la Constitución, y hasta ahora ha dicho que no pretende un tercero. La propuesta de que se presente de nuevo a las elecciones, la ha calificado como insensatez pura, aunque hay entre sus allegados quienes insisten en convocar en septiembre a un plebiscito, que le abriría las puertas de la continuidad. Es sólo su voluntad la que pesaría en esta decisión, porque el plebiscito seguramente lo ganaría, si tiene una cota actual de 80 por ciento de popularidad.

Hay que confiar en que los cantos de sirena, pues las sirenas que medran en los palacios presidenciales multiplican sus halagos a la hora de las relecciones, no lo apartarán de la sensatez pura. Cuando una vez le preguntaron qué pensaba de la relección indefinida propuesta por Chávez respondió: “yo sólo puedo hablar por Brasil y pienso que Brasil no puede jugar con una cosa llamada democracia… mucha gente sufrió para consolidarla”. Son opiniones de un estadista que se ha hecho a puro pulso porque no salió de ninguna universidad.

Con esto no hacía sino recordar que Brasil había padecido una dictadura militar de 20 años, entre 1964 y 1985, y antes la dictadura de un líder populista: Getulio Vargas. Lo cual no es una referencia gratuita para un continente que ha soportado en el pasado las tiranías como una maldición de la historia; y no pocas de ellas comenzaron con gobernantes al principio populares, electos de buena fe por los votantes que se sintieron favorecidos, o seguros, bajo su mando.

Y es aquí, en la voluntad de quedarse en el poder, eso que siempre hemos llamado continuismo, donde la frontera entre izquierda y derecha se borra. El presidente Álvaro Uribe de Colombia, tiene 70 por ciento de respaldado popular, y aunque insiste en que su relección para un tercer periodo no sería conveniente, ya el Congreso que él controla abrió las puertas para llamar a un referendo donde es seguro que la población diría que sí a que siga en el poder. Su rechazo parece nada más un trámite escénico, rehusar la corona para terminar poniéndosela de todos modos.

De uno y otro lado, entonces, se cuecen las habas del diablo, en los calderos de la izquierda, y en los calderos de la derecha. El presidente Chávez perdió el referendo por el que buscaba quedarse para siempre, pero luego ganó otro que le permite quedarse todo el tiempo que quiera. Nadie puede decir que ni en Colombia ni en Venezuela no se trate de acciones legítimas, porque los mecanismos legales son cumplidos y se llama a los votantes a decidir. Pero no siempre lo legítimo viene a ser lo sensato, o como dice José Saramago: la primera precaución consistirá en no confundir nunca la ley con la justicia. O con la sensatez. Porque eso de querer quedarse un gobernante, porque se cree imprescindible, es una historia que las más de las veces termina en tragedia, y para esto sólo basta repasar nuestra historia.

Muchos quieren quedarse, y todos alegan buenos motivos, el primero de ellos la obra inacabada, el proyecto político personal que requiere de más años de los que tiene un simple periodo presidencial. El peligro de que otro eche a perder lo logrado. Viejas razones, viejos pretextos. Es una especie de fiebre mesiánica que parece estar de vuelta, como un péndulo que no cesa de ir y venir en la historia. Evo Morales, el presidente de Bolivia, Rafael Correa, el presidente de Ecuador, y hasta Manuel Zelaya, el empresario ganadero presidente de Honduras, quiere quedarse también, alentado por el ejemplo de Chávez, quien parece ser el arquetipo de la nueva era de continuismo que se cierne sobre nuestras cabezas.

Y para eso tampoco se necesita ser popular, ni ganar un referendo con amplio margen. En el caso del presidente Daniel Ortega, 66.4 por ciento de los nicaragüenses rechaza su relección, y sólo 17 por ciento aprueba su gestión en el gobierno, según una última encuesta. Y ya tenemos la muestra del fraude electoral en las elecciones municipales del año pasado, especie de ensayo que demuestra su voluntad para relegirse a cualquier costo, no importa lo que la mayoría piense.

¿Será ésta la nueva regla política latinoamericana, la del líder único y perpetuo, debidamente electo, o, si es preciso, electo fraudulentamente? Algunas veces escucho decir que la relección sin fin es un asunto común a la democracia europea, y que los primeros ministros y presidentes de gobierno permanecen en el poder mientras los votantes sigan eligiéndolos, y no por eso la democracia sufre mengua. ¿Por qué no, entonces, también entre nosotros?

Lo que deliberadamente se olvida, al usar este argumento, es que se trata de regímenes parlamentarios, donde los pesos y contrapesos institucionales se hallan debidamente establecidos, los tribunales de justicia funcionan de manera independiente a la voluntad arbitraria del poder político, y hay controles estrictos para impedir los actos de corrupción que en América Latina vienen a ser peor que plaga de langostas. A nadie se le ocurre tampoco usar artimañas para reprimir partidos políticos, acallar a la sociedad civil, apañar el nepotismo, o comprar al remate la voluntad de los diputados en los parlamentos para lograr reformas constitucionales.

Y también se olvida que si nuestras constituciones tanto se empeñan en prohibir la relección, por lo que lo primero es correr a reformarlas y quitarles los candados que tienen puestos contra el continuismo, es porque las experiencias de nuestra historia así lo han mandado, y nos enseñan que las relecciones han desembocado siempre en tiranías.

Hay que buscar cómo apagar entonces los fuegos donde se cuecen las habas del infierno, en unos y otros calderos.