Usted está aquí: domingo 25 de enero de 2009 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Cangrejos

El ropero ciega parte de la única ventana que hay en el cuarto. Contra la pared, el lecho conyugal se encuentra rodeado por cajas y muebles. Encima de la máquina de coser está el televisor. Bajo las sillas hay cubetas y zapatos. Sobre la puerta cuelgan prendas de vestir. Por un ángulo sube la instalación eléctrica. Ernesto la revisa en el momento en que Ofelia, su mujer, llega cargada con la bolsa del mandado.

Ofelia: ¿Qué haces?

Ernesto (palpando el cable): Sentí olor a quemado. Como están las cosas, lo único que nos falta para acabarla de fregar es un cortocircuito.

Ofelia (descarga la bolsa): No digas eso: te van a oír.

Ernesto: ¿No te sabes otra? (mira a su mujer por encima del hombro). Hasta en la noche me lo dices: te van a oír, te van a oír. ¡Ya chole!

Ofelia: No hay necesidad de que mi yerno y tu hija se enteren de nuestras cosas. Además, tus nietos duermen al lado.

Ernesto: Esos muchachitos saben de sexo más que tú y yo juntos (toma una camisa y se la pone con movimientos bruscos). ¿Inocentes? Sí, ¡cómo no!

Ofelia: ¿Vas a salir?

Ernesto: Sí, al depósito de cartón.

Ofelia (mete verduras en una tina de agua): ¿A poco lo abrieron hoy?

Ernesto: También hoy.

Ofelia: El patrón ya te bajó el sueldo. ¿Y ahora quiere que le trabajes en domingo?

Ernesto: La cosa fue pareja para todos y al que no le guste, ¡cuerda! Como está la situación, no puedo arriesgarme a que me despida; aunque si quiere hacerlo, no le faltarán pretextos. Es bien transa.

Ofelia: Pero regresas a comer, ¿verdad? (descuelga un mandil y se lo pone). Si no, tu hija y tu yerno van a pensar que estás molesto porque se vinieron a vivir con nosotros.

Ernesto (en voz baja): ¿Quieres que te diga la verdad? ¡Pues fíjate que sí!

Ofelia: No me gusta que hables de ese modo.

Ernesto: Ahora resulta que ya tampoco puedo hablar (con una sonrisa amarga). Estamos peor que cuando nos casamos y te llevé a vivir con mi padre.

Ofelia: ¿Te parece?

Ernesto: Allá éramos arrimados y teníamos que apechugar; aquí somos los dueños de la casa y sin embargo no disfrutamos de ninguna libertad.

Ofelia: Comprende: si se vinieron para acá no fue por su gusto. Pedro no encuentra chamba y Luisa, embarazada, menos.

Ernesto: De veras que no sé en dónde tiene la cabeza tu yerno: ve que está sin trabajo, no puede mantener a sus dos hijos y se pone a cargar a Luisa. Pudo haberse cuidado, pero no, ¿para qué? Al fin que allí están los suegros, ¡que apechuguen!

Ofelia: Menos mal que podemos ayudarlos.

Ernesto: Y a mí, ¿quién me ayuda? ¡Nadie! Al contrario, todos recalan conmigo. Voy como los cangrejos, para atrás: tengo más responsabilidades, más trabajo, más gastos, menos sueldo y para colmo estoy viejo.

Ofelia: Hablas como si tuvieras mil años.

Ernesto: 49, ¿te parecen pocos?

Ofelia: Tu papá murió de 78 (saca una tabla de picar). Y ya viste: trabajó hasta su último día.

Ernesto: Sí, qué a todo dar: ¡de barrendero!

Ofelia: De lo que quieras, pero trabajó.

Ernesto: Eran otros tiempos. Ahora, a los 35, ni de barrendero te aceptan. Además, a mi jefe no le tocó esta pinche crisis que nos está matando. Y eso que apenas comienza.

Ofelia (pica las verduras): La sufre todo el mundo, no nada más nosotros (mira a Ernesto). ¿Te acuerdas de Queta, la señora que tiene a su hijo Sammy en el reclusorio? Me la encontré en la tienda del Jarocho llorando, porque el jueves el Sammy se enfureció con ella y le dijo que ya no volviera a visitarlo.

Ernesto: ¿Y eso?

Ofelia: No le perdona a su madre que haya echado a la calle los perros que él tanto quería. Imagínate, eran ocho: con lo que la pobre Queta gana en la fonda no le alcanzaba para cubrir los gastos de él en el reclusorio y alimentar a tanto perro (se enjuga una lágrima). Se quedó nada más con uno para que le sirva de compañía mientras el Sammy vuelve.

Ernesto: Pero no te vas a poner triste por eso.

Ofelia: Es que siento mucha lástima por Queta. Nosotros tenemos familia y no estamos solos. Deberías valorarlo en vez de quejarte.

Ernesto: Ahora resulta que soy un egoísta y un jijo de siete suelas, sólo porque digo la verdad: me jode, a estas alturas de mi vida, no poder sentirme dueño de mi casa, ni explayarme en la cama, ni hablar en el tono en que se me antoje.

Ofelia: No creas: a Pedro y a Luisa también les pesa estar aquí.

Ernesto: Muy fácil, ¡qué se vayan!

Ofelia: ¿No te importa lo que les suceda a tus nietos? (lo mira) Mejor ni me contestes y déjame seguir picando mi verdura.

Ernesto: ¿Por qué otra vez aquí? ¿Por qué no la haces en la cocina?

Ofelia: Porque a Luisa le provoca náuseas el olor a recaudo frito.

Ernesto: Tu hija salió muy delicadita.

Ofelia: ¡Por favor, ya deja de molestarme!

Ernesto: Pero si te estoy defendiendo (mira a su alrededor). A mí tampoco me gusta que el cuarto huela a comida, y ¡te vale!

Ofelia (azota el cuchillo sobre la mesa): ¿Qué hago? ¿A quién le doy gusto?

Ernesto (triunfal): ¿Ves cómo también te sientes mal con la situación? (intenta abrazarla).

Ofelia: No es eso.

Ernesto: Entonces, ¿qué? ¡Dímelo!

Ofelia (se sienta en una silla): Es que me da miedo no saber para cuándo vayan a componerse las cosas.

Ernesto: Te advierto que todavía le cuelga un cacho y a lo mejor ni alcanzamos a verlo, así que mejor hazte el ánimo.

Ofelia: No vayas a pensar que no quiero a mi familia. Bueno, mejor ya ni digo nada.

Ernesto: No te calles. ¡Habla! Si ya empezaste...

Ofelia: Soñé con tantas cosas.

Ernesto (se sienta junto a su mujer): ¡Te fallé! No pude lograr que las realizaras.

Ofelia: ¿Por qué siempre te echas la culpa de todo?

Ernesto: Soy tu marido. Lo que te suceda es en parte mi responsabilidad.

Ofelia (acaricia la mano de su esposo): Me has dado todo lo que has podido.

Ernesto: Y fue poco.

Ofelia: ¿Te parece poco esta casa? Después de tantos años viviendo con mi suegro, cuando llegamos aquí, con Luisa chica, me sentí feliz. ¿Te acuerdas?

Ernesto: Esto apenas era un cuarto de tabicón.

Ofelia: Para mí significaba la gloria y puede que hasta más: ya no tenía que darle cuentas a nadie ni pelearme quedito contigo, ni acostarme a tu lado como muerta fresca.

Ernesto: Pues te diré, ¡ni tan fresca!

Ofelia (le golpea con suavidad del hombro): Si todo el tiempo me provocabas cómo querías que no... (Ahora la risa): y cállate porque nos van a oír.

Ernesto: No estoy diciendo nada feo ni malo. Al contrario.

Ofelia (ocultándose en el pecho de su esposo): De veras, ¿no crees que un día las cosas mejoren? No lo digo sólo por nosotros, que como quiera que sea ya vivimos, sino por Luisa, Pedro, mis nietos. Esos muchachitos me preocupan, pero más el que está por nacer.

Ernesto: ¿Y para cuándo es la cosa?

Ofelia: Que más o menos para junio.

Ernesto: ¿Más o menos? No me digas que este par de pendejos ni eso saben.

Ofelia: Pregúntaselo tú, a mí ya ni me digas (ve a Ernesto encaminarse a la puerta). Chambeas un rato y te vienes.

Ernesto: A ver si puedo. El patrón dijo que íbamos a trabajar hasta las tres, pero ¡quién sabe!

Ofelia: Antes paseábamos los domingos, aunque fuera por aquí cerquita. Ahora ni eso.

Ernesto: Me estás dando la razón: vamos de mal en peor.

Ofelia: No en todo. La casa era nada más un cuarto y ni ropero teníamos. Lo compramos en abonos.

Ernesto: Y ya sólo sirve para taparnos la ventana.

Ofelia: Me deja un cachito libre. Por ahí me asomo y cuando te veo venir, ¡me alegro de que llegues con vida! El día en que no tenga ni eso voy a sentir que de veras estamos como los cangrejos. Antes ¡no!

 
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