Usted está aquí: domingo 14 de diciembre de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Los peregrinos de siempre

I. La Calzada de los Misterios

Entre el tañido de las campanas y un intenso olor a pólvora, los últimos peregrinos emprenden el regreso a sus comunidades. Saben que, como cada año, el viaje de retorno les resultará más largo y fatigoso. Sin los ramilletes que dejaron a los pies de la Virgen, los contingentes resultan menos coloridos; sin que los iluminen las flamas de las veladoras, los rostros parecen más oscuros; sin las monedas que depositaron en los cepillos, los peregrinos son más pobres pero se sienten menos abandonados.

Las filas avanzan despacio y en desorden por la avenida inundada de ramas secas, envases, bolsas de plástico, envolturas. En medio de los desechos abundan los papeles. Los volantes con las ofertas de los supermercados se confunden con las secciones de sociales en donde la nueva juventud dorada deja constancia de sus fiestas; las secciones de los diarios dedicadas a promover las ventas a plazos y los fabulosos descuentos se mezclan con las páginas en donde aparecen los discursos acerca de un México mejor para mañana.

Los peregrinos que no disponen de una cobija o una manta con qué protegerse del frío se inclinan y al azar eligen un volante o una página de periódico. Con ellos se cubren el pecho o forman una plantilla que les envuelva los pies. Más cómodos y menos ateridos, exorcizan el resfrío con la oferta de alimentos que jamás han probado, caminan a paso firme sobre los descuentos en las prendas de abrigo que jamás comprarán. Un México mejor para mañana.

II. El custodio

Al paso de ese hombre todos los peregrinos se apartan. En silencio le expresan su incredulidad y su admiración. Nadie puede explicarse que alguien tan frágil, pequeño y envejecido como él pueda llevar a cuestas tantas estampitas, relicarios, figuras de bulto y lienzos con la Virgen de Guadalupe.

En cada visita a la Basílica el hombre declara ante el altar que sólo una imagen es suya. El resto les pertenece a sus familiares y conocidos que, agobiados por la miseria, tuvieron que irse del pueblo. Antes de emprender su exilio le dejaron una encomienda: presentarse en el santuario cada l2 de diciembre con sus imágenes veneradas para que el sacerdote las bendiga. Así esperan que la Virgen recuerde a los que se fueron y les haga el milagro de permitirles regresar al pueblo.

Aunque cada vez con mayores dificultades, desde hace años ese hombre ha cumplido con la delicada encomienda. A mediados de noviembre, vuelto un templo ambulante, emprende su peregrinación a la ciudad de México. En la Basílica, postrado ante la Virgen, presenta las imágenes y pide la bendición a nombre de sus dueños.

Cumplida su encomienda el hombre regresa al pueblo. Entra en las casas vacías y devuelve a los nichos y altares las estampitas, los relicarios, las figuras de bulto y los lienzos con la figura de la Virgen de Guadalupe. Cuando al fin queda aligerado de su carga se dirige al cementerio, lanza otra vez el último suspiro y se desvanece en el aire.

III. Flores de esperanza

Antes de partir, un numeroso grupo de peregrinos se congrega en una esquina del atrio frente a una puerta estrecha que casi nadie advierte. Esperan la autorización para entrar en el recinto donde se acumulan grandes ramos de flores blancas obsequiados a la Virgen de Guadalupe. Cada uno se distingue con un lazo en donde está escrito el nombre de los donantes: familias, gremios, mayordomos, particulares, congregaciones.

En cuanto se abre la puerta el aire se inunda con olor a rosas, jazmines, azucenas, gardenias y nardos: en el atrio el otoño se vuelve primavera. A una señal del sacristán los peregrinos se arrodillan y en esa posición avanzan con los brazos extendidos hacia los ramos. Quieren alcanzarlos y arrancarles una flor. No importa cuál. Basta con que estén vivas y frescas: por el sólo hecho de haber estado en el altar de la Virgen poseen la facultad de aliviar a los enfermos, aun a aquellos que se encuentren ya cerca de la muerte.

Los peregrinos, exhaustos y desvelados, cobran fuerzas y se arrojan sobre los ramos con un impulso irrefrenable. El sacristán intenta poner orden, pero sus esfuerzos resultan inútiles. Los hombres y mujeres ya no lo ven ni lo escuchan. Incontenibles, se empujan y se atropellan entre sí con el afán de conseguir una flor, un tallo, un pétalo auque sea.

Mientras intentan satisfacer su anhelo justifican su desesperación describiendo a gritos, sin pudor alguno, el malestar de sus enfermos, sus dolores, sus angustias, la fetidez de sus llagas, sus miembros descarnados, el terror con que ven acercarse la muerte. Todo eso desaparecerá cuando los dolientes rocen una flor, un pétalo, una rama que antes estuvo en el altar de la Virgen.

Al cabo de unos cuantos minutos en el recinto sólo van quedando lazos estrujados, jarrones vacíos, floreros rotos. Ajenos a la destrucción y el desorden, los peregrinos satisfechos gimen y rezan hasta que oyen la señal de partida.

Con su tesoro entre las manos emprenden el retorno al lado de sus enfermos. Van envueltos en un leve perfume que mezcla el aroma de las rosas, los jazmines, las azucenas y los nardos: la esperanza en medio de la desolación.

IV. Cuatro flamas

Se escucha un claxon, un golpe seco, el chirrido de unas llantas que se alejan y gritos. En seguida se hace el silencio. Un pequeño grupo de peregrinos rodea el cuerpo tendido sobre el piso. Alguien lo reconoce: “Pobre muchacho, era un perdido.” Los curiosos lo miran en silencio, atónitos, sin comprender aún el significado de su quietud y de ese hilo rojo que le mana de la frente y escurre hacia el piso.

Pronto llegan otros curiosos. Preguntan qué sucedió, quién es el accidentado, si venía solo, si estará muerto. Responde la devoción con que una mujer se persigna en silencio, se despoja del chal que lleva sobre los hombros y lo arroja sobre el cuerpo. No hacen falta más explicaciones.

Un anciano que apenas va rumbo a la Basílica se detiene y coloca junto al cadáver la veladora que iba a regalarle a la Virgen. “Ella comprenderá”, dice y continúa su marcha. Al instante se encienden otras tres flamas. Juntas iluminan los cuatro puntos cardinales de una vida sin rumbo que se apagó.

 
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