Usted está aquí: domingo 25 de enero de 2009 Cultura Incursión a lo privado

Bárbara Jacobs

Incursión a lo privado

El final de la protagonista de una novela que escribí hace meses en Barcelona tiene lugar en el teatro The Isadora Duncan Dance Company, en Chelsea, a pie del hotel en el que por estos días me hospedaba en la Ciudad de Nueva York, de manera que, despacio, por el frío, por dificultades temporales para caminar y, sobre todo, para convertir la aventura en un paseo lo más agradable y memorable posible, me desplacé hasta ahí con el fin de cerciorarme de que existía fuera de mi imaginación y, además, de que funcionaba en las fechas en las que lo sitúo en mi libro. Se encuentra en un tercer piso y hace las veces de fundación, oficina y, cuando la directora Lori Belilove o alguna bailarina invitada arman un espectáculo, de teatro. Me recibieron dos jóvenes estudiantes de danza, una irlandesa y la otra italiana. La irlandesa, Donna Noble, también se identificó como escritora de ficción, pues así me presenté yo para justificar mi inesperada aparición en semejante santuario. Santuario, por cierto, caótico. Las chicas no encontraban ejemplares de My Life, la autobiografía de Isadora Duncan, que, aunque poseo en diferentes ediciones, quería adquirir precisamente en ese lugar. Para mi decepción de viajera sentimental, sin embargo, ni siquiera un sello le estamparon que lo identificara salido del teatro The Isadora Duncan Dance Company, y ni una nota de compra me dieron en la que constara el nombre del lugar, la dirección, 141 West 26th Street, la fecha, mementos que yo suelo pegar en los libros o en mi diario y que en mi mundo interior enriquecen los objetos que señalan. Al día siguiente de mi visita bailaría in situ Lori Belilove, y sorprendí a las asistentes en el acto de meter cuanto pudieran en cajas y de despejar el salón que haría de foro y en el que colocarían 150 sillas para el público esperado. Caí en la tentación de adquirir también una recopilación de escritos y discursos de Isadora aparecido por primera vez en City Lights Books en 1981. Y, con dimisión cumplida, estaba por tomar el ascensor para irme cuando se abrieron las puertas y se presentó la directora de la Compañía, con tal aspecto de bailarina que me conmovió, delicada, de expresión clarísima, de movimientos impulsados por la gracia.

Otra de las mañanas de mi viaje demasiado breve, pedí a un taxista que me llevara a la intersección de las calles Rector y Washington, en Greenwich Village, en uno de cuyos cuatro puntos nació mi padre en 1909. Sólo uno de los edificios a la vista me pareció de la época, y sin tener más datos no pude apersonarme para averiguar nada más sin levantar sospechas. Quise pasearme por ahí, imaginando el entorno en el que mi padre vivió sus primeros años. Sola, y excesivamente emocionada, tampoco logré mucho más. Paseaba y los nombres de las calles alrededor me sonaban como si quien hubiera crecido recorriéndolas hubiera sido yo. Me detuve en un café cualquiera y arrinconada me pregunté por qué, de todas las ocasiones en que he estado en la Ciudad de Nueva York, de todo lo que he visitado y conocido y hecho en ese puerto mítico, tuvieron que pasar 60 años antes de que me animara a buscar la esquina en la que nació mi padre. No me arrodillé para reverenciar su memoria y homenajearlo a él porque me temo que de la emoción habría padecido algún tipo de infarto fatal. Por el mismo temor tampoco subí al restaurante del Empire State Building, en donde mi padre le propuso matrimonio a mi madre. Y si una vez más no entré a la St. Patrick’s Catedral fue porque conscientemente quiero que permanezca inalcanzable, impenetrada por mí, como lo ha sido y lo ha estado toda mi vida y porque quiero que su misterio siga constituyendo uno de mis sueños más recurrentes.

Así que dejé para la última mañana de mi estancia neoyorquina la visita a la Frick Collection y especialmente sus tres Vermeer en exhibición. Tuve fuerza para de ahí trasladarme al Modern Museum of Art, pero no para pasar de su tienda de diseño.

 
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