11 de diciembre de 2008     Número 15

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTOS: Edgardo Mendoza R., Guillermo Bonnave C., Enrique Pérez S. e Instituto Maya

Mujeres rurales y crisis alimentaria

PROPUESTA

Mujer rural, producción y mercado. La unidad doméstica campesina e indígena es un núcleo de producción y consumo capaz de producir alimentos de manera sustentable para la población mexicana del campo y la ciudad y de aportar invaluables servicios ambientales y de conservación de los recursos naturales. La producción de alimentos de las mujeres rurales en el traspatio, la milpa y en los proyectos productivos constituye el sostén de la vida rural en un campo feminizado, abandonado y sin apoyos. El aporte y la potencialidad de las mujeres rurales para ofrecer alternativas sólidas a la crisis alimentaria implica:

• Reconocimiento de la unidad doméstica como núcleo de producción y consumo.

• Reconocimiento de las mujeres rurales como sujetas sociales fundamentales del campo mexicano

• Nuevas formas de organización productiva y reproductiva que equilibren el reparto de la tierra, los recursos naturales, fi nancieros, educativos, informativos y la distribución equitativa del trabajo doméstico y el tiempo libre.

Consumo. El encarecimiento de la canasta básica, la dependencia en la importación de granos básicos, la modifi - cación de los patrones de consumo, la chatarrización de la dieta, el alarmante incremento de enfermedades como el sobrepeso, la obesidad y la diabetes hace pertinente la revaloración de la cultura alimentaria de la que son depositarias las mujeres rurales. La recuperación de hábitos que favorezcan el consumo de alimentos frescos, orgánicos, sanos, mexicanos y campesinos amerita:

• La regulación de precios de la canasta básica.

• La inclusión de productos locales, mexicanos y campesinos en los programas ofi ciales (desayunos DIF, canasta básica) y la exclusión de productos chatarra.

• Fomento de programas y subsidios a prácticas y proyectos orientados a mejorar la nutrición y el uso sustentable de los recursos naturales.

• Adhesión a la propuesta de la Organización Panamericana de la Salud para promover programas saludables en centros escolares que corrijan la obesidad y sobrepeso de niñas y niños en educación básica.

Derechos humanos. La migración masiva hacia Estados Unidos, los campos agrícolas del norte del país y hacia las ciudades ha sido la estrategia para sortear la crisis de miles y millones de mujeres y hombres rurales. Los derechos humanos de las mujeres rurales que migran para emplearse como jornaleras, en las maquilas, en el comercio o en el servicio doméstico de las ciudades, son casi inexistentes. La discriminación de género se suma a la falta de cumplimiento de los derechos laborales que prevalece en los empleos formales e informales en los que mayoritariamente se insertan. En Estados Unidos por su carácter ilegal y, en nuestro país, por la indolencia o complicidad del gobierno ante el incumplimiento de las leyes por parte de empleadores y patrones. Ante ello se propone:

• Reconocimiento del derecho a alimentarse garantizado por la Constitución.

• Reconocimiento de los derechos laborales y sociales de las mujeres rurales.

• Reconocimiento del valor del trabajo doméstico como productor de bienes y servicios indispensables para la vida. Es un trabajo socialmente necesario por lo que el trato a las mujeres que lo realizan debe ser en condiciones de dignidad y respeto a sus derechos como personas y como trabajadoras.

• Garantía de los derechos de las mujeres itinerantes, incluyendo condiciones de vida y de trabajo dignas (apoyo para la alimentación, la crianza y la educación de las mujeres y sus hijos).

Políticas públicas. El discurso gubernamental de fomento a la equidad de género no corresponde a la calidad y características de las políticas públicas dirigidas a las mujeres del campo. Los programas tienen un carácter asistencialista, reproducen los roles tradicionales de género, responsabilizan de manera desproporcionada a las mujeres de la educación de los hijos e hijas y del bienestar familiar y comunitario y consideran su actividad productiva como subsidiara y de segundo nivel. Las políticas públicas con equidad de género deberían dar:


FOTO: Archivo Anec

• Cumplimiento de los programas gubernamentales para las mujeres jornaleras: seguridad social, prestaciones, seguridad en el empleo y servicios e instalaciones para el cuidado y crianza de los niños y niñas.

• Programas y proyectos correspondientes a la contribución económica, social y cultural de las mujeres rurales al campo mexicano con techos fi nancieros similares a los ofrecidos a los productores rurales.

• Reglas de operación, garantías y formatos accesibles a las mujeres sin condicionantes que son imposibles de cumplir si se considera sus condiciones económicas y sociales actuales.

• Acciones afi rmativas en materia de capacitación, acompañamiento, equipamiento que permitan a las mujeres remontar las asimetrías y desventajas.

Derechos agrarios. La feminización del campo mexicano no ha corrido pareja del acceso de las mujeres a la propiedad de la tierra. Por el contrario, las políticas de privatización y comercialización del suelo agrario han tenido impactos negativos en los derechos agrarios de las mujeres y en su acceso a la tierra, al agua y otros recursos como el bosque. Para fortalecer a las mujeres rurales en su la calidad de administradoras de la tierra, productoras y consumidoras se propone.

• Garantizar los derechos agrarios de las mujeres que promueva un mayor acceso de las mujeres a la tierra y a los recursos naturales.

• Titulación de los predios habitacionales para todas las mujeres que lo necesitan (adultas mayores, madres solteras y mujeres solas).

• Reconocimiento de las mujeres como usuarias del agua, del bosque, la fauna y fl ora (para la producción y reproducción) con independencia de la propiedad de los predios.

Las mujeres tienen un papel central en la familia campesina, y la provisión de los alimentos es una responsabilidad que absorbe buena parte de su tiempo y supone muchas y diferentes actividades que van desde la atención de la milpa, huerta y traspatio hasta la preparación de la comida.

Poner el nixtamal y llevarlo a moler, echar tortilla, parar frijoles, cocer quelites, hacer salsa, son diligencias cotidianas de las mujeres, tanto como cuidar las hortalizas y dar de comer a las gallinas, los patos, los conejos, los chivos, los borregos o los cerdos. Además lavan y cosen ropa, recolectan leña para el fogón, acarrean agua... Por lo general reciben ayuda de los niños y las niñas, pero la responsabilidad es de ellas: madres, abuelas, hijas, hermanas. Esté presente el marido o no, trabajan en la parcela, en la volteada de la tierra o en la siembra, en el aterrado o en el deshierbe, “doblando las cañas” y pizcando, según sea la costumbre de la región. Los productos del traspatio, la huerta y la milpa se intercambian por otros o se venden en pequeñas cantidades para tener dinero que las saque de “apuros”.

Pero su trabajo como reproductoras del núcleo familiar y como productoras de alimentos en el traspatio y en la milpa, no se reconoce, no se ve, no se paga. Y si sus aportes son poco valorados en el hogar y en la comunidad, también lo son en el mercado. Además de que están invisibilizadas como entes del desarrollo, pues por el sesgo patriarcal de las políticas públicas y sociales, tienen menos posibilidades de acceder a los recursos destinados al fomento de la producción rural, pese a que hay cuotas por género.

La migración ha cambiado la cara del campo mexicano A causa de la crisis, el campo ha venido feminizándose desde hace casi dos décadas. Al principio son los hombres jóvenes quienes se marchan a las ciudades o a Estados Unidos, dejando comunidades habitadas sólo por mujeres, niños y ancianos. Esto significa que el peso de las responsabilidades económicas, productivas y domésticas se ha incrementado enormemente para las que se quedan. Es frecuente que los hombres ya no regresen y al poco tiempo dejen de enviar remesas, de modo que las mujeres tienen que hacerse cargo de la familia sin ningún apoyo. Otras también emigran dejando atrás el hogar y los hijos, casi siempre al cuidado de otras mujeres, y algunas se lanzan con sus hijos pequeños al riesgoso peregrinar. Y cuando son jornaleras en México o Estados Unidos, reciben salarios menores y carecen de todos los derechos.

En su papel de productoras, la actual crisis afecta a las mujeres de distintos modos: el alza de los precios del maíz y el frijol no las beneficia pues además de que las alzas mayores son para el consumidor y no para el productor, lo que ellas cosechan es para el autoconsumo. En cambio, sí las perjudica el encarecimiento de los insumos y sobre todo de los comestibles, pues, mucho o poco, todos los campesinos son consumidores.

Hay campesinas que además son tejedoras, bordadoras, hacen canastas, adornos, diversas artesanías… y algunas venden alimentos preparados. A todas ellas les afecta el aumento de precios de los insumos.

El acceso a la tierra y otros recursos naturales. La feminización del campo mexicano no ha corrido pareja al acceso de las mujeres a la propiedad de la tierra. Según el censo agropecuario de 2007, sólo uno de cada cinco ejidatarios y comuneros es mujer. Son muchas más las que están a cargo de la parcela, pero el acceso a los programas públicos por lo general está condicionado a la propiedad del predio, de modo que, al no ser titulares, se quedan sin apoyos.

La participación directa de las mujeres en todo el ciclo de la producción agrícola se ha incrementado notablemente y en muchos sentidos constituye el principal soporte de la vida rural. A veces se piensa que, a cambio, han adquirido más poder y capacidad de decisión, pero no es así. Las mujeres ocupan sólo 2.5 por ciento de las presidencias de comisariados ejidales, frente a 97.5 encabezadas por hombres.

Recursos como el agua, el bosque, la fauna y la flora son también de difícil acceso para las mujeres pues están ligados a la propiedad de la tierra. Por ejemplo, con el Programa de Certificación de Derechos Ejidales (Procede), se ha creado un mercado del agua que condiciona el uso de los pozos, manantiales y arroyos al pago de derechos a los dueños de la tierra. Y si el acceso a las fuentes de agua es limitado para los campesinos, lo es aún más para las campesinas. Las mujeres constituyen entre cuatro y 26 por ciento de las y los regantes, pero sólo dos por ciento están reconocidas formalmente y tienen representación en las organizaciones de riego.

Las mujeres del campo mexicano son depositarias de la cultura alimentaria tradicional. Saben qué alimentos brinda la naturaleza, conocen sus cualidades, cuándo y cómo comerlos, en qué cantidades, en qué combinaciones y cuál es su uso medicinal. Se trata de una enorme y ancestral riqueza cultural.

Los roles impuestos socioculturalmente llevan a que mujeres y hombres tengan funciones distintas en la división del trabajo. En general, ellos se preocupan de la producción comercial; ellas valoran el consumo y la disponibilidad de los recursos necesarios para reproducir la unidad familiar. Pero en la actual crisis migratoria y alimentaria estos patrones ya no son sostenibles, pues hoy las mujeres tienen que multiplicarse para tan sólo procurar el sustento. Las campesinas padecen de forma directa el aumento de precios de la canasta básica, que en un año alcanzó 40 por ciento. Muy pronto las cifras de desnutrición se dispararán, particularmente de las mujeres y de los niños.

Paradójicamente el aumento de la pobreza conlleva nuevos patrones de consumo que incluyen cada vez más productos chatarra altos en azúcares y harinas refinadas, y con una gran cantidad de edulcorantes y conservadores, que han sustituido alimentos nutritivos. Así, a la desnutrición tradicional de las zonas rurales marginales, se añade ahora la obesidad y su secuela de enfermedades. Los resultados del cambio de hábitos alimentarios son catastróficos: la obesidad o el sobrepeso que afectan a 70 por ciento de los adultos, a uno de cada tres adolescentes y a uno de cada cuatro niños. De 1999 a 2006, el sobrepeso y la obesidad crecieron 40 por ciento entre los niños de cinco a 11 años de edad.

Las familias campesinas son acosadas por la publicidad multimillonaria de los alimentos chatarra, y puntos donde se entregan los recursos de Oportunidades se convierten en verbenas donde los productos empaquetados y de fábrica sustituyen a los frescos y naturales.

Las mujeres como proveedoras de alimentos son también formadoras de gustos, hábitos de consumo y de una educación nutricional; son agentes claves que inducen tanto buenas prácticas como patrones de deterioro alimenticio. Y son ellas, y sólo ellas, las que podrán frenar la degradación de los hábitos alimentarios y su perniciosa secuela.

Políticas públicas insuficientes y discriminatorias. La falta de políticas públicas de fomento productivo ha generado una fuerte dependencia de los subsidios al consumo generalmente de carácter monetario. Claro que unos cuántos pesos no le caen mal a nadie, pero estos programas no erradicarán la pobreza ni estimulan la producción campesina de alimentos.

Muchos recursos públicos destinados al campo están etiquetados para mujeres, pero los programas no están bien diseñados o se han pervertido. Oportunidades, por ejemplo, condiciona los pagos a la realización de tareas que refuerzan los roles de las mujeres como responsables de la educación de las niñas y los niños y de la limpieza, ya no sólo de sus casas sino también de las comunidades. No se ha observado, en cambio, que a los hombres se les condicione la entrega de los apoyos a que barran las comunidades o asistan a una plática. De esta manera, un programa que presuntamente busca favorecer a las familias vía las mujeres se va pervirtiendo y termina por convertir al gobierno en el controlador de los tiempos, decisiones y hasta de los cuerpos de las mujeres.

Los proyectos especialmente dirigidos a las mujeres rurales no propician el mejoramiento de su posición social, pues casi todas las actividades que se promueven están ligadas a la unidad doméstica: huertos de traspatio, artesanías, cría de animales, tortillerías, elaboración de comida. Y ellas demandan esos proyectos porque saben que es la oferta institucional y quieren acceder a ella. Pero además, la falta de capacitación, seguimiento y de apoyos en la comercialización, así como la pequeña escala de los proyectos, los hacen poco viables económicamente. Las horas de trabajo que exigen estos proyectos se suman a la jornada doméstica y a las labores del traspatio, la huerta y la milpa. La suma de estas tres jornadas no se ve compensada por un mejor reparto del trabajo de la casa entre todos sus integrantes. A las mujeres se les sobrecarga de trabajo, y así se les controla, se les subordina y se limitan sus tiempos para capacitarse, para participar en espacios de decisión, o simplemente para descansar o divertirse.

Las propias instituciones consideran marginales los proyectos de las mujeres. No se reivindican las unidades de producción doméstica como verdaderas alternativas de desarrollo, ni se reconoce el carácter multifuncional y ambientalmente sustentable de muchas de sus prácticas. Esto se refleja en los montos mucho más bajos para los proyectos de mujeres. Por ejemplo, en promedio, el Programa de Mujeres del Sector Agrario (Promusag) entrega 150 mil pesos a los proyectos de mujeres, frente a 400 mil que otorga el Fondo de Apoyo a Proyectos Productivos (Fappa) a los varones.

Si los campesinos en general son ciudadanos de segunda, excluidos del desarrollo económico, las mujeres rurales son doblemente discriminadas, tanto al interior de la unidad doméstica, como en el ámbito social y político. No son sujetas sociales plenas, no se les reconoce valor ni derechos, a veces ni por sus pares campesinos. En las zonas indígenas sufren triple discriminación: por ser pobres, por ser indígenas, por ser mujeres.

Resistencia a la crisis y alternativas. En los momentos difíciles la economía campesina se desequilibra y deteriora. Pero también surgen alternativas y en algunos casos la tendencia a fortalecer la producción de autoconsumo que refuerce la seguridad alimentaria familiar. Cuando estas estrategias se potencian y colectivizan por medio de la organización, dejan de ser defensivas y de simple sobrevivencia para tornarse alternativas sociales y económicas cada vez más generalizadas.

La unidad campesina, y en particular su porción femenina, privilegia el bienestar y la seguridad familiar buscando mejorar la calidad de vida mediante el aprovechamiento de los recursos laborales, naturales y económicos disponibles de la manera más equilibrada y sustentable posible. Ante la carestía alimentaria y la falta de ingresos, la opción de producir la propia comida en vez de comprarla se fortalece de muchas maneras. No sólo se recupera la diversidad de cultivos de la milpa tradicional, también se diversifican los huertos con frutales, plantas de ornato, árboles maderables y otros, a la vez que se intensifica el cultivo de verduras en los traspatios, donde en ocasiones hay también puercos, ovicaprinos, aves y hasta peces. En algunos lugares se restablecen siembras perdidas como el arroz temporalero. Es decir, se impulsan los policultivos frente al monocultivo, tanto en las siembras de autoconsumo como en las comerciales, lo que abona a la seguridad alimentaria y propicia un mejor cuidado de suelos y agua. El esfuerzo por hacer un uso sustentable pero intensivo de los recursos domésticos no pretende la autarquía en la sobrevivencia familiar; por el contrario, es frecuente que se presente en un contexto comunitario donde se afianzan redes solidarias de trabajo; se intensifican los intercambios y trueques de alimentos, semillas, herramientas y saberes; se fortalecen los mercados informales; se crean mecanismos de autofinanciamiento comunitario basados en la confianza y en la corresponsabilidad de los ahorradores, y en general se revitaliza el colectivismo y la búsqueda de opciones compartidas.

El corazón femenino en el centro de las opciones alimentarias equitativas e incluyentes. Es claro que gran parte de las opciones productivas, asociativas y alimentarias emergentes son protagonizadas por mujeres. No sólo porque el campo se ha feminizado, sino porque ellas han sido y siguen siendo las proveedoras del alimento, las encargadas de la reproducción del núcleo doméstico. Son ellas quienes introducen lombricomposta en los huertos de traspatio, multiplicando la variedad de verduras y hierbas comestibles o medicinales; son ellas las que usan abonos orgánicos y establecen cercos vivos; son ellas las que desarrollan sus ya cuantiosos conocimientos en cualidades dietéticas y medicinales de las plantas; son ellas las que procesan artesanalmente una parte de la producción para conservarla, intercambiarla o venderla. También comercializan sus productos agrícolas o artesanales en mercados locales o más remotos y tienden a organizarse para ello, y gozan de una muy bien ganada fama de ser ahorradoras sistemáticas y pagadoras puntuales en las instancias financieras comunitarias, que frecuentemente ellas promueven.

No solamente en el ámbito doméstico y comunitario, las mujeres rurales están construyendo alternativas sociales y potenciando las virtudes de una agricultura campesina y un modo de vida sustentables. Son también activas en las organizaciones económicas, sociales y cívicas, y con frecuencia constituyen la columna vertebral de las movilizaciones, en las que, como siempre, preparan la comida, pero también están presentes en las gestiones, participan en mítines y se incorporan a los plantones. Por lo general son ellas las que aparecen en primera fila cuando hay que hacerle frente a la fuerza pública. Por éstas y otras muchas razones, las mujeres son el corazón de la lucha campesina por la soberanía alimentaria.

Resumen de un documento elaborado por el Seminario de Mujer Rural y Soberanía Alimentaria, de la Campaña Sin Maíz no hay País.