Opinión
Ver día anteriorSábado 7 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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esglobalización. No se había pensado hasta la fecha en la posibilidad de que la globalización misma entrara en crisis. Hasta hoy aparecía como una suerte de numen en automático, una fuerza movida por un deseo casi inabarcable, sin receso posible. Pero como toda realidad social, ha mostrado que también contiene a su antítesis. Si concebimos a las sociedades actuales como un conjunto de redes y circuitos que se acoplan y desacoplan, según la visión que elaboró Manuel Castells, o bien como un cúmulo heterónomo de flujos que se mueven entre diferenciales y que se conectan y desconectan, tal y como lo imaginó Gilles Deleuze hace ya tiempo, desde los años 90 la mayoría de estos flujos había pasado ya a esa esfera sin centro que es el espacio global. Lo convencional era afirmar que ese espacio estaba acotado por la desterritorialización tanto del capital como del signo (léase aproximadamente: la comunicación). Las inversiones y las desinversiones, las salidas y entradas de los flujos monetarios y de información podían transcurrir con una velocidad inaudita. La antigua sentencia de que el capital no tiene patria se había convertido en parte del sentido común, un hábito. En cambio, el trabajo, la fuerza de trabajo, no gozaba de esa libertad. Aunque los años 80 y 90 marcan la época de las mayores migraciones humanas de la era moderna (ahora de la periferia hacia el centro, de México a Estados Unidos, del Cercano Oriente a Europa, de India a Europa y Estados Unidos, etcétera), la velocidad de estos flujos era infinitamente menor a la del dinero y la comunicación. Tanto así que se le veía como una realidad local.

La depresión –después del séptimo desplome bursátil consecutivo que sucedió el día de ayer, ya la podemos llamar acaso depresión– ha revelado que existe otra esfera que es, en su mayor parte, también local: la esfera del consumo. El colapso ha mostrado que en la escena global no existe ningún mecanismo capaz de reanimar las condiciones mínimas de consumo que se requerirían para rencender el sistema.

Degradado y satanizado durante décadas por la retórica monetarista, el Estado ha devenido el único agente viable para enfrentar el colapso. Pero el Estado ha sido –y sigue siendo– un agente estrictamente local, acaso el más local de todos. Y, para decirlo con un eufemismo, sólo vela por los suyos. En términos más escénicos: Obama sólo tiene en mente al mercado de Estados Unidos, Zapatero al de España y los gobernantes chinos al de China. Así que lo que hasta hace unos cuantos meses era un asombroso mercado global articulado por redes precisas y flujos casi automáticos, se ha convertido súbitamente en una estampida de sálvese el que pueda y cada quien vela por lo suyo.

La idea de que la única solución posible es una solución global es seguramente una buena idea. Pero nadie –ni en el G-7 ni en el G-14 ni en el G-20– parece tener la mínima voluntad o disposición para ponerla en práctica. En el encuentro que sostuvieron hace unos días Barack Obama y Gordon Brown se habló de un New Deal global. Al menos la inventiva retórica perdura. Pero nadie sabe hoy qué es ni cómo se cocina eso. Pues no se trata de simples medidas regulatorias que inhiben la autofagia financiera, sino de algo más grave: cómo crear una demanda suplementaria más allá de la casa propia. Y a saber, el Keynes global todavía no ha nacido.

El lado gótico del sistema. Por lo pronto el espectáculo continúa y el capitalismo sigue devorándose a sí mismo. Tal vez es de las pocas afirmaciones que han propiciado un renvío de la teoría de Marx, a la que algunos de sus intérpretes han visto como un relato gótico sobre la sociedad moderna. Al igual que la leyenda del Golem, en la que un ser humano decide crear a otro ser humano que acaba con su creador, la sociedad de mercado se desglobaliza y socava las condiciones que hacen posible su existencia. En esa teoría, lo que los clásicos (Smith, Ricardo, etcétera) llamaron producción de riqueza aparece como producción de la nada (dinero que hace más dinero). Al menos para nuestra generación, la nada ha cobrado el cuerpo de su identidad: dinero que destruye dinero. En el deseo inaudito de la nada, Gilles Deleuze encontró un mecanismo que desembocaba en la esquizofrenia. En el esquizofrénico el deseo no logra posarse en ningún objeto porque el objeto radical del deseo es él mismo. El sistema se ha quedado sin espejos, no tiene otros que lo cuestionen y lo contengan. Esto, por supuesto, en un capitalismo muy distinto al del siglo XIX.