Usted está aquí: martes 16 de diciembre de 2008 Opinión Hacia la tragedia nacional

Marco Rascón
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Hacia la tragedia nacional

El 2 de julio de 2006 por la noche, los candidatos Andrés Manuel López Obrador y Felipe Calderón tenían juntos 70 por ciento de la representación política nacional. El peso de esa fuerza política era la llave para definir las nuevas reglas y formas del Estado mexicano en el futuro en contra del viejo régimen. Ambas fuerzas, contrarias en lo ideológico y lo programático, estaban ante una circunstancia histórica inédita: la voluntad popular en las urnas los había colocado de frente ante el futuro del país.

El viejo régimen, representado por el PRI, yacía en un lejano tercer lugar, arrasado por la determinación de una sociedad que prefería cambiar, salir, enfrentarse a los problemas crónicos, y también a los nuevos, ya sin la presencia autoritaria de quien se consideraba indispensable.

Quién sería el nuevo presidente de la República con la diferencia de votos entre ellos era de cierta manera intrascendente, dado el escenario electoral inmejorable para abrir un caudal de reformas en todos los aspectos. La esencia del resultado electoral era que entre las dos fuerzas políticas, que históricamente representaban, por una parte, el conservadurismo y, por otra, el progresismo –víctimas ambas del absolutismo priísta– tenían en ese momento la representación de la mayoría del país.

Tanto la derecha convencional como la izquierda con raíces marxistas, socialistas, democráticas, insurreccionales, surcaron el camino desde la marginalidad, con sus contradicciones y obvias diferencias; desde la polaridad su tarea era definir las reformas y las reglas para dirimir en un esquema democrático los contornos del México del futuro. Ése era el punto más importante. La oportunidad del momento. La disyuntiva radicaba entre caminar hacia la tragedia de la lucha por el poder o poner en la mesa las diferencias en forma de propuestas y hacerlas valer mediante la razón y la fuerza.

Desde su ortodoxia, Felipe Calderón cargó inmediatamente con los intereses que se alimentan del poder político. La mínima diferencia de votos con López Obrador y el cuestionamiento de que la elección era un fraude, lo ligaba de inmediato al campo del viejo régimen que se sostuvo a lo largo de décadas bajo leyes no escritas, discrecionalidad y marrullerías.

Andrés Manuel López Obrador, víctima de su propio discurso de los 10 puntos arriba que determinaron muchas de sus alianzas, es decir, ofrecer el poder por el poder, lo llevaron a gritar ¡fraude! de manera predecible y reactiva. El resultado, falso o verdadero, era en el fondo un regalo para convertirse en ese momento en el hombre de las transformaciones históricas que lo podrían llevar a la máxima representación política del país; pero no hubo estatura ni inteligencia de estadista, pues eso requería templanza y, aunque podría argumentar fraude, someterse al arbitraje que él y los suyos habían reconocido.

Entre la elección y la resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación hubo un tiempo precioso en el que se pudo haber acabado con el viejo régimen y emplazar a Calderón a seguir un programa de reformas en lo económico, lo político, lo jurídico, lo global, en el campo, la educación, los derechos laborales, las pensiones, la cultura, en todo. Desde esa circunstancia histórica de mayoría en tránsito se pudo convocar para reformar a lo mejor de la intelectualidad y la representación de los sectores a realizar el diagnóstico del país y las propuestas de reformas. La izquierda por vez primera tenía la correlación de fuerzas suficiente para hablar desde el Congreso de una nueva Constitución bajo el compromiso de sepultar los vicios y poner frenos al viejo régimen. Pero no. Desde su entorno, su equipo de intelectuales y políticos se subordinaron y pensaron en función del poder y no de las posibilidades que daba ese resultado electoral, que incluso con esa diferencia, pero a favor, se podría llegar a la presidencia con una gran debilidad y grandes vacíos, expuestos a la inercia del viejo régimen.

La paradoja es que el interlocutor central de las izquierdas debía ser Felipe Calderón y pasar del debate electoral al programático.

La falta de claridad y obnubilado por el inmediatismo hicieron que la fuerza de la izquierda se convirtiera en la representación del resentimiento y la frustración: cerrar Reforma, bloquearse a sí mismo, ponerse la banda presidencial y llevar a su fuerza, como el flautista de Hamelín, fuera de la realidad. Convertir la necesidad de la unidad en la búsqueda de traidores y sacar una guillotina que se ha convertido en utilería para dirimir el conflicto entre rudos y cursis.

Destruir todo para vengarse ha creado la circunstancia favorable para el regreso triunfante del viejo régimen. A ocho años de que dejaron el poder, ya nadie se acuerda de ellos ni de cómo eran. En nombre de la izquierda, por el vacío y el yerro, se han abierto las puertas de par en par para el regreso triunfante del viejo régimen. Eso conduce a la nueva tragedia nacional.

A doña Amalia

 
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