Sociedad y Justicia
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Kilómetro 73

Mar de Historias
A

lo mejor me considera un tonto por lo que vine a decirle: se lo agradezco, pero no acepto el trabajo que me ofreció. Desde que hablamos estuve pensándolo bien y ya lo decidí. Sé que con usted ganaría un poco más que en donde estoy ahora, pero no puedo dejar a aquella gente. Además ya me encariñé con el sitio en donde vivimos.

En realidad no es un pueblo. Es más bien una colonia a la altura del kilómetro 73 de la carretera que va al norte. La autopista queda a 100 metros de la casa que me asignaron. Recorrer esa distancia y subirme al autobús que se detiene frente a la ermita me tomaría minutos. Antes de que los colonos pudieran impedir que me fuera yo estaría en el kilómetro 74 y luego en el 75 y así, siempre avanzando, hasta devorar la enorme distancia que hay de allí a la frontera.

Para que me entienda mejor voy a serle sincero. Acepté ese trabajo porque la colonia queda en la ruta de mi sueño: el norte. Para mí nunca ha sido un punto cardinal sino un lugar concreto, lleno de casas blancas, luminoso, en donde el viento arrastra las nubes y deja el cielo limpiecito. Hágase de cuenta un jardinero que con su rastrillo barre las hojas muertas hasta que los prados quedan impecables.

¡Estoy frito! Anhelo el norte y añoro el viento. Antes en la 73 –como llaman por aquellos rumbos a nuestra colonia– soplaba durísimo, ya fuera por la mañana o por la tarde. Con decirle que hacía sonar las páginas del periódico que yo estuviera leyendo. Hubo ocasiones en que las ráfagas me las arrebataban y tenía que perseguirlas. Aunque no pudieran verme, los colonos se reían al oír cómo les mentaba la madre a las hojas mientras iba tras ellas, cegado por el polvo. Pica, es muy molesto porque allí la tierra carga bastantes minerales. Por las noches los caminos brillan bajo las luces. Si de niño hubiera conocido ese lugar habría pensado que la tierra estaba salpicada de plata.

II

A usted que es tan curiosa le interesará saber cuántos faroles hay en la colonia. ¡Seis por manzana! Cuando mi antecesor me explicó que una de mis obligaciones sería encenderlos al anochecer y apagarlos por la mañana pensé que ese iba a ser el aspecto más inútil y aburrido de mi trabajo. Según yo, dada la condición de las personas que viven en la 73, no había necesidad de encenderlos. Una noche me permití dejarlos apagados. Los colonos enseguida se dieron cuenta y amenazaron con despedirme.

Si va a preguntarme cómo se enteraron que había dejado la 73 a oscuras, no sabré responderle. Hay muchas cosas que aún ignoro acerca de aquella gente y de su colonia. Por ejemplo, quién la fundó y en qué año. Los artesanos un día me dicen una fecha y luego otra. No crea que me cambian el dato por burlarse de mí, sino porque no les interesa tanta precisión en ese aspecto.

En otros sí. Me exigen que me refiera a ellos en calidad de colonos, que no les diga invidentes, sino ciegos, que no los sobreproteja.

Aunque todos hayan perdido la vista ya adultos, después de laborar durante años en las fábricas de los alrededores, viven en constante actividad. Ya se imaginará que su situación es muy difícil, y sin embargo mantienen un ritmo de ocho horas de trabajo. Desde temprano se escucha el ruido de sus herramientas y de sus telares. Al final del mes la producción de artesanías es bastante buena.

Me han contado que al principio exhibían sus productos a la orilla de la carretera. El sistema era peligroso y no resultó eficaz, porque los autobuses se detienen apenas cuatro o cinco minutos: poco tiempo para ofrecer la mercancía, venderla y cobrarla.

A mi antecesor se le ocurrió poner un letrero grande al lado de la ermita con una flecha indicando hacia la 73: Variedad de artesanías a muy buenos precios. En seguida empezaron a llegar los interesados, y hasta el momento hay varias personas que compran regularmente parte de la producción. Vienen a recogerla en abril y en agosto. Por eso ahora en la 73 hay mucho trabajo.

El mío consiste en comprar comida y ropa, hacer pagos, hablarle al médico cuando se necesita, pero sobre todo en leerles a los colonos las revistas y los periódicos que nos regalan las familias de los pueblos vecinos. Nuestros benefactores, como los llamo, nunca entran en la colonia –a lo mejor piensan que la ceguera es contagiosa–, sino que dejan los bultos de publicaciones al pie de la ermita. Cada ocho días los recojo y luego clasifico los materiales que voy a leerles a los ciegos en su taller.

III

El sitio es bastante grande porque antes era una troje. Al único que le importa que tenga buena luz es a mí. Huele a maíz, está encalado y hay lugar de sobra para todo el mundo. Yo me siento junto a la pared del fondo y leo en voz alta mientras los demás trabajan.

Como las publicaciones son siempre atrasadas me resulta muy extraño leer noticias de cosas que ocurrieron semanas o meses atrás. Los colonos también lo saben porque escuchan la radio y la televisión –cada quien tiene la suya: para mí es un desperdicio como el de los faroles–, pero no les importa. Al contrario, los divierte y los tranquiliza conocer el desenlace de historias que cuando se publicaron eran toda una incógnita.

Fuera de las páginas políticas y de finanzas les interesa todo. Hay secciones que les gustan más que otras. La de viajes es su predilecta. En cuanto leo un artículo referente a un pueblo colonial o a una zona arqueológica, nunca falta alguno que haya estado allí. Lo dice como si gritara ¡lotería!, suspende su trabajo y se pone a describirnos ese lugar, quién lo acompañaba, por qué calles anduvieron, frente a qué monumento se fotografiaron, qué flores había, de qué tono era el cielo.

Al escucharlos yo, que nunca he ido a ninguna parte, me convierto en viajero. Siento como si en ese instante anduviera recorriendo los pueblos y fuese yo quien se toma la foto o se detiene a la sombra de un árbol. Le parecerá increíble, pero le aseguro que lo veo todo. Entonces me parece que se cambian los papeles: yo soy el ciego al que un vidente le describe lugares desconocidos para él.

Muchas veces me he puesto a pensar en cómo recordarán ellos las formas y, sobre todo, los colores. Antes se me antojaba preguntárselo, pero ya no. Me lo dice la forma en que aluden al rojo, al verde, al amarillo… El que más les gusta es el azul, porque les recuerda el mar. Todos lo vieron al menos una vez. Yo todavía no. Cuando se los confesé pensaron que era broma. Uno de ellos me dijo algo que no olvido: Si Dios nos otorgó la vista fue para que pudiéramos deleitarnos con esa maravilla que es el mar. Un día que tenga tiempo voy a ir a conocerlo. Espero que sea como me lo han descrito en la 73: interminable, inquieto, azul.

IV

Entre las publicaciones que nos regalan hay muchas revistas de modas y de belleza. Cuando se las leo se produce un ambientito medio raro. Los colonos hacen comentarios tremendos, bromas bastante subidas de tono y repiten los mismos chistes obscenos. Se ríen a carcajadas, pero al final terminan deprimidos.

Pienso que en esos momentos tratan de imaginarse a las mujeres que nunca tuvieron, porque me preguntan cosas… No voy a decírselas porque parecería que les falto al respeto; sólo les digo que me resulta tan difícil contestarles, como cuando ellos procuran describirme el mar.

Varios de los ciegos que viven en la 73 son casados y tienen hijos, pero ni ellos ni sus esposas los visitan. Al menos desde que yo trabajo allá sólo han llegado grupos de turistas.

Hay pocos mexicanos. Casi todos vienen de Estados Unidos o de Europa. Nos lo aclara el guía que los acompaña y se encarga de traducir sus elogios y regateos. Cuando los oigo hablar en lenguas que de plano me suenan muy raro, me entra curiosidad por saber cómo sonarán en sus países las descripciones que los ciegos hagan de los lugares que alguna vez miraron y a los que sólo volverán a ver en su memoria.

Ha de parecerle muy extraño todo lo que le digo. No me asombra, porque me sucede lo mismo. Es más, ya hasta me entró la curiosidad por saber qué me ha hecho hablarle así. Vine sólo a decirle que no iba a tomar el trabajo que me ofreció y acabé contándole cómo es mi vida en la 73. Dirá usted que es aburrida y que no tiene chiste. Para mí sí: leyéndoles a los ciegos he visto el mundo.