Opinión
Ver día anteriorMiércoles 27 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El panismo y la minería colonial
N

o satisfechos con la reproducción de la añeja formación de partido hegemónico que caracterizó al priísmo en los inicios de su época decadente, el panismo se aferra a ese modus operandi y lo trata de usar para prolongarse en el poder federal. Los panistas llegaron en 2000 con la promesa de consolidar la democracia, arraigada pulsión de los mexicanos durante más de un siglo de vigencia. Lejos de ese cometido inocularon, dentro del ya muy deteriorado sistema presidencial, las propias y pequeñas visiones. Sus ambiciones, desmedidas para sus cortos tamaños, van terminando en cerrados feudos de poder con tufos de sacristía.

Los panistas encumbrados tienen, por estos días de crisis profundas y futuros borrosos, un pleito de callejón con la cúpula priísta, a la que han logrado dividir. En el fondo, tan agria disputa es, ciertamente, electorera. El amasiato estructural es fuerte, íntimo, complementario se podría llegar a decir. Juntos han introducido y sostienen el modelo vigente, a pesar de las grietas y quiebres que muestra por todos lados.

Ambas formaciones políticas concuerdan en que la crisis económica, que ha sumido al país en una de sus peores decadencias, viene de fuera. Los priístas dicen que también los panistas han puesto de su parte para hacerla mayor. Ninguna de las dos facciones acepta que las crisis, alimentaria, económica, de seguridad, de salud y desigualdad, han sido, en el fondo y superficie, de manufactura propia. Tales crisis se implantaron, contra viento y marea, por la integración subordinada y dependiente a la globalidad durante el último cuarto de siglo. Y lo han hecho armados de una constancia digna de elogio: buscando siempre sacar algún provecho personal o de grupo.

Pero algo ha ido quedando en la trastienda sin que alcance la superficie de la conciencia colectiva: la feroz entrega de la minería al extranjero, en especial a los canadienses y a dos que tres grandes traficantes de influencias nacionales. La han cedido sin gracia ni talento. La han sustentado con todas las complicidades requeridas para hacer de ese sector un enclave colonial. Colonial en el más arraigado y depredador sentido del término. Los agraciados se llevarán cuanto encuentren y dejarán despojos. Durante los últimos cuatro periodos presidenciales, México ha pasado a ser un territorio de captura, poquiteramente subastado a los gambusinos más voraces. México es hoy en día un país lleno de huecos y tajos a cielo abierto como no se veía hace ya tiempo, un simple proveedor de materia prima.

En verdad, la minería es una actividad básica y redituable, digna, necesaria para el desarrollo cuando se le usa como instrumento inicial de todo un proceso integrador de cadenas productivas. La formación de técnicos especializados, mineros esforzados y valientes es un requisito indispensable para su florecimiento. El cultivo de conocimientos para el estudio de la naturaleza es concomitante con la búsqueda de formaciones geológicas. La minería es una actividad que exige movilizar enormes recursos técnicos, financieros, humanos, organizativos para emprender aventuras de proporciones mayúsculas. Las minas no son para improvisados ni para timoratos, pero tampoco deben ser puestas en manos de empresarios que atropellen derechos y leyes, tal como pasa en este país. Trasnacionales ventajosas, depredadoras, en colusión con jueces venales, abogados chicaneros, gobernadores que no atienden el interés de sus ciudadanos, funcionarios que sólo buscan complacer y sacar tajada, son los ingredientes que han puesto a la minería al servicio de unos cuantos, preferentemente extranjeros.

Los ejemplos de tales bellaquerías sobran, brotan por todo lo ancho y profundo del país. En Cananea, una mina trabajada desde hace ya más de un siglo por esforzados hombres y mujeres, la mayoría sonorenses, una colusión de intereses los quiere someter sin recato ni respeto a sus derechos. Los mineros han sido atacados por un gobierno federal envuelto en los intereses de un empresario que actúa a la usanza de los tristemente célebres robber barons del viejo oeste estadunidense. Pero los trabajadores han resistido y triunfarán porque tienen la historia de su lado, la solidaridad de algunos y han hecho bien su labor política, social y jurídica. También está la lucha emprendida por buena parte de la sociedad potosina que defiende sus derechos a gozar de una rica herencia cultural, hoy amenazada por las explosiones de la mina San Xavier. Quieren impedir que sigan arrasando con todo el cerro que les da identidad y contaminen el entorno y sus aguas. La minera, sucursal canadiense, contra todo mandato legal sigue devorándose el cerro en busca de oro y plata. El panismo más retrógrado las apoya con decidida pasión de talibanes bajo paga. Otros casos pueden encontrarse en Sonora, donde los ejidatarios de Mulatos (Sahuaripa) también pelean, solos, por sus posesiones, su pueblo, el agua que tan escasa es en esa alta región serrana. De nuevo los canadienses (con similares tácticas: prestanombres, abogados serviciales, golpeadores, espías comunitarios, legisladores cómplices, policías a su servicio y demás parafernalia represora) quieren sacar raja hasta de una población abandonada por aquellos que deberían estar a su servicio e intereses y no del lado de los poderosos. Qué decir de los ejidatarios de Huizopa, en Madera, Chihuahua, que se quieren defender de otra minera canadiense (Minefinders). Buscan, con toda justicia y apoyados en la ley, ser partícipes del negocio, no simples y poquiteros arrendadores de sus vastas y ricas tierras en minerales (oro y plata de nuevo) Todos estos mexicanos, marginados y en lugares remotos, no tienen, ni han encontrado a pesar de buscarlo, el respaldo que deberían recibir de la autoridad para su mejoría económica y bienestar. De eso y de ésos no se ocupan los panistas. Ellos atienden el negocio central, el que les acercan los exquisitos, el de las jugosas concesiones, las asesorías de prestigio y el dinero fácil y rápido, aunque sea de poco en mucho. Ésa es su forma íntima de ser y ejercer el poder, sin un dejo de justicia.