Ser indígena en Guatemala
Wendy Santa Cruz
En Guatemala ser mujer, indígena, campesina y vivir
en el área rural se vincula estrechamente a condiciones
de vida precarias, pobreza, dobles y triples
jornadas de trabajo, falta de reconocimiento de sus aportes
en todos los ámbitos y tener que enfrentarse a una recurrente
violación de sus derechos más fundamentales. En un
contexto neoliberal, esta situación tiende a agudizarse y las
indígenas y campesinas con su organización y múltiples luchas
están haciendo aportes para transformar esa realidad.
Aproximadamente 64 de cada cien guatemaltecas viven
en el área rural y de ellas 59 por ciento son indígenas,
la mayoría de origen maya. Gran parte de la población
femenina rural económicamente activa se dedica a
actividades vinculadas a la agricultura, caza, silvicultura
y pesca, aunque también son importantes el comercio
por mayor y menor, los servicios y el trabajo en la industria
manufactura textil y alimenticia.
Múltiples jornadas. La vida de las campesinas está
determinada por su relación y trabajo con la tierra, la
cría y venta de animales, que constituye su medio principal
de sobrevivencia. Con variantes, dependiendo de
la región del país que habitan, efectúan actividades agrícolas
vinculadas a la preparación del terreno, siembra,
limpia, abono, cosecha, traslado, venta, selección y almacenaje
de semillas para próximas cosechas; la cría y
venta de aves, cerdos, vacas, etcétera.
Sin embargo, su labor no se limita a lo anterior, ya
que además de las labores agrícolas y pecuarias, realizan
otras actividades para complementar los ingresos
familiares, como las artesanales y preparación y venta
de alimentos, entre otras. Su aporte es fundamental, ya
que contribuye y garantiza la subsistencia de la familia y
la unidad productiva. Asimismo se encargan del trabajo
doméstico y desarrollan actividades comunitarias, asuntos
vinculados a la educación, la salud, los servicios básicos
y tendientes a la solución de necesidades concretas.
Por otra parte, en años recientes se ha incrementado
el número de campesinas que desarrollan un rol como
promotoras de actividades para mujeres, que ejercen
cargos de representación en grupos locales y/o participan
en organizaciones de carácter nacional. También
participan en movilizaciones y efectúan diversas acciones
que buscan solución a múltiples demandas.
Carencias. A pesar de todos estos aportes y pequeños
avances, continúan siendo sujetas económicas, sociales,
políticas y culturales sin reconocimiento. Las desigualdades,
discriminación, abandono y falta de información
que rodean sus vidas desde su niñez implican una serie de
desventajas, grandes sacrificios y carencias: dependencia
de las decisiones de otras personas sobre sus vidas, menos
educación, violencia, mala nutrición, menor salario, acceso
más restringido a la tierra y otros recursos, entre otros.
Con la organización, los procesos de formación y sus
múltiples luchas cotidianas, muchas mujeres campesinas
han tenido la posibilidad de comprender y analizar cómo
el trabajo reproductivo se vincula estrechamente con los
procesos de producción y acumulación de riqueza, el papel
del Estado y la reproducción de un modelo económico
explotador en la sociedad. Es justamente en la división
sexual del trabajo que el patriarcado y el machismo se relacionan
con dicho modelo, donde lo principal constituye
las ganancias que unos pocos puedan adquirir, dejando
fuera de posibilidades para una vida digna a la mayor parte
de la población. De tal cuenta han desarrollado agendas y
propuestas para contribuir a transformar sus realidades.
Las mujeres campesinas e indígenas han jugado un
papel fundamental en la lucha, algunas incluso han
resultado afectadas con órdenes de captura como ha
ocurrido en Sololá y San Marcos, departamentos ubicados
al oeste del país. A pesar de los problemas que
enfrentan, el intercambio les ha permitido ir analizando
que de esa defensa depende buena parte del futuro no
sólo de ellas como campesinas sino de las y los guatemaltecos
en general y de toda la humanidad. Ellas están
reivindicando un desarrollo rural que tome en cuenta
lo humano, social, cultural, económico y ambiental; la
redistribución equitativa de los recursos entre mujeres y
hombres, pobres y ricos; que no sea patriarcal ni racista
y que valore la vida comunitaria y la recuperación y conservación
de los recursos naturales.
Migración de mujeres poblanas a Nueva York: ¿cambian las relaciones de género?
Josefina Manjarrez Rosas
En México cada vez más mujeres emigran a Estados
Unidos. Antes, el perfil más común del migrante era
masculino, casado o unido, de mediana edad, proveniente
de zonas rurales del occidente del país. Hoy no sólo ha
cambiado este perfil, sino que otras regiones nutren el flujo
migratorio hacia el país del norte. Una de ellas es el Valle de
Atlixco, Puebla, de donde sale mucha gente a Nueva York.
Las primeras emigrantes de San Juan Huiluco, comunidad
nahua del municipio de Huaquechula, ubicada en el Valle, se
dio a mediados de los años 80s. Era una migración de retorno.
A partir de los 90s, las mujeres que se van son más jóvenes, con
mayor nivel educativo, recién unidas o casadas, y su estancia
en aquel país es más prolongada debido al fuerte control de la
frontera. ¿La migración contribuye a modificar las relaciones
de género? ¿Los cambios son benéficos para las mujeres?
Sobre la experiencia laboral de las mujeres en Estados
Unidos, varios estudios dicen que puede potenciar cambios
positivos para ellas, debido a que salen del espacio privado
y logran mayor libertad, a que tienen un salario y toman
decisiones sobre su dinero, y a que amplían su capacidad
de negociación con los hombres sobre labores domésticas.
Efectivamente, las huiluquenses asentadas en Nueva York
se han incorporado al mercado laboral y comparten más las
tareas domésticas con sus cónyuges. Sin embargo, ellas no
siempre se incorporan de inmediato al trabajo y cuando lo hacen
la mayoría se integra a mercados laborales segmentados,
sobre todo a los servicios de cuidado (niños, ancianos, trabajo
doméstico); labores precarias, mal pagadas, con horarios extenuantes,
en las que se ocupa un gran número de mujeres
migrantes en Nueva York. La migración también produce
cambios en las sociedades de origen, ya de suyo sometidas a
vertiginosas modificaciones, lo cual acelera los cambios intergeneracionales.
Si bien no hay plena equidad de género, el
que en Estados Unidos los hombres realicen parte de las labores
domésticas flexibiliza la distribución de éstas en la comunidad,
sobre todo entre parejas jóvenes. Hoy, algunos hombres
dan de desayunar a sus hijos e incluso planchan su ropa.
La violencia en las relaciones de género se modifica también:
varios autores han documentado que en el imaginario
de los hombres de la comunidad, la protección legal de las
mujeres contra la violencia doméstica en Estados Unidos se
liga a su independencia y autonomía; los hombres dicen que
no pueden pegarles porque ellas podrían llamar a la policía.
Esta legislación ha impactado a varones y mujeres que poco
antes asociaban los golpes a una mujer con el “ser hombre”.
No sólo se reduce la violencia física sino el control sobre las
mujeres. Pueden salir solas. En los relatos de los primeros
hombres que migraron hacia Estados Unidos e incluso de
mujeres que nunca han migrado, se percibe la creencia de
que allá las mujeres pueden hacer lo que quieran.
No siempre es posible recurrir a la legislación protectora,
muchas veces la violencia no se denuncia por miedo a la deportación.
En lugar de estar empoderadas, las migrantes tienen
que decidir entre aguantarse, o parar la violencia de sus
parejas arriesgando su estancia en Estados Unidos. Aun cuando
las huiluquenses no reportan casos de violencia física, sí la
cuestionan abiertamente y expresan un nuevo ideal del matrimonio,
de mayor compañerismo; también sus parejas se manifiestan
a favor de una relación más equitativa y de cariño.
Finalmente, hay preguntas sobre la “liberación sexual”
de las mujeres que emigran. Mecanismos de control, que
parecen muy arraigados en la comunidad, sufren un relajamiento
cuando hombres y mujeres residen en Estados
Unidos. Allá resulta más fácil socializar y tener relaciones
sexuales a pesar de los chismes que viajan trasnacionalmente.
Las jóvenes solteras pueden tener novio más rápido y
pueden salir con él porque no están sus padres para impedirlo,
pese a que exista una red de parientes que vigilan sus
acciones y a que persiste la idea de mantener la virginidad
hasta el matrimonio.
En síntesis, la migración ha potenciado cambios positivos en
las relaciones de género en la comunidad. Las mujeres solteras
han ganado cierta independencia en Nueva York, aunque
sigan operando reglas que impiden la transgresión de lo establecido.
Las huiluquenses mejoran su condición de género, a
pesar de su estatus indocumentado y a la naturaleza del trabajo
que realizan en una ciudad global como Nueva York.
Doctora en sociología por la Benemérita Universidad Autónoma
de Puebla. Profesora en la Universidad Iberoamericana-Puebla
[email protected].
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