Opinión
Ver día anteriorLunes 9 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La invención de las naciones
L

a historia procura basarse en hechos, pero los hechos suelen ser productos de la invención humana que se materializan. La historia tiende a cargarse de ingredientes teológicos o nacionales, y recurre necesariamente a mitificaciones, simbolizaciones, idealizaciones que no se fundamentan en hechos anteriores, pero bien que generan los posteriores. Así, la historia no sólo es lo que sucedió antes, sino lo que habrá de suceder.

En el mundo moderno, lleno de naciones creadas a la mala sobre los escombros de otros pueblos (toda América, México, incluido), pocas resultan más notables y vertiginosas que la creación de Israel. Pero ya nuestro escudo nacional representa un plagio a los mitos de los mexicas masacrados. Estados Unidos, la primera nación secular y a-histórica en términos de territorio, permitió una revoltura étnica, religiosa y cultural que no ha cesado, y la constituye hoy como la más influyente del mundo. En tanto, los pueblos indígenas del continente, civilizaciones enteras, vendrían a ser los palestinos de los siglos XVI a XX.

En términos históricos, pocas creaciones resultan más fascinantes que lo que hoy llamamos Israel y forma parte de la Organización de Naciones Unidas. Nació apenas en 1948, invocando derechos sobre territorios que, según reconocían sus propios fundadores sionistas, el pueblo judío los perdió casi 20 siglos atrás. Un buen rato para estar ausentes de un sitio. Los israelíes modernos tuvieron la fuerza para resucitar el hebreo –lengua muerta, como el latín, petrificada en lo sagrado– y volverla nacional. Por primera vez en más de un milenio, existe hoy literatura hebrea.

Con todas las diferencias del caso, una determinación equivalente ha mostrado la actual epopeya del euskera, que si bien no murió nunca, experimenta una notable resurrección voluntaria entre quienes se reclaman vascos para desasosiego del españolismo posfranquista, nunca curado de vocaciones imperiales.

Sin evidencias históricas ni arqueológicas en dos milenios, y sin comprobable uniformidad étnica, el sionismo concibió la nación de Israel a partir del siglo XIX en el cruce de dos influencias: el romanticismo, que entonces inventaba la nación alemana (y que con el tiempo sería la más letal de la historia), y el antisemitismo, que perseguía fanáticamente a los judíos en Europa desde tiempos de los Reyes Católicos, justo antes de descubrir América; la persecusión y el exilio dieron identidad, religiosa al menos, a estos judíos.

La Historia del antisemitismo, de León Poliakov comienza allí, y no antes. No podría. Remontarse a las Cruzadas (otro episodio delirante de la historia europea) ya no serviría de nada. Había judíos entonces, pero un pueblo. Pastoreaban, igual que hacían hasta hace poco sus despreciados vecinos palestinos: la patria estaba en sus cabras.

Nos hemos acostumbrado a la idea de que el judaísmo no es una religión proselitista; casi nadie se convierte, se nace o no judío. Ésa también es una invención. Antes del sionismo la gente se hacía judía como se hace católica, presbiteriana, islámica, budista, dianética.

En cierto modo, el pueblo judío lo inventó Isabel la Católica al expulsar de lo que sería España a los sefarditas (inicialmente bereberes del norte de África). También por entonces comenzaron las migraciones askenazi a Europa central, procedentes de lo que sería Rusia, de aldeas convertidas a la Biblia en la Edad Media. Las persecusiones antisemitas en Europa se emprendieron contra estas dos ramas distantes de un mismo culto, ajenas entre sí. Serían los semitas de los pogromos y el holocausto que desataron los nazis. No son cínicos los judíos que admiten deber a Hitler su identidad como tales.

Se repite, a veces con dolo, que los semitas en sentido estricto resultarían los pueblos del Oriente Medio, mayormente árabes. Allí sobrevivió marginalmente la religión judía, con los edificios de Herodes (su último arquitecto) bajo tierra. Los semitas no eran sólo judíos. Por eso, quien desee perderse en devanamientos étnicos (tan resbalosos siempre), acaba por concluir que los descendientes de los creadores de El Libro serían los actuales palestinos que tanto estorban a Israel para expandirse.

Habrá que considerar una obra que ha causado conmoción y registra altas ventas en Israel: Cómo y cuándo fue inventado el pueblo judío, del historiador israelí Shlomo Sand (Resling, 2008).