Opinión
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Los dislates de Lage
L

a reciente destitución de altos funcionarios del gobierno cubano y las razones no oficiales esgrimidas sobre el hecho me recordaron haber presenciado –hace ya casi 14 años– un curioso episodio protagonizado por Carlos Lage, uno de los cesados y quien figurara entre los hombres más fuertes del fidelismo.

Si bien es cierto que el gobierno de Cuba no informó oficialmente de los motivos reales de las remociones, el ex mandatario Fidel Castro sí enjuició a los destituidos con severidad, al tacharlos de indignos y de haber alimentado ambiciones.

Encargado de tripular la apertura comercial de la isla luego de la crisis de principios de los años 90, con el tiempo y no obstante sus recurrentes dislates, Lage escaló hasta la vicepresidencia del Consejo de Estado.

La Habana, 1995. El comandante clavó la mirada en los ojos de don Gabriel Jiménez Remus, esbozó una sonrisita socarrona, le estrechó la mano y, sin más, le soltó: “Mucha suerte… ¡en todo!”, y enfatizó a propósito estas dos últimas palabras.

El entonces coordinador de la bancada del opositor Partido Acción Nacional en el Senado mexicano sólo agradeció. Había comprendido perfectamente el sentido de lo expresado por el presidente cubano y no había nada más que añadir.

Fidel Castro decidió sellar así el primer acercamiento formal de una delegación del PAN con el gobierno cubano, y en el que los del blanquiazul fueron a la isla con la clara intención de vender la idea de que estaban listos para gobernar a México.

Para esas fechas, los panistas mandaban ya en prácticamente todos los estados del norte y en varias ciudades relevantes del centro y sur de México; Vicente Fox arrancaba su larga campaña de proselitismo, y el PRI daba muestras inequívocas de su decrepitud.

Fue en ese contexto que un selectísimo grupo de senadores de Acción Nacional decidió aventurarse por vez primera en la isla, en lo que parecía una misión semioficial. La delegación era encabezada por el propio Jiménez Remus e integrada por algunos de los más conspicuos y conservadores representantes del panismo: José Ángel Conchello, Juan de Dios Castro, Luis H. Álvarez y el entonces joven neopanista y próspero empresario regiomontano Mauricio Fernández Garza, quien representaba la llave de entrada, pues tenía ya algunos negocios con el gobierno de Castro.

Con el apoyo y las influencias políticas y económicas de Fernández Garza, la misión panista se había diseñado una agenda redonda, que consideraba reuniones con sus pares cubanos, encabezados por Ricardo Alarcón; alguna sesión de trabajo con la cancillería de la isla; otra con el encargado de llevar adelante la apertura comercial en Cuba, Carlos Lage, y desde luego, un encuentro con el presidente Fidel Castro.

La agenda fue desahogada en cuatro o cinco días y la gira tuvo una amplia cobertura en la prensa mexicana. El PAN se presenta en el exterior como opción de gobierno, cabeceó La Jornada a todo lo ancho en una de sus portadas de esos días.

Pero fue justo en la última reunión cuando ocurrió el acercamiento más importante e inesperado de la gira.

En uno de los salones del recién inaugurado hotel Meliá Cohíba, orgullo de la apertura comercial cubana de entonces, Carlos Lage se regodeaba ante los senadores mexicanos.

Con sorprendente vehemencia, digna del más neoliberal de los Chicago Boys de aquel tiempo, Lage hablaba del proceso de apertura comercial que, aventuraba, se había iniciado en la isla para ya no detenerse más.

Decía que esa apertura representaba algo así como la salvación económica para Cuba y respondía con gran seguridad a cada uno de los cuestionamientos formulados por los senadores mexicanos.

Lage tenía ya más de una hora bordando sobre las bondades de la novedosa política económica cubana, cuando de pronto aparecieron dos hombres de verde. Uno entró en silencio y se instaló de pie al fondo del salón. Otro, en idéntica actitud, permaneció en la puerta.

Los legisladores mexicanos se mostraron desconcertados de momento. Lage se veía contrariado. Instantes después, fuera de agenda y sin que nadie lo esperara, pues la entrevista con los legisladores mexicanos había ocurrido en la víspera, apareció Fidel Castro. Afable, sonriente, ataviado con su habitual uniforme, saludó al paso y ocupó una de las sillas disponibles alrededor de la mesa y pidió al expositor que continuara.

A partir de entonces, Carlos Lage fue otro. Cambió radicalmente su discurso. La apertura comercial ya no representaba la única salvación para los cubanos. Matizaba sus frases, buscaba las palabras y los términos más apropiados para cada una de sus afirmaciones. La apertura, decía, era un proceso que se llevaba a cabo con enorme cuidado.

El comandante sólo escuchó y observó. De vez en vez asentía ligeramente con la cabeza. La actitud inicial de Lage pareció entonces haber quedado sólo en un dislate momentáneo, en uno de esos excesos repetidos que supo corregir a tiempo y que, quizás, en esta ocasión sí le costó el cargo.

Fue al final de esa reunión cuando Fidel Castro decidió sellar su despedida con Jiménez Remus para soltarle ese inequívoco “mucha suerte… ¡en todo!”, que deseaba un eventual triunfo panista en los todavía lejanos comicios presidenciales del año 2000.