Opinión
Ver día anteriorDomingo 17 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Hotel Manaos

Mar de Historias
E

l edificio de tres pisos, antiguo de dos siglos, mantiene sus puertas de par en par. A la entrada se ve el tapete que han pisado viajeros de todo el mundo.

En los mosaicos del corredor se refleja la luz que desciende perpendicular desde una claraboya.

Tras la mesa de la recepción Samuel hojea un periódico y mira de vez en cuando el conmutador de clavijas –toda una reliquia– que lleva semanas en silencio.

En los casilleros no hay mensajes, sólo llaves desgastadas que mantienen su rigurosa formación del uno al 60.

En el vestíbulo los sillones de cuero, los tibores y las mesitas permanecen en el sitio que les asignó un gerente remoto.

En el muro principal, entre dos paragüeros, un reloj con números romanos canta las medias horas con trinos y campanas.

En la cocina, Eutimia, la mayora, desprende las capas de grasa que dan a las hornillas aspecto de caparazones antediluvianos.

En el restaurante, instalado en el primer piso, las telas blancas que cubren las mesas más parecen sudarios que manteles.

Al fondo del pasillo, en el cuarto de lavado, Lucrecia suspira mientras acomoda toallas, sábanas y fundas con el emblema del hotel Manaos.

En el estacionamiento vacío el eco multiplica el rumor acompasado del cepillo con que Efraín intenta desvanecer las manchas de aceite dejadas por los automóviles.

II

En las escaleras de mármol se escuchan los pasos de Tiburcio mientras sube o baja, afanado en abrillantar la compleja herrería del pasamanos: otro emblema del hotel Manaos.

En los corredores del segundo piso se oye el rumor de las ventanas que abre Celso para que entre el sol en las habitaciones vacías recubiertas de tapiz antiguo y descolorido.

En los pasillos del tercer piso resuena la contundencia con que Longina cierra las puertas después de verificar que las almohadas siguen esponjosas, las colchas no tienen arrugas y en el baño hay las mínimas dotaciones de champú y jabón con que se halaga a los viajeros que encuentran en este hotel una casa en plena travesía.

III

A pesar de la gran crisis que atraviesa el turismo, por instrucciones del dueño, el personal del hotel Manaos sigue respetando los horarios, porta uniformes limpios y se mantiene en sus puestos para hacer las tareas habituales. Todas tienen como objetivo conservar el prestigio de un establecimiento calificado con tres estrellas.

Disciplinados, respetuosos de las órdenes que les dicta su jefe por teléfono, el recepcionista, la mayora, el mozo, la recamarera y el conserje parecen soldados que, hundidos en su trinchera, se mantienen atentos a las señales que indiquen la retirada del enemigo sin rostro, al aviso de nuevas tácticas para resistir el mal tiempo, pero sobre todo al anuncio de que no serán despedidos.

Mientras aguardan y trabajan todos esperan el momento en que el conmutador se desgañite otra vez y Samuel proteste porque no puede contestar todas las llamadas al mismo tiempo; en que los huéspedes con sus maletas rodantes se aglomeren cansados ante la recepción exigiendo ser atendidos; en que los idiomas se confundan en el vestíbulo como en una pequeña Torre de Babel y las voces suavicen la tonada de campanas y trinos con que el reloj anuncia el paso de las horas; en que en el restaurante no queden mesas libres y de la cocina salgan los platillos y las órdenes de Eutimia.

IV

En tanto llega el día en que todo vuelva a ser como antes del virus, los trabajadores del hotel Manaos llenan las horas muertas recordando las buenas épocas, sacan de sus bolsillos monedas exóticas con que algún huésped los gratificó, prometen traer de su casa el autógrafo que un artista escribió en un papel membretado –Para Lucrecia: con toda mi simpatía– o la foto en donde aparecen con personajes distinguidos o raros.

Recuerdan en especial a un comerciante que llegó del bajío. Al entrar en el hotel Manaos quedó tan fascinado que decidió quedarse a vivir allí durante su estancia de un año en la ciudad de México. Al cabo de cuatro semanas el huésped –a quien todos llamaban cariñosamente don Joaquín– dijo que había cambiado de opinión y pidió que le hicieran su cuenta.

El dueño del hotel Manaos, que entonces se encargaba de la gerencia, le preguntó el motivo de su decisión. El hombre confesó que no podía descansar porque todas las noches aparecían seres extraños en su cuarto: una niña con cara de muñeca vestida de encajes jugando ante su puerta, una mujer de larga cabellera asomada al espejo de su baño, un hombre sin cabeza balanceándose en el sillón, un anciano inclinado sobre el escritorio escribiendo con un manguillo. Lo que colmó su angustia fue la aparición de un tronco de caballos que sacaban chispas del mármol con sus pezuñas.

Ese recuerdo los lleva a confesarse lo que nunca se han comunicado. Samuel dice que él ha visto sombras, Eutimia asegura que las cacerolas entrechocan sin que sople el viento, Lucrecia afirma que en las camas aparecen recortadas siluetas, Efraín jura que en el estacionamiento vacío encuentra marcas de ruedas, Tiburcio sostiene que un tramo del pasamanos quema, Celso insiste en que varias veces ha visto a la mujer de blanco lanzarse por la ventana.

Luego, para quitarle peso a las revelaciones, se hacen bromas y se van a seguir con su trabajo: mover, pulir, doblar.

V

Desde que apareció el virus, en las azoteas del hotel Manaos no se ven parejas abrazadas dispuestas a guardar en el recuerdo sus días de vino y rosas; ni familias que disfrutan sus primeras vacaciones en años, ni grupos que posen ante la cámara diciendo güisqui, ni estudiosos que se maravillen con el paisaje de campanarios y cúpulas. Tampoco se ven los grupos de jubilados que, vestidos con atuendos siempre veraniegos, aseguren que la mejor prueba de su magnífica condición física sea el hecho de haber podido subir hasta allá. ¡Oh my God!

En las alturas del hotel Manaos sólo hay charquitos dejados por las primeras lluvias, islas de musgo, hormigas y plantas silvestres de tallo rígido y hojas lanceoladas. Quizá sean descendientes de aquellas que dibujó, hace ya muchos años, un artista inglés silencioso y estrafalario.

VI

El edificio antiguo de dos siglos tiene un sótano inmenso. Los muebles desvencijados, las cortinas luidas, los cromos sin marco, los espejos rotos, los relojes sin péndulo cuentan desde su decrepitud la historia del hotel Manaos. En medio del silencio la repiten los fantasmas.