Opinión
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De A para X
S

iguiendo una tradición antigua de los narradores populares, John Berger se quita del papel central de quien relata para hacernos sentir que son los protagonistas quienes cuentan su propia historia. Entonces en De A para X, nos propone una historia narrada en cartas, cartas que dirige A’ida, encargada de una farmacia en un barrio desconocido de una ciudad desconocida de un país desconocido, a su hombre Xavier, quien padece encarcelamiento acusado de terrorismo en una prisión como cualquiera del planeta. Berger nos dice entonces:

“Cuando se inauguró el año pasado la nueva prisión de alta seguridad construida en las colinas al norte de la ciudad de Suse, la vieja prisión en el centro del poblado se cerró y fue abandonada.

“El último ocupante de la celda número 73 en la vieja cárcel había armado un estante con separaciones, en la pared donde se recargaba el camastro reglamentario. Lo construyó con cartones vacíos de cajetillas de Marlboro y lo fijó a la pared con cinta adhesiva. Cada separación era lo suficientemente amplia como para alojar varios mazos de naipes. En tres de ellas se hallaron algunas cartas.

“Una luz solar como la que penetraba en la celda, provenía de una pequeña abertura circular, fuera del alcance, en la parte alta de uno de los muros. La celda medía 2.5 x 3 metros y tenía 4 metros de alto. Un largo corredor con ventanas con barrotes y vidrio opaco conectaba las celdas de esta ala de la vieja prisión con un recinto de usos comunes que era una especie de barracón con precarias instalaciones para cocinar, un fregadero, una televisión, bancas, mesas y una plataforma elevada para situar a los guardias permanentemente armados.

El último prisionero de la celda número 73, acusado de ser miembro fundador de una red de terroristas y condenado a dos cadenas perpetuas, era conocido como Xavier. Las cartas que se hallaron en el estante estaban dirigidas a él.

Como adelanto del libro de Berger, publicado por Editorial Ítaca, que mañana se presenta en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, ofrecemos a los lectores de La Jornada dos de las cartas de A’ida para Xavier.

Ramón Vera Herrera

Mi guapo,

Me ocurre, cuando no te retengo entre mis piernas, que pienso en ti como si fueras el héroe de una historia que oí alguna vez. No es una historia que esté inventando, es una historia que escuché en un autobús antes de que nos ordenaran bajar. No podría inventarte, aunque viviera cien vidas.

En la historia miras unos graffiti que pintaste alto en una barda cerca del aeropuerto, y te sonríes, estás orgulloso de ti –como si las palabras fueran una cometa que acabas de subir. Y como eres un muchachito, eres descuidado y no los ves venir. Así que sigues sonriendo, orgulloso de ti, cuando a empellones te hacen caminar al carro blindado doblándote la espalda para que agaches la cabeza.

Luego tapan con pintura las consignas, y una anciana dice: ¡ya pintaron todo de blanco como si nada hubiera pasado, pero esas paredes siguen gritando por debajo de la capa de pintura!

Esa primera vez de cárcel conociste a Alexis. Lo vi la semana pasada porque jugamos juntos una mano o dos. Aún tiene esa verruga junto a su fosa nasal izquierda. (El ácido salicílico [C 7H6O3] se la quitaría, si la aplica diario, pero nunca en la piel circundante.) Todavía tartamudea cuando se agita.

Los amigos que haces en la prisión son diferentes de otros, ¿no crees? Bromean más. Se sacan de la manga un chiste viejo, le dan la mordida y lo circulan entre los presentes. Y son personas que llegan de modo diferente. Aunque hayan viajado cientos de kilómetros, se aparecen sin aviso y sin explicación. Y saben, con toda certeza, que serán bien recibidos.

Tienen también su propio modo de decidir cuándo referirse a algún asunto serio. Siempre en un momento inesperado –al subir a un auto, mientras el asiento delantero está inclinado hacia delante, o mientras levantas los platos al final de una comida. Y son muy escrupulosos en cuanto a las señales. Con los ojos garabatean un recibo por el más mínimo mensaje que captan. Nunca parecen estar en blanco.

Te estoy mirando a los ojos, y no soy tu amigo, soy tu mujer. Y quiero decirte algo.

Foto
John Berger, en imagen de 2007, durante una visita del escritor a las instalaciones de La JornadaFoto Carlos Ramos Mamahua

Lo efímero no es lo contrario de lo eterno. Lo opuesto de lo eterno es el olvido. Hay quienes pretenden que el olvido y lo eterno son, a fin de cuentas, la misma cosa. Y están equivocados.

Otros dicen que lo eterno nos necesita, y están en lo cierto. Lo eterno te necesita a ti en tu celda y a mí aquí, escribiéndote y enviándote pistaches y chocolate.

Cuéntame de tu pie. Necesito saber.

Tu A’ida

Ya nour,

Alguna vez fue peluquero, un buen escucha. Gassan vive en el barrio que llamamos Culo del Viento. Tiene una casita que se construyó él mismo cuando era joven, hace unos treinta años. Como trabajaba en ella sólo los fines de semana y las tardes largas del verano, tardó en levantarla unos cinco años. A su alrededor hay otras muchas casas que hoy están en ruinas. Allá en invierno hace un frío que muerde, pero eso no ha cambiado por siglos. El año pasado Gassan perdió a su esposa. Ahora todo lo que le queda es su pasión por cultivar flores.

Vino la semana pasada a la farmacia. Tiene esa manera cautelosa de caminar que desarrollan algunos hombres viejos –muy rara vez las mujeres. Como si cargaran una vasija repleta de agua que no quieren derramar. Si lo pienso, puede estar conectado con problemas de próstata. Llegó con una receta de hytrin, una terazosina. Tras explicarle la dosis, me invitó a que fuera a ver sus flores algún día. Y hoy en la mañana pasaba cerca y me encaminé a verlo. Me mostró sus iris. De color cobre, con escritura en negro en el interior de los pétalos. Siempre la misma frase. Bajé los ojos admirada y me ofreció uno. Luego me recitó algo como esto: mi esposa, que está por partir, está adentro con los dioses, y ya Separación, como un chango malo, se columpia por la ventana...

No respondí, porque él mismo ya le replicaba a algo que únicamente él veía, comparando su sentido de pérdida con la mía. Y yo, comparaba su casa habitada con las casas en ruinas que la rodeaban. Todas tenían más o menos el mismo tamaño, dos cuartos, un solo piso, trece rincones, mil y un secretos. Hoy las ruinas parecen más chicas. En su casa la radio estaba encendida –una cantante, Cesaria Evora. Las casas en ruinas, por el contrario, estaban en silencio. Era como si el sonido de la voz de Evora les marcara una orilla precisa.

Me invitó un café, apagó la radio. Hay momentos, dijo mientras sorbía su café, en que no está muerta. Y se multiplican conforme avanza el día. Pero cada uno de los días comienza con su ausencia. Para mí eso no es cierto; el día no comienza con tu ausencia. Comienza con la decisión que tomamos juntos de hacer lo que estamos haciendo.

Me acuerdo de la primera vez que te vi examinar una máquina que no funcionaba y buscar el modo de repararla. Era una impresora conectada a una computadora. ¿Te acuerdas de lo que necesitábamos imprimir? Eso fue hace mucho tiempo. Llevabas puesta una camisa blanca con mangas anchas que te habías enrollado hasta los sobacos. Estábamos en un sótano atrás del mercado en Abades. El pelo de tus brazos era rizado, cada uno hacía figuras de ocho. Le habías quitado la cubierta a la impresora y estudiabas su cableado.

En la calle principal de Abades estaban haciendo una redada montados en dos vehículos humvees. Metódicamente, centímetro a centímetro, procediste punto por punto a seguir el cableado. En tu mano izquierda tenías un desarmador eléctrico, tan pequeño como ese pajarito al que le llaman saltaparedes, el abadejo, pero con muchos picos. Ocasionalmente seguías un cable con el desarmador. Podía ver –era visible por tus hombros– que no sólo seguías las derivaciones, sino que rastreabas el proceso de pensamiento mediante el cual los hombres habían concebido y luego construido esa máquina.

En la calle principal sonaron tres disparos.

Intentemos éste, murmuraste. Y de golpe entendí que con las máquinas hechas por el hombre hay circuitos de ingenio que pueden compartir las mentes. Igual que se comparte la poesía. Eso lo vi en el dorso de tus manos.

Para mí no ha habido palabras más tranquilizantes que tus manos en ese momento. Podíamos oír cómo gritaban órdenes por un altavoz. Levantaste la vista, directamente sobre mí, y asentiste. Y luego me guiñaste uno de tus irritados ojos.

A’ida