Opinión
Ver día anteriorJueves 23 de abril de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mi obsesión: la India
E

n octubre pasado fui de nuevo a la India: en Jaipur el palacio aún pertenece al marajá, de vacaciones en Inglaterra, nos comenta el guía: es pomposo y con su voz estridente de barítono cuenta chistes insulsos y enumera las prohibiciones a las que estaremos sujetos, estar siempre cerca de él, mantener en el pecho el distintivo de nuestro grupo, el mío es de color rosa como la ciudad que hoy visitaremos: recorrer los lugares sin distraerse, atender a sus explicaciones e invariablemente reírnos de sus chistes.

Aprovecho una pausa, enfrente del autobús hay una zapatería, me bajo corriendo, rompiendo de inmediato el pacto tácito que nuestro guía quiere obligarnos a cumplir; atravieso la calle sin tomar en cuenta que el tráfico circula a la derecha y, por tanto, a riesgo de morir aplastada por una motoriksho, entro en la tienda y en un santiamén y casi sin medírmelas me compro unas babuchas blancas de punta redonda, tachonadas de brillantes, como el cine Alameda de mi infancia, cuyo techo azul profundo se veía interrumpido por millares de estrellitas.

Regreso satisfecha, el guía me mira disgustado; los pasajeros han recibido sus botellas de agua potable reglamentaria, ¿me moriré de sed cuando visitemos el palacio y sus patios asoleados? Enfrente de nosotros un bello edificio color de rosa: el Hawa Mahal, palacio de los vientos: desde sus 953 ventanas las damas de la corte espiaban lo que pasaba en la ciudad.

La entrada es de mármol y la guardan lujosos elefantes, pintadas su trompas de pinturas estridentes: se usan como bestias de carga y símbolo de alcurnia; hacen juego con un lugarteniente ventrudo cuyos bigotes sobrepasan su rostro, rizados en espiral; su traje es el tradicional del Rajastán: los pantalones bombachos, los zapatos bordados y terminados en punta retorcida, ancho cinturón morado del que pende un alfanje, turbante en rojos y dorados, cuidadosamente enrollado, jubón carmesí decorado con medallas e insignias, manteniendo su porte marcial, a pesar del enorme volumen de su vientre. Lo rodean siempre varios niños –ojos negros y brillantes–, logran retratarse a su lado con sus madres y hermanas, mujeres ataviadas con saris de seda teñida de colores siena, cadmio, magenta, púrpura, amarillo canario, verde nilo, cinabrio, azul.

Pasamos a su lado con cierta indiferencia y entramos al palacio, la puerta principal es de bronce, obviamente muy pesada; al cerrarse sus hojas reproducen el rugido de un tigre –animal ahora casi en extinción en la India–, al abrirlas barritan los elefantes. De inmediato, mis compañeros de viaje empiezan a sacar fotos, sus cámaras son digitales, último modelo, es inútil enfocar lo que habrá de retenerse con un solo ojo, como se solía hacer con las cámaras normales, dato importante si se quiere mantener el rostro sin las inevitables arrugas que marcaban el lado superior derecho del rostro de los fotógrafos profesionales o amateurs, tampoco existe el peligro de que los rollos se velen y se han eliminado por completo los preparativos químicos laboriosos, por ejemplo, los que desplegaba el viajero y fotógrafo francés Isidore Charnay cuando visitaba los sitios arqueológicos de Yucatán en el siglo XIX.

El palacio es enorme, numerosos patios y edificios con extensos salones y cúpulas labradas en estuco; las paredes pintadas de rosa con espejitos incrustados, como mis babuchas blancas, aunque aquí cambie el color –no en balde a Jaipur la llaman la ciudad rosa, nombre que le fue impuesto cuando en 1876, en ocasión de la visita del príncipe de Gales–, el marajá en turno ordenó que toda la ciudad fuese pintada de ese color, incluyendo la muralla, dándole así el aire romántico de un cuento de hadas, hasta ahora vigente para seducir a los turistas; sus muros interiores semejan un inmenso tapiz parecido a los que luego compraremos en los almacenes situados en las ruidosas calles de la ciudad, hacia donde y sin compasión nos conducirán invariablemente nuestros guías.