Usted está aquí: domingo 18 de enero de 2009 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Tiempo aire

Sus esfuerzos por olvidar a la secretaria desdeñosa le resultan inútiles: Mara sigue escuchando su voz lánguida, distante, con un dejo de extranjerismo. ¿Pensará la secretaria que es elegante alargar las vocales y quitarles a las erres su sonoridad natural?

Alguien tendría que decirle a esa muchacha que su forma de hablar dificulta la comunicación. Cuantas veces la ha llamado, Mara ha tenido que pedirle que repita lo que le dijo. Al final siempre fue lo mismo, aunque con modificaciones que imposibilitaban cada vez más su entrevista con Jaime Reza: “el licenciado está en junta”. “El licenciado está en junta con el supervisor general.” “El licenciado está en junta con los agentes. Es muy probable que la reunión se prolongue hasta las seis. Lo siento: no puedo darle a usted una cita para esa hora porque el licenciado tiene que salir al aeropuerto.”

Son las 11 de la mañana. A las nueve Mara hizo su primera llamada. Acaba de hacer la quinta sin éxito. Podría intentarlo de nuevo y sincerarse con la secretaria desdeñosa: “comprenda por qué insisto: llevo meses buscando empleo y no encuentro. Necesito que me den otra oportunidad en la fábrica. Trabajé allí cuando el señor Reza grande, que en paz descanse, estaba al frente del negocio. Su hijo tal vez me recuerde. Era muy jovencito, pero siempre me saludaba cuando iba a ver a su papá”.

Mara supone que esa referencia la acreditará como miembro de esa gran familia de obreros que se han esforzado por mantener el prestigio de los Productos Reza –“Todo para la higiene en el hogar”– y tal vez la secretaria desdeñosa acabe por considerarla como hija pródiga que merece asilo.

II

Su instinto le aconseja esperar un poco antes de hacer otra llamada. Quizá para entonces haya cambio de personal y la atienda una secretaria menos adusta. Mara se fija un plazo de dos horas. En ese tiempo podría volver a su casa y comunicarse desde allí. Enseguida desiste: será mejor quedarse en los alrededores de la fábrica. Si el licenciado Reza le concede una entrevista ella estará en condiciones de acudir en unos cuantos minutos.

Al pasar frente a una pequeña plaza comercial mira un anuncio luminoso: “Comida rápida”. Allí podrá tomar un café mientras espera. Asocia esta palabra, espera, con la idea de perder el tiempo. “Hasta los santos lo lloran”, decía su madre, quien le inculcó un fervor religioso por el trabajo. Vence sus prejuicios y sube la escalera hacia la zona de comida rápida.

Las mesas están ocupadas. Mara ve en eso una señal de que no debe permanecer allí, de que algo maravilloso está esperándola en la calle, tras una puerta, en la esquina. En una ciudad tan grande tiene que haber algo para ella. No pide mucho: sólo un trabajo de lo que sea. Es lo mismo que buscaba Julián, su esposo, antes de perder las esperanzas y abandonar la lucha. Al principio huía de su derrota bebiendo con los amigos que lo invitaban. Desde que la situación empeoró ellos se alejaron y Julián no tuvo más refugio que la casa.

Cuando está de buenas, lee el periódico que regalan en la esquina; cuando no, se tiende en el sillón ante el televisor y pasa las horas manejando el controlador sin ver nunca un programa completo. Mara se esfuerza por aceptar el comportamiento de Julián y resignarse a su desánimo. Si ella se permitiera ese lujo duplicaría el mal ejemplo que su marido le da a Ernesto y Armando.

Al pensar en sus hijos Mara siente angustia, pero sobre todo culpa: por conservar sus trabajos y darles todo lo necesario no los vio crecer y en ocasiones no pudo asistirlos de tiempo completo en sus enfermedades infantiles. Ernesto y Armando ¿entenderán cuánto le duele a ella que las cosas hayan tenido que ser así? Cuando les pregunta, los muchachos guardan silencio o levantan los hombros. Mara piensa que tal vez la comprendan el día en que lleguen a ser padres, pero entonces quizá sea demasiado tarde para ella.

III

“Ya me voy. Si quiere ocupar mi mesa”, le dice un hombre que se aleja. Mara sonríe y al sentarse ve que el desconocido abandonó el periódico abierto en la sección de “Nenas cariñosas”. La ilustran pésimas fotografías en donde las muchachas exhiben los atributos que las hacen codiciables y dignas de buena paga. En el ángulo inferior derecho encuentra un aviso subrayado: “Oferta por crisis: mucho cariño y una bebida gratis: 200 pesos. Discreción. Sólo en casa. Llamar al 044-55…”

Mara intenta imaginarse a la autora del anuncio y las terribles dificultades que habrá padecido antes de optar por esa tablita de salvación que la cosifica. Quizá la mujer tenga hijos. Si están en la escuela a la hora en que le llega un cliente no habrá problema; si no, los mandará a jugar sin necesidad de explicaciones. Si es de noche, les ordenará que vayan a sentarse a la puerta un ratito, pero que no se alejen. ¿Qué pensarán esos niños cuando se ven desplazados por algún extraño? ¿Juzgarán a su madre? No, si crecieron en esa dinámica y la aceptan como algo natural.

Una mesera se aproxima y Mara dobla rápido el periódico. Pide un café. “¿Algo más?”, le pregunta la empleada sin mirarla y en un tono idéntico al de la secretaria desdeñosa. La coincidencia desencadena en Mara la irritación acumulada: “Señorita, ¿podría ser más amable?” La muchacha se sorprende: “¿Perdón?” “Que si podría ser más amable. El hecho de que sólo haya pedido un café no la autoriza a tratarme así.” “¿Cómo?” “Pues no sé. Como si no le importara.” La empleada sonríe aun sin comprender: “¿Qué cosa?”

Mara sabe que las explicaciones salen sobrando, pero ya está fuera de control: “Hay muchas personas desempleadas. Usted tiene trabajo. Debería sentirse feliz y hacerlo con gusto.” Por toda respuesta la joven coloca la nota sobre la mesa y se aleja deslizándose sobre sus zapatos blancos. Mara la ve cuchichear con el pizzero y los oye reír.

Hoy puede tolerarlo todo, menos la burla. Se levanta y se dirige a la cajera: “¿Podría hablar con el gerente?” La empleada la mira desde la espesura de sus pestañas falsas: “Él no viene por las mañanas. ¿Puedo servirle en algo?” Mara se siente reconfortada: “Quiero poner una queja: el servicio es pésimo.”

El tono alto de Mara atrae la atención de los parroquianos. Sentirse observada la cohíbe, pero sigue adelante: “La señorita que está allá me tomó la orden en una forma muy desagradable.” La cajera se endereza: “Giselle, ven.” La mesera se acerca contoneándose: “¿Para qué soy buena?” “Giselle, la señora dice que la atendiste de mal modo. ¿Es cierto?” “Ordenó un café, le pregunté si deseaba algo más y sólo por eso me salió con que debería sentirme feliz porque tengo trabajo. A ella, ¿qué le importa?” La cajera levanta las cejas: “Quiere reportarte con el gerente.” Giselle se acomoda la cofia sobre la cabellera lacia y multicolor: “Pues que lo haga. Ni crea que me asusta. ¡Pinche vieja amargada!”

Mara siente que están a punto de brotarle las lágrimas. Vuelve a la mesa, toma su bolsa y el periódico y se encamina a la puerta. La cajera agita los brazos: “Oiga: ¡no me ha pagado!” Mara estampa una moneda sobre el mostrador y sale a toda prisa. Mientras baja la escalera escucha rumores y carcajadas.

IV

Mara camina con vigor, como si deseara triturar con sus pasos la humillación que la agobia. Necesita desahogarse con alguien capaz de comprenderla. Le quedan apenas unos minutos de tiempo-aire en el celular. En vez de gastarlos procurándose un confidente debería invertirlos en comunicarse a la fábrica, pero en sus condiciones se sabe demasiado vulnerable ante la secretaria desdeñosa.

Piensa en Julián. Va a marcar el número de su casa cuando recuerda que tienen el servicio suspendido por falta de pago. Queda otra posibilidad: llamar a la mujer que, con un sentido muy lúcido del momento, ofrece sus servicios sexuales y una copa de cortesía a cambio de 200 pesos. Por la vida que habrá llevado, seguro la comprenderá.

Mara se oculta en un quicio, desdobla el periódico y marca en su celular el número señalado. Le responde una voz masculina: “Diga.” “Podría hablar con la señora…” El hombre no espera y grita: “Priscila: te hablan.” El sujeto cubre la bocina y murmura: “Es una señora, pero no me dijo…”

Mara reconoce que es una locura lo que está haciendo. Por más dificultades que haya enfrentado, Priscila no tiene por qué enterarse de sus angustias. Va a interrumpir la comunicación cuando escucha una voz muy grata: “¿Quién habla?” Mara quiere contestarle, pero sólo jadea sofocada por el llanto y vuelve a oír la pregunta: “¿Quién habla?” Mara se esfuerza y logra responderle con voz entrecortada: “Usted no me conoce. Yo la necesito. Vi su teléfono en el periódico y pensé que tal vez podríamos…” Con dulzura, pero con firmeza, Priscila la interrumpe: “Lo siento. No hago ese tipo de servicios.”

 
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