Usted está aquí: domingo 15 de febrero de 2009 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Navegaciones

“Si llegas a tener algún problema, no te preocupes. Te puse las instrucciones tal como me lo pediste: en la última página de tu libretita. No creo que vayas a necesitar consultarla, pero de todos modos, por si acaso olvidas algo, guárdala bien.” La sugerencia de Emma justificó a Olivia para meter la agenda en el fondo de su bolsa, bajo el estuche de cosméticos y el paquete de pañuelos desechables. “No te dije que la escondieras, sino que la guardaras bien”, dijo Emma sonriendo al despedirse.

En cuanto Olivia se quedó sola en la oficina volvió a sacar la agenda. Sobre sus tapas rígidas, desgastadas, la fecha era ilegible: 2005. Le provocó desaliento reconocer que en cuatro años sólo la había abierto para consultas breves, para agregar algunos teléfonos o poner crucecitas junto a los nombres de familiares y amigos muertos.

Ningún número era la clave de un secreto. Los anotados en los márgenes correspondían a establecimientos a los que Olivia pensaba que en algún momento iba a tener necesidad de recurrir: compra-venta de muebles usados, comida casera a domicilio, tintorería exprés, cuidadoras nocturnas. Esto último para el caso de que su suegro enfermo necesitara ayuda adicional.

Lo único nuevo en su agenda eran las indicaciones escritas por Emma para facilitarle la búsqueda en una página web. Ante la curiosidad de su amiga, Olivia le aclaró que su interés era conseguir información acerca de servicios, tiendas, museos, pero sobre todo datos de otros países. Ahora menos que nunca estaba en condiciones de viajar, pero en compensación podría hacerlo a través de la red.

En el remoto caso de que su marido descubriera lo escrito por Emma, ella podría darle la misma explicación sin que él sospechara sus verdaderos propósitos: navegar, encontrarse con interlocutores ante los que pudiera presentarse como una persona distinta a la que es y, sobre todo, capaz de decirlo todo. Para lograr el contacto bastaría con escribir en su computadora la dirección electrónica de “Vértice: el encuentro”. La había mencionado una representante de la agencia cuando explicó en la televisión que muchos hombres y mujeres recurren al servicio básicamente por dos razones: inventarse una personalidad y encontrar alguien que los oiga. El hecho de que la entrevistada hubiese aclarado que ya eran pocas las personas que recurrían al servicio en busca de pareja estable la tranquilizó ante sí misma: ni remotamente estaba tratando de engañar o deshacerse de su esposo.

Olivia reconoció que a partir de que vio ese programa había estado procediendo como un criminal que prepara una coartada. Le fascinaba el hecho de sostener un diálogo sin riesgo alguno y por tiempo indefinido. Cuando se hartara de sus interlocutores bastaría con oprimir una tecla –delete– para que todo desapareciera como una raya en el agua.

Volvió a leer las instrucciones: de tan simples eran innecesarias. Le había pedido a Emma que se las anotara para sentirse acompañada en su aventura. Trató de imaginar la cantidad de mujeres que en ese momento estarían haciéndose las mismas reflexiones y sintiéndose tan culpables como ella por el hecho de guardar un mínimo secreto.

II

Antes de solicitar el servicio de “Vértice: el encuentro”, Olivia decidió adoptar el nombre de su muñeca predilecta cuando era niña: Edna. Podía atribuirse la edad que quisiera, pero su tendencia supersticiosa le aconsejó invertir las cifras de su edad real: 42 años que por arte de magia iban a convertirse en 24. En cuanto al físico, seguiría el modelo impuesto por revistas y anuncios: piel clara, ojos castaños, pelo cobrizo, complexión delgada, l.70 de estatura. Este esquema lo enriquecería según el tono de las respuestas que obtuviera.

Ya ante su computadora la asaltó una curiosidad: ¿qué sucedería si se mostrara ante el interlocutor virtual como quien era en realidad? “Olivia Serrano de Arévalo. Complexión regular, tez morena, ojos negros, pelo corto, l.47 de estatura. Estudios: bachillerato. Casada y madre de dos hijos: uno becado en Canadá y otro maestro de educación física (por el momento sin empleo). Carácter: tímido. Ocupación: almacenista en laboratorio trasnacional. Aficiones: cine, música, lectura y conversación. Temores: enfermedad, arañas y desempleo.”

Leyó las líneas que acababa de escribir y pensó agregarles el motivo de su búsqueda. No le resultó tan fácil como creía. Su condición de esposa y madre no cuadraba con su aspiración, a menos que dijera toda la verdad: “Ricardo, el mayor de mis hijos, se fue huyendo de nosotros, de la vida familiar. De vez en cuando me manda mensajes lacónicos, en raras ocasiones me llama por teléfono y cuando le pregunto acerca de su retorno a México me responde con una pregunta: ‘¿Para qué, si el país se está deshaciendo?’

“Hace tiempo que José, el menor, no encuentra trabajo. Se la pasa en la calle y cuando vuelve a la casa está de mal humor, no habla con nosotros y se limita a ver la televisión. Me extraña que no tenga novia. Últimamente lo he notado muy raro. Me horroriza pensar que haya caído en la drogadicción, pero no me atrevo a preguntárselo.

“En cuanto a Daniel, mi esposo, comprendo su frustración. Con muchas dificultades logró hacerse de un título de doctor. Su ilusión era especializarse en cirugía del corazón, pero no lo consiguió. Puso su consultorio en la colonia Granjas México. Casi todos sus pacientes son mujeres. Más que hablarle de sus enfermedades le piden consejos para adelgazar. Mi esposo siente que está retrocediendo, teme haber olvidado lo que aprendió. Eso lo deprime mucho y no me atrevo a plantearle mis problemas. Las pocas ocasiones en que me he animado a hacerlo me responde que estoy viendo la tempestad y no me hinco. Tiene razón: el hecho de que me sienta sola, frustrada, temerosa de perder mi trabajo, significa muy poco frente a su situación.”

Olivia deja de escribir porque se da cuenta de que con tanta franqueza estaría cometiendo una deslealtad con los seres que más ama, además de correr el riesgo de que el interlocutor virtual pierda interés en ella. En estos momentos tan difíciles e inseguros, cuando lo que uno quiere es escaparse de semejante atolladero, ¿a qué hombre podría interesarle mantener correspondencia con una mujer real que a lo mejor tiene sus mismos problemas?

III

Al cabo de una breve reflexión oprime la tecla delete. Todo se borra en la pantalla, pero ante sí misma aún hay la necesidad de justificar su búsqueda de un interlocutor. Queda el recurso de explicarse a medias. Decir que por exigencias profesionales su esposo viaja constantemente y la deja sola durante semanas enteras. De hecho es así: Ricardo vuelve puntual por las noches, pero se mantiene silencioso, abstraído, tan lejano como si fuera en un avión a kilómetros de distancia. Cuando van a la cama sufre su alejamiento cifrado en bostezos, excusas que se disuelven en el sueño o quedan agazapadas en el insomnio. ¿Se puede estar más sola?

Olivia se sonroja al pensar que podría mostrarle su intimidad más profunda, su lecho conyugal, a un hombre que posiblemente no sea quien se ostenta en el mensaje. Ansía recibir el primero y ver cómo se describe y justifica el desesperado que recurrió a “Vértice: el encuentro” para obtener compañía a distancia. ¿Cuántas de las personas que acuden a esa alternativa llegan a encontrarse y a compartir una vida nueva, dejando atrás la que no puede esfumarse con sólo presionar la tecla mágica: delete?

El resplandor de la pantalla le causa un lagrimeo y Olivia se aparta de la computadora. Cierra los ojos para analizar con mayor precisión las razones de su búsqueda. A solas consigo misma puede ser honesta. ¿Qué pretende en realidad: conseguir un amante, un confidente, alguien que le ofrezca matrimonio? Olivia se imagina caminando del brazo de otro hombre, escuchándolo para ponerse al tanto de su vida y contándole la suya. ¿Por dónde empezarían? El desconocido, ¡quién sabe! Ella, desde el momento en que conoció a Daniel haciendo cola a las puertas de un cine. De casualidad quedaron en butacas contiguas. Olivia se mantuvo rígida, sofocando un poco la respiración como si se sintiera avergonzada de estar allí sola.

Recuerda que se sobresaltó cuando, a punto de concluir la película, él le hizo un comentario acerca de una escena cruel: “Todos estamos locos: compramos entradas para sufrir.” Ella se rio. Cuando salieron del cine llovía. Él la tomó del brazo para atravesar la calle y a los cinco minutos, sin haberlo planeado, estaban en el café de chinos contándose la película y después su vida. Todo había ocurrido de una manera espontánea, natural, sin fingimientos. Se aceptaban como lo que eran: dos personas comunes con aspiraciones normales. Las de él: especializarse en cirugía de corazón; las de ella, terminar sus estudios de educadora.

Olivia reconoce que por nada del mundo borraría aquella noche que cambió su vida. ¿Por qué pretende modificarla ahora? ¿Incorporar extraños a los que tendrá que mentirles y ocultarles su verdadera identidad? Se acerca a la computadora y pone las manos sobre el teclado. No escribe nada porque no encuentra ninguna respuesta posible. A menos que hable con Daniel y le cuente lo que le está sucediendo.

¿Cómo empezaría su mensaje? “Adorado Daniel”. “Mi amor”. Hace tiempo que no se dirige a él en esos términos y opta sólo por el nombre: “Me siento sola y sospecho que te sientes igual. ¿No crees que deberíamos hablar de esto antes de que pueda ocurrirnos algo malo? Para mí lo peor sería la separación definitiva. Perdona que hable de estas cosas cuando hay tantas otras que nos tienen preocupados: los hijos, la crisis económica, la inseguridad, la incertidumbre.

“El panorama es tan aterrador como el final de aquella película que vimos la noche en que de casualidad nos encontramos en el cine. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste? “Todos estamos locos: compramos boletos para sufrir.” Las cosas han cambiado tanto que hoy hacemos cualquier cosa para escaparnos de la realidad. Estamos equivocados y lo peor de todo es que tal vez nos demos cuenta de eso en el último instante de nuestra vida, cuando ya no haya posibilidad de nada.

“Mientras te escribo pienso que este mensaje es muy largo para enviártelo por correo electrónico. Tendría que decírtelo palabra por palabra, pero sé que no voy a atreverme. Siempre tengo la sensación de que lo que yo digo no tiene ningún valor frente a lo que otros dicen y por eso prefiero callarme. Lo he hecho desde hace bastante tiempo y el silencio me dañó, tanto que empecé a considerar la posibilidad de decírselo a alguien.

“Decidí buscar a esa persona a través de ‘Vértice: el punto de encuentro’. Ahora se me ocurre que tal vez guardes entre tus cosas secretas la dirección electrónica de esa agencia y hayas solicitado el servicio. Si te lo preguntara en persona me dirías que te agobio, te persigo, soy indiscreta. Terminaríamos peleando y no quiero.

“Hace tiempo que no hablamos de lo que ambos queremos. Siento que hay poco espacio para hacerlo y demasiados obstáculos para escucharnos. ¿Por qué las cosas no pueden ser como antes? Te lo pregunto a sabiendas de lo que podrías contestarme. ‘Porque no’”. Fin del mensaje. Delete.

 
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