Opinión
Ver día anteriorJueves 12 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tono Masoliver y la amistad
1. ¿C

ómo hablar de una amistad entrañable, extendida a lo largo de los años? ¿Será necesario acudir a Cicerón para explicarla? ¿O referirse a Franz Kafka y a Max Brod, quienes además del afecto compartían sus lecturas, las ajenas y las de su propia obra? ¿O a los ensayos de Montaigne sobre la amistad? ¿O resumir el que Maurice Blanchot dedicó a su amigo Georges Bataille, poco tiempo después de su muerte? ¿O a la peripatética amistad que unió a don Alfonso Reyes con don Pedro Henríquez Ureña? ¿O a la sostenida por Mary McCarthy y Hannah Arendt? Obviamente no, dudo que Cicerón haya tenido amigas, que Tono me encomendase sus obras con la intención de destruirlas o que me permitiese entonar un obituario en su favor, cuando es a él a quien debo pedirle que haga el mío, a su debido tiempo.

2. Conocí a Tono por 1978; él pretende que me conoció en la galería de las hermanas Pecanins, aún en la calle de Hamburgo en la Zona Rosa, época dorada en que México aparentaba ser un paraíso terrenal y los amigos de antes éramos verdaderamente jóvenes y guapos sin necesidad de recurrir a la gomina.

Me lo presentaron, en mi propia casa –of all places!–, mis queridos Héctor Libertella y Tamara Kamenszáin, exiliados en México por causa de la dictadura militar en Argentina; pienso que en esa misma ocasión o en una posterior –porque Masoliver venía desde Londres con un grupo de alumnos de The Polytechnic (hoy Universidad Westminster) para aprender mejor el español y entablar relaciones peligrosas con países de esta América– y también en mi casa, cenamos y me presentaron a Carlos Lohlé, el editor belga radicado en Buenos Aires, cuya pequeña y exacta editorial publicaba libros valiosísimos: eran tiempos mejores para la cultura y, a pesar de las atroces dictaduras en el Cono Sur, aún existían bellas editoriales con editores inteligentes que se fiaban no de los números sino de la calidad de sus editados.

3. Cuando Tono venía a México solíamos pasear y podíamos reanudar nuestras largas conversaciones literarias; asimismo, solíamos escribirnos y comentar nuestras lecturas, recomendarnos libros y explicarnos nuestros proyectos literarios. Tono es sin lugar a dudas el español –mejor dicho, el catalán– que mejor conoce nuestras letras y más amigos tiene en estas comarcas en zona de derrumbe.

Recuerdo una ocasión en que Tono comió con cerca de 20 amigos en un restorán cercano a mi casa. De repente, tocaron a la puerta y para mi gran sorpresa entraron junto con él unas 15 personas más sobre las cuales Tono había escrito críticas sesudas y certeras, sin importar si eran poetas o narradores: bien sabemos que Tono es y ha sido el difusor más generoso y ecuánime de nuestros jóvenes y viejos talentos mexicanos o sudamericanos: pocos extranjeros –si a él podemos darle ese nombre– nos aprecian, nos entienden o nos difunden como él: La Vanguardia, su periódico en Barcelona, lo atestigua: semana tras semana comparte religiosa, severa y graciosamente su espacio habitual con autores de otros ámbitos y los mexicanos tenemos la primacía (aunque no sé si lo merecemos).

4. Durante mi estancia de dos años en Londres, en la calle Tregunter Road, donde nuestro amigo común Pedro Serrano veía desfilar fantasmas que en verdad yo nunca vi, aunque sí muchas veces, como en los cómics, los pies de los transeúntes, porque habitaba en un sótano, Tono solía llamarme por teléfono y nos la pasábamos conversando largo rato y eternamente sobre literatura, porque la nuestra ha sido sobre todo una amistad literaria atravesada siempre por el afecto y, ¿por qué no?, por los chismes.

A menudo hablábamos de Nissa Torrens, otra catalana desterrada en Londres y también, como Tono, amante de México, ese México que a veces aparece en sus cuentos rulfianos como por ejemplo La espera, de La sombra del triángulo, o en El Pueblo de la ciénaga, de La noche de la conspiración de la pólvora. Allí yo me llamo curiosamente Margarito Glantz.