Opinión
Ver día anteriorJueves 19 de febrero de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Miscelánea
V

iajar ilustra: he andado de viaje durante los primeros días de febrero. En Alemania: Erpolzheim, pueblecito del Palatinado, con su río, sus viñedos, sus casas antiguas, sus iglesias, sus restoranes espléndidos y, más tarde, Düsseldorf, cuya universidad lleva el nombre de Heinrich Heine, donde asistí a un congreso organizado espléndidamente por Vittoria Borsò, quien no hace mucho había estado en México durante los homenajes a Carlos Fuentes; el congreso dedicado a Migraciones trasatlánticas contó con la presencia de varios profesores alemanes, mexicanos y estadunidenses, y en especial de varios integrantes de la asociación de mexicanistas de las universidades estatales de California, dirigida por Sara Poot.

Luego estuve en Viena y di una charla en el Instituto Cervantes, dirigido por el poeta Carlos Ortega, antes director de la Biblioteca Nacional de Madrid y hermano mío de editorial, pues ambos hemos publicado con Pre-textos, localizada en Valencia y dirigida por un extraño y extraordinario trío formado por Manolo Borrás, Manolo Ramírez y Silvia.

Aproveché la ocasión para visitar de nuevo el Museo Nacional de Arte y el Belvedere, antigua residencia de verano del príncipe Eugenio, quien en el siglo XVIII venció a los turcos, una de las únicas victorias que los austriacos pudieron ganar en su larga historia imperial, me comenta mi amigo Wolfram Eichingler.

Finalmente escuché en la ópera estatal una obra poco representada de Verdi, Stiffelio, donde el protagonista, un pastor protestante, es traicionado por su mujer con un hombre cobarde y vil; la ópera termina inesperadamente en anticlímax, cuando desde su púlpito el pastor perdona públicamente a su esposa. Lo extraordinario en realidad son las voces y sobre todo que el personaje principal, Stankar, padre de Lina, sea representado en escena por un cantante viejo que ya no tiene voz y, fuera de ella, ante un atril y en mangas de camisa, por el tenor negro estadunidense Mark Rucker, quien canta las arias de manera excelsa. ¿Por qué no haberlo dejado en escena? ¿Por qué es negro, me pregunto, morbosamente? o ¿por qué querían honrar a un cantante en decadencia? El resultado es, para decir lo menos, bastante ambiguo. ¿Acaso no ha triunfado Obama?

En París pasé tres días y visité a varios amigos queridos y admirados, especialmente a Alena y Jean Galard, quien dirigió de 1978 a 1982 el Instituto Francés de América Latina, de ilustre renombre, y quien me dio una invitación para asistir el 13 de febrero a la inauguración de la exposición dedicada a Giorgio de Chirico en el MAM, acontecimiento que reunió –en gélida noche– a millares de personas y millares de cuadros y objetos muy poco vistos y traídos de muy diversos museos, algunos lamentables, otros, espléndidos.

Vi además una película eslovena sobre ciegos que se aman y un documental que contaba y cantaba la gloria y la decadencia de Liverpool. Documentales curiosos que sólo es posible ver en París.

En Düsseldorf y en Viena dos exposiciones memorables, ambas dedicadas al cuerpo humano: la primera intitulada Diana y Acteón, o una mirada prohibida sobre la desnudez; contaba con piezas de todas las épocas, por ejemplo, la pequeñísima escultura griega que representa a Baubo, la diosa del vientre y de la sexualidad femenina, del horror y de la risa: en su rostro destaca su boca que es su sexo, imagen luego retomada por algunos surrealistas como Magritte o Bellmer o, antes en el siglo XVIII, en Las joyas indiscretas, de Diderot, novela en la que un rey posee un anillo que si se apunta hacia el sexo femenino lo hace hablar de sus aventuras amorosas sin recato. Artemisa, sorprendida desnuda por el cazador Acteón en su baño, lo castiga convirtiéndolo en ciervo y sus perros lo despedazan. En Viena la exposición se llama Del mito en la antigüedad, y de alguna manera continúa ofreciéndonos esa mirada que sobre el cuerpo desnudo exhibe sus desnudeces más recónditas e inexploradas ante el perplejo y perturbado espectador.