Usted está aquí: jueves 12 de febrero de 2009 Opinión Dos obras de jóvenes dramaturgos

Olga Harmony

Dos obras de jóvenes dramaturgos

El Museo del Chopo y el Foro Shakespeare nos dan a conocer al joven dramaturgo y director Ghalib Elhateb con su obra Humo, que intenta mostrar la insania disfrazada de cordura, la soledad e incomunicación de tres seres, aunque uno de ellos no tiene mayor contacto con los otros dos. En entrevistas, el joven dramaturgo ha explicado que la idea de este texto le surgió durante su estancia en Hungría en donde le fue dado conocer un hospital siquiátrico y preguntarse cuál es la diferencia entre los que están dentro y los que quedan fuera. Desde luego que no es una idea existencial tan novedosa y algunas declaraciones de Elhateb son algo arrogantes y temerarias, como las vertidas en el programa de mano acerca del personaje puro sin impedimentos formales. Ésta es la base de su texto y su montaje que no deja de ser muy interesante por la contraposición entre los parlamentos y las condiciones de la escenificación, aunque a mi modo de ver la idea del personaje puro no llega a constatarse en escena.

El director diseña al personaje sin impedimentos formales mediante máscaras en dos de los casos, los de Octavio (Hugo Corripio) y Muñeca (Fernando Zamora) y del desnudo completo en el de TR (Fernando Huerta). En un diseño escenográfico de Édgar Laurrabaquio que consta de dos áreas, una con un sillón en donde sufre Octavio y otra con un baño en donde estarán TR y Muñeca. En ambos casos la idea de encierro y aislamiento es total, sólo interrumpido por los teléfonos de los personajes. La historia de Octavio, que se dirige a una mujer que se supone se arrinconó en la recámara, es la más clara y en la que la cotidianidad del lenguaje hablado contrasta en mayor medida con el lenguaje corporal y la vestimenta del personaje. Octavio tiene una conflictiva adicción hacia una mujer pederasta que abusó de él cuando niño y un verdadero temor a que la llegada de sus padres descubra su relación y eso marca su acción postrera. Por su parte la relación entre TR y Muñeca es más oscura aunque se desprende que TR se atormenta por no llegar a sentir ni deseo ni satisfacción sexual y sus recurrentes masturbaciones rompen con la propuesta, me imagino que expresionista, de ir de adentro hacia afuera. Apesar de todos los reparos, hay que seguir la trayectoria de este novel autor y director.

Con Polvo de hadas de Luis Santillán la directora Susana Quintero Nájera –de quien no tengo mayor noticia– propone una subversión semejante entre texto y escenificación, pero esta vez con mucha menor fortuna. El texto de Santillán, ya conocido por su publicación en Teatro de la Gruta III, parte de una anécdota minúscula, como su premiada Autopsia de un copo de nieve aunque con un desarrollo menos bien estructurado, que se alarga mediante el recurso más bien sobado de hacer que las tres hermanas que velan a una abuela moribunda jueguen e interpreten varios papeles, como es ese juicio de serie de TV estadunidense, con un juez al que llaman Señoría y un supuesto jurado.

La directora y el escenógrafo Jorge Kur Neumnn, así como el vestuarista Lenin Fernando Mejía se tomaron en serio eso de las hadas e impostaron el montaje como un sombrío cuento de hadas, con esas ramas de árbol que ocupan lo que debería ser un depauperado antecomedor sólo reconocible por las tres sillas floreadas que son acomodadas con tesón maniaco por Amatista. La ropa de las hermanas es poco convencional y sigue la idea de que corresponden a un mundo mágico, lo mismo que la utilería de Mariela Carrillo hecha con papel maché que no trata de ocultar su falsedad. A juzgar por la acotación de Alfonso Cárcamo en el programa de mano, Susana Quintero Nájera y su equipo proponen con esta escenificación que no hay final feliz, que todo lo que soñamos alguna vez se vuelve nada. No entiendo que se tome un texto más bien realista, que se integre un buen reparto con Mahalat Sánchez como Amatista, Mónica Torres como Ámbar y Marcela Ayala/ Georgina Ságar como Azul, con apoyos que incluyen la composición sonora original de Arthur Henry Forck, para intentar decirnos a estas alturas que Santa Claus no existe.

 
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