La justicia, especie en extinción

No podemos decir que México haya sido alguna vez Jauja para la aplicación de la justicia, y menos si se trata de los de abajo. Pero nunca había estado tan en riesgo la poca justicia que tenemos que en la actual debacle, no de un gobierno panista en particular sino del Estado neoliberal establecido por el pri en los años ochenta.

El deterioro tiene que ver con la crisis financiera mundial, pero sólo secundariamente. El sistema político mexicano se puso solito la soga al cuello tiempo atrás, e insiste en ahorcarse con el frenesí del jugador que, contra toda evidencia, cree seguir ganando.

Ya vimos que en la frontera norte la vida no vale nada, pero en las comunidades indígenas de Guerrero, Oaxaca, Veracruz o Chiapas vale mucho todavía, aunque el sistema de justicia y los medios de incomunicación se resistan a darse por enterados y crean que la vida de los indios no alcanza el precio de una gallina.

Aquí donde la vida del maíz es la de todos, pueden los paramilitares asolar la Mixteca entera (que abarca tres estados) o el trópico húmedo de Chilón y Ocosingo. Las corruptas policías locales están fuera de control en todas las entidades federativas, pero las beneficia la misma impunidad que recorre al sistema entero.

La militarización, menos publicitada que en Ciudad Juárez o Culiacán, es de hecho mayor, aplastante, en los territorios indígenas del centro y el sur; se despliega en un escenario que sí es de verdadera guerra, no como la otra, la de “Calderón vs. el Crimen Organizado”, que es teatro, y malo, aunque sus muertos, el miedo y la descomposición social que refuerza sean reales, no obstante la trivialización de su exceso: la inflación de los números devalúa la moneda y los muertos, y pavimenta el camino a los fascismos.

Las montañas de Chiapas, buena parte de Guerrero y Oaxaca, y la Huasteca entera, están ocupadas por el ejército federal. En cualquier momento se “desaparece” a dirigentes indígenas y campesinos, o son “detenidos” por agentes uniformados, y sus restos aparecen mutilados en algún tiradero de basura. Lauro Juárez (chatino de Oaxaca), y más recientemente Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas (mixtecos de Guerrero) son muestras elocuentes de esa legalidad corrompida. No forman parte de la treintena diaria de la “Colombia” calderoniana; son desgracias colectivas, afrentas, amenazas renovadas. Policías, paramilitares y tropas regulares  saben garantizada su impunidad, y esa es la peor parte del mensaje a los pueblos.

En tanto, los jueces de la Tremenda Corte de Justicia de la Nación garantizan que así seguirá ocurriendo. Lo confirman las dóciles absoluciones a gobernadores como Enrique Peña Nieto por la multipremiada infamia en Atenco, o Ulises Ruiz Ortiz, quien ha convertido “su” Oaxaca en el lugar de las “desapariciones” que nadie le puede cobrar. Ni siquiera el ejército federal, ya no digamos el aparato de justicia.

Los jueces supremos devengan los salarios más elevados entre los “servidores del pueblo”, para envidia de los consejeros del IFE, esos otros próceres de la nueva democracia que ante los emolumentos de los magistrados concluyen que ellos también los valen. Y mientras la población es arrojada al desempleo, con sensibilidad caballeresca se incrementan el sueldo para diferenciarse de aquéllos a quienes nominalmente “sirven”.

Sin temor al ridículo ni al elusivo juicio de la historia, los jueces mexicanos sentencian a los luchadores sociales que los policías no logran matar, como Ignacio del Valle de Atenco, Jacinta Francisco Marcial, otomí de Querétaro, o los cinco defensores de los derechos humanos del pueblo me’phaa en la Montaña guerrerense. Es el mismo sistema judicial que sentencia a los nahuas desalojados de Ixhuatlán de Madero, Veracruz, en lugar de pedirles perdón y dejarlos ocupar las tierras a las que tienen derecho.

Cargos inventados, tortura, linchamiento mediático. Y luego silencio. Estas circunstancias permiten que en Chiapas la policía de Juan Sabines Guerrero masacre sin razón a tojolabales que ocuparon la zona arqueológica de Chinkultic el año pasado, y que los autores intelectuales sean premiados con candidaturas federales. Tampoco se castigó a ningún mando cuando la tira asesinó en febrero pasado a migrantes de Ecuador y Centroamérica en San Cristóbal de las Casas, por aquello de que el pollero no pagó la mordida del derecho de paso.

Mientras, la panoplia del frágil Estado calderoniano desfila con garbo por las calles de Reynosa, Matamoros, Monterrey, Tijuana y Chihuahua. Las tropas van matando y muriendo en un confuso y permanente duelo contra los villanos. Contamos hoy con un catálogo de decapitaciones, eviseramientos y mutilaciones que hacen palidecer los periodos más rojos de nuestra sangrienta historia. Los medios masivos nos entrenan como a especialistas con sus informes forenses, y los jóvenes fronterizos aprenden que el delito a escala de delirio es el camino de la hombría probada, la superación personal y la buena vida.

La guerra endogámica del sistema contra el narco sirve de cortina de humo para ocultar la criminalización de las resistencia populares, los hechos cuantitativamente verificables como el aplastante sitio militar a las comunidades zapatistas de Chiapas, la guerra diaria en las sierras de Guerrero y el papel de ejército de ocupación que juegan en las Huastecas las Fuerzas Armadas; sólo entre enero y marzo de este año, al menos veinte comunidades indígenas de Hidalgo y Veracruz han sufrido incursiones, patrullajes y sobrevuelos militares, implantando el miedo y garantizando que permanezca en la conciencia colectiva.

Todo, mientras la justicia duerme en otra parte y cobra salarios mensuales de más de medio millón de pesos, como el dios del dinero manda.

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