Opinión
Ver día anteriorJueves 9 de abril de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Madre e hijo
E

n la pinacoteca de París, Maurice Utrillo: boca excesiva, roja, bigote superpoblado, ojos inteligentes, cejas negras, retrato pintado por su madre, Suzanne Valadon, quien junto a su hijo ocupa los muros de las salas de este museo, recientemente abierto y situado cerca de la iglesia de La Madelène.

Ella, hija de una lavandera, nació en 1865 en la provincia y llegó a París a los cinco años, en el momento en que los revolucionarios de la Comuna hacen su irrupción en la Ciudad Luz. Desfachatada y bella, recorre el barrio de Montmartre e inicia su carrera como aprendiz de trapecista en un circo; una mala caída cambia su profesión: se desnuda para volverse modelo en el taller de Puvis de Chavanne, quien la convierte en su musa y en su amante. Es luego Renoir quien la pinta; después, Toulouse-Lautrec. Con Degas empieza a dibujar y a pintar, imitándolo. En 1889 dio a luz a su hijo Maurice, fruto de una relación clandestina y sin importancia: niño enclenque, colérico, malnutrido y descuidado. El músico Erik Satie enamora a Suzanne; ésta lo desaira para casarse en 1896 con Paul Mousis, empleado de banco.

Maurice vive con su abuela y desde muy joven aprende a pintar, siguiendo el modelo del impresionismo: Pisarro, Monet, Renoir... En 1904 encuentra a un joven artista, compañero de farra de Modigliani, André Utter, con quien se emborracha y pinta. Lo presenta a su madre quien se enamora perdidamente de él, lo utiliza como modelo para un Adán y lo convierte en su amante.

Maurice abandona el estilo impresionista y empieza a pintar la campiña de Montmagny y las calles desoladas y perfectas de Montmartre; cambia sus pinturas por alcohol, entra a menudo en la cárcel por rijoso y al hospital por el exceso de bebida. Suzanne y Utter lo explotan y le proporcionan materia prima para que pinte y venda sus cuadros y los mantenga.

La pintura de Suzanne es siempre carnal y corpórea; a menudo pinta mujeres desnudas, de pie, en interiores rojos y amarillos, con sillones, floreros y fragmentos de lienzo que contrastan con los cuerpos, subrayando la composición; también naturalezas muertas y paisajes. Nunca se adhirió a las corrientes artísticas de su momento, aunque se acerca en ocasiones al fauvismo. Utrillo, por su parte, permanecerá indiferente a los movimientos pictóricos contemporáneos, como el cubismo o el surrealismo.

En la exposición, los cuadros de la madre y los del hijo se exhiben frente a frente: los de él, muestran edificios y calles de colores fríos, blancos, grises, a veces interrumpidos por el rojo, el azul, el naranja , el verde o el ocre brillantes de una fachada o por las letras coloreadas de un anuncio; es casi siempre invierno y las calles están solitarias: se trata indudablemente de la pintura de un melancólico. Suele representar, por ejemplo en la calle Muller de Montmartre –el Monte de Marte–, a algunas figuras humanas; su apariencia tan estática como la de las lámparas que marcan los descansos de las escaleras e iluminan las placitas verdes al lado de un edificio, cuyas ventanas van subiendo para rellenar todo el espacio recorrido desde su inicio en la calle con que comienza el cuadro, hasta coincidir con el barandal que corona su penúltimo piso, justo en la calle de encima; la construcción alcanza las chimeneas de los edificios aledaños, encaramándose por la montaña pavimentada, por donde circula un automóvil casi inmóvil en medio de la calle.

Sus pinturas contrastan fuertemente con las de su madre, cuyas telas son de gran fuerza y sensualidad, característica de la que obviamente las telas de Utrillo carecen. Si no me diese miedo caer en el sicoanálisis de banqueta diría que la madre se ha tragado al hijo. Puede verificarse este dato en los paisajes que comparten, en los de él las ramas de los árboles están casi secas, en las de ella, florecen. Al final de su vida, la pintura de Maurice declina; la de Suzanne revive: su vitalidad es feroz. Los visitantes a la exposición son casi todos jubilados.