Usted está aquí: viernes 16 de enero de 2009 Política La masacre de henriquistas

Carlos Montemayor

La masacre de henriquistas

Un ejemplo paradigmático de la violencia de Estado en procesos electorales, decía en la entrega anterior, fue la represión a los partidarios del general Manuel Henríquez Guzmán en el año 1952, en el proceso que debía renovar la administración presidencial del periodo 1952-1958. Repito que la información sobre la masacre del 7 de julio de 1952 (a escasos dos meses de la masacre del 1º de mayo de ese año) proviene de las conversaciones que grabé en 1997 y 1998 con la señora Alicia Pérez Salazar, viuda del político y escritor José Muñoz Cota, secretario particular durante muchos años del general Lázaro Cárdenas y secretario del general Henríquez Guzmán durante ese proceso electoral de 1952.

Esta es una parte del relato de la señora Alicia Pérez Salazar, que he presentado con amplitud en mi novela Los informes secretos:

…toda nuestra campaña electoral fue muy accidentada. Aparecía muerto cada día en la carretera de Cuautla un miembro del Grupo de los cuatrocientos; la represión fue bestial… nuestro partido se llamó Federación de Partidos del Pueblo Mexicano. A él se afiliaron varios grupos políticos… también el Partido Constitucionalista, de viejos constituyentes de 1917… Al día siguiente de las elecciones nos convocaron. Teníamos desde 1950 un grupo Guía: si usted era miembro del grupo, tenía que responder por cinco miembros y esos cinco, a su vez, por otros cinco cada uno. Usted debía saber dónde comunicarse con ellos para que en el momento que se diera una orden le avisara a sus cinco y esos cinco a sus veinticinco, y así en adelante. Supo el gobierno que haríamos un mitin en la Alameda, a las seis de la tarde, para celebrar la victoria. Pero desde las 10 de la mañana empezaron las estaciones de radio a transmitir: “No se permitirá ninguna concentración. No hay permiso para que ningún agrupamiento político se manifieste durante el día”. En fin, decidimos pasar antes a las oficinas de Donato Guerra 26, el principal local de nuestra Federación de Partidos. Desde el Monumento a la Revolución atravesamos por la calle Lafragua hacia la de Donato Guerra. Encontramos a todos listos: la banda de guerra, tambores y cornetas, las banderas de nuestra Federación. De pronto llegó un muchacho corriendo, un trabajador de la Cervecería Modelo, que nos dijo: “Están arrojando gases lacrimógenos y ya disparó la policía montada”. Muchos venían asfixiándose. Otro llegó herido. Comenzaron a concentrarse tanques de guerra por el Paseo de la Reforma y uno se detuvo enfrente de nuestro local, a diez pasos. Del otro lado venía la policía montada a todo galope. Formaron los soldados un semicírculo y exigieron hablar con el jefe de la oficina. “Yo soy”, les dijo el maestro Muñoz Cota. “Usted no sale”, amenazó el soldado y cortó cartucho. En ese momento surgió otra voz: “Embajador, ¿qué hace usted aquí?” Era el general Federico Amaya, que había sido agregado militar del maestro Muñoz Cota en el servicio diplomático. “Eso es lo que yo le preguntaría, general Amaya. ¿Qué pasa? Mire cómo viene la policía montada”. En ese momento amagaron a un hombre con un machetazo que pasó entre el señor Muñoz Cota y Amaya. No hirió a ninguno porque Dios fue grande. “Mire, general, esto es lo que usted dice que viene a cuidar”. Entonces el general ordenó: “¡Escuadrón, al primer policía que avance, dispárenle”… En lugar de entrar en la calle Donato Guerra, los de la montada tuvieron que seguirse de largo, pero se daban los frenones los caballos, que patinaban. El general Amaya aconsejó: “Embajador, que esa gente se vaya a su casa. Yo doy garantías en tres o cuatro calles a la redonda para que no avance la policía y que no haya aquí una matanza.” El maestro Muñoz Cota le pidió que entraran juntos al local … y explicó: “El señor general Federico Amaya es una persona en la que yo tengo plena confianza, compañeros. Fue mi attaché militar cuando yo estuve en el Servicio Exterior y él nos brinda su apoyo para que ustedes se vayan a sus casas en forma tranquila. No quiero a nadie aquí. Nos da garantías. Ya recibirán noticias”. Se extendió una fila de soldados hasta la calle de Bucareli, donde pasaban los camiones, y la gente se despidió… El general Amaya dijo: “Me voy a retirar, Muñoz Cota, pero aquí dejo a un oficial para cualquier cosa que se le ofrezca, él me hablará inmediatamente”. “Gracias, general, le agradezco”. “No, Embajador, yo le agradezco a usted”. Y se fue. Pero los tanques del Ejército rodeaban las calles por avenida Reforma, por Morelos, Donato Guerra, Bucareli, Abraham González. El profesor Alberto Miranda Beltrán, que se había quedado con nosotros, sugirió: “¿Qué hacemos? ¿Qué les parece si vamos con el general Henríquez Guzmán?” Pues ahí vamos. Nos abrió el jefe de ayudantes, el capitán Adolfo Guanaco. Saludamos al general. “Señor, pues ya debe tener usted noticias”. “Sé que mataron gente en la Alameda”. “Señor, yo vengo de las oficinas y pasó esto”. “Pepe, ¿crees que debo ir?” “Señor, la gente ya se fue, ya la despaché a su casa”. Pero insistió: “Si están muriendo por mí, lo menos que puedo hacer es ir allá”… Y se subió en la carcachita que traía Alberto Miranda, no quiso venirse en su automóvil lujoso. Tomamos Paseo de la Reforma y nos impidieron el paso; entramos en sentido contrario y al dar vuelta nos detienen y cortan cartucho. “¡Párense ahí!” Entonces se bajó el general Henríquez Guzmán y le dijo al oficial: “¿También a mí me van a disparar, hijos?” “¡Mi general!” Se le cuadraron y entramos en las instalaciones. A los veinte minutos estaba toda nuestra gente. ¿De dónde llegaron? No se habían ido, por ahí anduvieron haciéndose tontos en los cafés de chinos de Bucareli… Se abrieron los balcones de la planta baja. A los treinta minutos dijo el general que les agradecía su lealtad, que esperaran noticias de sus dirigentes, que se fueran con tranquilidad a su casa, que él también se iba a retirar. Todos gritaban: “Viva Henríquez! ¡Viva Henríquez!” “Esperaré a que salgan”, pedía el general. Salieron y el general se fue. Nos quedamos solitos y un capitán, Secundino Rodríguez, nos invitó a su casa a tomar un café, a la Colonia 201. Nos sirvieron una copa y me puse a llorar. “¿Por qué lloras?”, me preguntó mi amor. Y le dije: “Porque ya perdimos”. Al día siguiente todo fue confuso, como ocurre en México: que fueron 300 los muertos; no, que fueron 200. Los amigos que tenía en la milicia le informaron al general Henríquez Guzmán que habían sido poco más de 200 cadáveres los que llevaron al Campo Militar Número 1 a incinerar. La gente corría por la calle, hasta Guerrero, por San Juan de Letrán. Cuando el maestro Muñoz Cota empezó a escribir en Impacto, don Regino le publicó unas fotografías de esa matanza, increíbles. Hay una señora que está con su niño pegada a una cortina de metal, porque los comercios bajaron sus cortinas y el de la montada está así, con el fusil. Fueron publicadas en Impacto. Seis meses después llegaban del interior de la República a preguntar por parientes que vinieron al mitin, pero que no volvieron. Fue bestial, mataron a muchos. Se decía que el avión del presidente estaba listo porque él creyó que ahí se desataba algo más. Siempre tuvieron temor de que el general Henríquez Guzmán se alzara en armas. Pero nunca hubo armas…

 
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