Opinión
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Irak, derechos inhumanos
I

rak, derechos inhumanos (Standard Operating Procedure, 2008) es la parte final de la trilogía del mal del documentalista estadunidense Errol Morris. Programada hace cinco años en el Festival Internacional de Cine Contemporáneo de la Ciudad de México (Ficco), Mr. Death, the rise and fall of Fred A. Leuchter (1999), primera parte del tríptico, ofrecía un retrato entre irónico y corrosivo de Leuchter, inventor de la silla eléctrica y a la postre negacionista del Holocausto nazi: un hombre obsesionado con la ciencia del exterminio, que quiso demostrar la imposibilidad de que técnicamente pudiera haberse llevado a cabo el genocidio de 7 millones de judíos.

Morris afinaría ahí y en su siguiente documental, The fog of War (La niebla de la guerra, 2003), sus métodos de entrevistador y su distanciamiento con el sujeto de la pesquisa, aquí Robert McNamara, secretario de Defensa en los gobiernos de Kennedy y Johnson, es decir, pieza clave en la guerra de Vietnam. Una vez más, el sujeto entrevistado ofrece, con suficiencia doctoral, sus consejos sobre cómo debería llevarse a cabo una intervención bélica exitosa, mostrando lo que técnicamente falló en la agresión a Vietnam, sin un asomo de autocrítica verdadera y sin arrepentimiento. Para hacer el bien, es preciso incurrir un poco en el mal, señala en su decálogo de consejos.

En Irak, derechos inhumanos, Morris prosigue y completa su indagación del mal, ese tema tan acuciosamente analizado por la escritora Hannah Arendt, y lo hace nuevamente mediante entrevistas, esta vez con algunos de los policías militares que participaron en las sesiones fotográficas de la mazmorra iraquí de Abu Ghraib, tomándose impresiones con cadáveres de prisioneros torturados, o formando pirámides humanas de cuerpos desnudos, en imágenes que pronto recorrerían las redacciones de diarios de todo el mundo. de la infamia, filtraciones incontenibles por las que algunos mandos menores fueron condenados a algunos años de encierro y a ser dados de baja del ejército estadunidense, sin que la jerarquía superior, desde sargentos hasta el nivel castrense más elevado (el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld), fueran cuestionados y menos aún castigados.

El debate que Morris no puede eludir y que de hecho convoca desde el título mismo de la cinta es si las circunstancias pudieron disminuir la gravedad de los hechos haciendo de la humillación y tortura a prisioneros de guerra un acto criminal, o simplemente un procedimiento operativo de rutina, el standard operating procedure que sólo admite una sanción reglamentaria y no una condena severa.

El cineasta interroga a los policías militares participantes, quienes alegan haber buscado distracción tomando fotografías que sólo eran poses, con prisioneros jalados por cuerdas visiblemente distendidas, o amenazados por perros que jamás pasarían a la acción, con pilas de hombres desnudos que pretendían efectos plásticos o humorísticos, y en modo alguno propósitos de humillación. Los prisioneros, se alega, habían sido ya torturados o ejecutados. Lo que seguía era sólo entretenimiento para soldados sometidos a un estrés prolongado. Una de las fotógrafas, Sabrina Harman, alega incluso haber fingido diversión frente al horror sólo para poder dar algún día testimonio gráfico de las injusticias que tuvo que presenciar. Una más, la célebre Lynndie England, admite que su participación tuvo que ver con su amor por el sargento Charles Graner (quien no da testimonio en la cinta ni tampoco recibe castigo), y con haber, como todos los demás, acatado órdenes superiores.

Con la tortura legalizada durante el gobierno de George W. Bush, y con la impunidad de la que hasta la fecha gozan los organizadores del sometimiento colectivo por la humillación, los mandos menores aparecen como meros chivos expiatorios, moralmente degradados, que patéticamente contemplan los saldos del engaño. Sin una voz narrativa en off, con sólo las palabras de los involucrados y la estupenda pista sonora de Danny Elfman, la cinta de Morris cierra elocuentemente su trilogía del mal. El poder de las imágenes que circularon profusamente por Internet y por las planas de diarios y revistas, adquiere en esta cinta una contundencia mayor, posiblemente más perdurable.

Se exhibe esta semana en Cinépolis Diana y en Cinemex Masaryk.