Usted está aquí: domingo 1 de febrero de 2009 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Vías alternas

“Hoy será un viernes de manifestaciones. Los contingentes empezaron a reunirse en el Monumento a la Revolución desde las nueve de la mañana y marcharán rumbo al Zócalo a las cuatro de la tarde. Si no tiene necesidad de transitar por las zonas afectadas se le recomienda que no lo haga o en todo caso le sugerimos que circule por vías alternas”.

A la advertencia del locutor siguen un intermedio musical, el mensaje de un partido político y la participación de un radioescucha que cuenta con 20 segundos para transmitir su comentario en el programa Cosas de nosotros: “Los obstáculos infranqueables son los que construimos con la materia de nuestros temores”.

Porfirio suelta una carcajada y se acerca a la ventana. Lo único que alcanza a ver es la barrera que forman las grúas, plumas, trascabos, herramientas, tubos, costales de cemento y grava. Desde hace ocho semanas todo ese amasijo impide el paso y aun la visión de la Avenida Uno. Porfirio duda de si aún está allí, si volverá a verla tal como la ha visto siempre o si la fragmentarán para convertirla en otra cosa.

Lamenta no haberle tomado una foto a la avenida. Así podría mostrársela a sus hijos, si es que llega a tenerlos, cuando estaba bordeada por fresnos y más que una vía de comunicación era un paseo. Ahora que ni siquiera puede verla, Porfirio se da cuenta de que esa calle ancha y recta es la columna vertebral de su vida.

II

“¿Cómo la está pasando este viernes en nuestra congestionada megalópolis? Esperamos su respuesta a través de nuestras líneas telefónicas. Le repito los números…” Porfirio no logra escucharlos. Se lo impide una catarata de claxones. Le sube el volumen a su radio. Entre música de cuerdas una voz femenina alaba las cualidades de un papel higiénico que la lleva a sentirse “limpia como un angelito, ¡y por menos dinero!”

Porfirio imagina que esa mujer posiblemente haya tenido aspiraciones de actriz, y ante la falta de oportunidades en los escenarios buscó una vía alterna en el mundo de la publicidad. Quizá sea su primer trabajo. En ese caso un asesor le habrá ensayado el breve monólogo hasta lograr que ella le imprimiera al mensaje un tono de credibilidad.

Nada lo autoriza a minimizar el talento de la supuesta actriz frustrada. Tal vez repitió el texto decenas de veces frente al espejo como si se tratara de un parlamento teatral o un guión cinematográfico. Sea como fuere, Porfirio siente admiración por la dueña de la hermosa voz: se necesita mucho valor o mucha necesidad para poner todo el corazón en un anuncio de papel higiénico.

III

En la radio se escucha ahora la rúbrica del programa. Porfirio espera que el locutor repita los números de la estación y busca algo con qué apuntarlos, pero sigue pensando en su “actriz frustrada”. La imagina a esas horas dentro de su automóvil, que aún no acaba de pagar, sometida a las incomodidades de algún congestionamiento y encendiendo la radio para oír la participación de 20 segundos en el que ya considera su programa.

Porfirio se la representa mordiéndose los labios y sonrojándose cuando se oye decir: “Limpia como un angelito, ¡y por menos dinero!”

A lo mejor no es así y la muchacha –tiene que ser una muchacha– derrama lágrimas al escucharse y pensar que por necesidad, por hambre, renunció a William Shakespeare y a Bernard Shaw. Porfirio siente que, sin derecho alguno, la está juzgando y se solidariza con ella: “En su situación, yo habría elegido esa vía alterna.”

En la realidad fue lo que él hizo: después de terminar su carrera en relaciones internacionales, sin oportunidad alguna de ejercerla, terminó dando clases de inglés en una academia privada a cambio de un sueldo de hambre. Antes se lamentaba por haber tenido que aceptar ese empleo y ahora daría cualquier cosa porque la directora lo llamara para decirle que la academia reabre sus puertas y él está contratado otra vez.

Lleva semanas esperando esa noticia. Cuando sale a la calle deja la contestadora puesta, pero al volver y consultarla siempre escucha lo mismo: “Ningún mensaje nuevo.” Nadie lo llama. Ha pensado en bajar al teléfono de la esquina, marcar su número y dejarse recados fingiendo voces de personas que lo citan con urgencia, locos que lo insultan o voluntarios que le envían sus pensamientos positivos: “Los obstáculos infranqueables son los que construimos con la materia de nuestros temores.”

A su pesar, Porfirio le da la razón al desconocido. Nadie lo obliga quedarse encerrado y sin embargo él no se atreve a salir en busca de otro trabajo por temor a padecer nuevos rechazos y a gastar inútilmente en transportes. Entre una cosa y otra vive paralizado, excepto cuando sale a comprar algo de comida: sopas instantáneas y platillos precocinados. Sólo para eso le alcanzan sus últimos ahorros.

Las paredes de su departamento lo asfixian. Más aún desde que le robaron la visión de la avenida. Recorrió la Uno, como él la llama, desde que aprendió a caminar. Piensa en sus abuelos y en sus padres. Siguió transitando por allí para ir a la escuela. Piensa en la mochila sobre su espalda y el suéter guinda del uniforme. Adolescente, la paseó con Aída. Piensa en las manos húmedas enlazadas y en los quicios que protegieron sus primeros besos.

IV

El recuerdo de Aída se desmorona ante el ímpetu del locutor: “Con mucho gusto le repetimos nuestros números telefónicos…” Porfirio se dispone a anotarlos con un bolígrafo. “¡Puta madre!”, grita al ver que ya no tiene tinta. Confía en su memoria, repite los números telefónicos mientras encuentra un plumín, escribe las cifras y en seguida marca.

Nadie contesta. Cuelga y vuelve a marcar con el frenesí de un jugador que arroja los dados al tapete. “Número ocupado. Si quiere que remarquemos por usted, marque uno…” Enfurecido, como si alguien se estuviera burlando de él, deja caer la bocina.

Trata de calmarse diciéndose que no tiene importancia su llamada a la estación y si al fin logra respuesta quizá no acepten transmitir su mensaje: “Díganle al señor optimista que no todos los obstáculos están hechos de temores. Hace cuatro semanas tengo frente a mis narices una barrera inmensa, formada por toda clase de maquinaria, que me impide hacer lo que más me gusta: caminar por mi Avenida Uno.”

El tono grave del locutor lo saca de sus imaginaciones y lo sobresalta: “Varias personas del auditorio están llamando para decir que en sus colonias no tienen agua y preguntan a qué se debe. Muy sencillo: se aplicó el programa de restricción del fluido. Recuerde que, como se lo informamos, durará hasta el lunes o martes.”

Porfirio no recuerda haber escuchado esa noticia. Maldice su falta de atención y corre al baño con la esperanza de que su calle no esté dentro del área castigada. Abre la llave del lavabo, pero es inútil. Repite la operación y sucede lo mismo. Piensa en los desiertos, en el oasis que ilustraba uno de sus libros escolares y en la gotita que por las noches tamborileaba en el lavabo contribuyendo a sus desvelos. Ahora esa gota es tan lejana como la Avenida Uno.

Desde el baño escucha de nuevo la voz femenina alabando el papel sanitario que la deja limpia como un angelito ¡y por menos dinero! Porfirio ríe al pensar que, por lo menos mientras dure el desabasto de agua, aunque compre cientos de rollos blancos y perfumados, la actriz fracasada ya no estará tan limpia. Se la figura acarreando cubetas y repitiendo otro eslogan que significa una segunda oportunidad de ganarse unos pesos a cambio de sustituir una vez más los textos de Shakespeare o de Shaw por alabanzas a los poderes mágicos de un detergente, la megacapacidad de absorción de una toalla sanitaria o la superpotencia de un jarabe contra el reflujo. No la critica ni la juzga, si es que ella está actuando como él imagina. Reconoce otra vez que de encontrase en su situación él optaría también por esa ruta alterna.

Como en sueños escucha al locutor machacando los números telefónicos de la estación. Porfirio saca el plumín y los escribe en el dorso de su mano. Suena un corte musical mientras él se dirige a la sala. Con energía arranca el cordón de la persiana y va hacia el teléfono. Marca, pero no obtiene respuesta. Distraído, sin prisa, enreda el cordón en su cuello. Coloca la bocina en el respaldo del sillón y aprieta. Su último gemido se confunde con la voz del locutor: “Amable radioescucha, hable por favor: estamos al aire.”

 
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