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Alternativas con enfoque de género Gisela Espinosa Damián Escasez, carestía y despilfarro; hambre, obesidad y desnutrición; consumo creciente de alimentos chatarra y pérdida de cultura alimenticia; aumento de la demanda mundial de alimentos simultánea a su creciente e irracional uso para agrocombustibles; cambio climático y crisis ambiental; crisis energética; crisis financiera, y crisis social. Todo junto, todo imbricado. La crisis alimentaria que hoy se vive, y que amenaza ser de larga duración, tiene hondas raíces y múltiples articulaciones. No es un fenómeno coyuntural, epidérmico o asilado, es estructural y profundo; no sólo evidencia el crack del sistema capitalista en su fase neoliberal, sino el resultado crítico de la perspectiva y de la vía civilizatoria adoptada desde hace siglos por los países capitalistas y por los que formaron parte de lo que algún día fue el bloque socialista. Crisis civilizatoria que en el plano alimentario enfrentamos ahora desde la periferia de un mundo unipolar. Hoy no sólo estalla y se muestra sin tapujos la desigualdad social gestada en un sistema moderno y explotador que acumula la riqueza en manos de unos cuantos a costa del empobrecimiento y, desde hace unas décadas, también de la exclusión y migración de cientos de miles. No sólo eso, también truena la idea dicotómica y jerárquica que separa de tajo sociedad de naturaleza, la creencia de que el hombre puede someterla y convertirla en “capital natural”, gratuito y listo para el saqueo, ideas y prácticas que hoy se traducen en desastres ambientales, agrícolas, económicos y culturales. Entra en trance la racionalidad profunda del sistema, su entraña económica que arrastra en su caos al sistema financiero mundial. Si la crisis alimentaria es sólo una faceta de una crisis más profunda y total, desterrar la amenaza del hambre obliga a repensar el camino y las rutas del cambio social. El mundo rural e indígena representa el germen vivo de un proyecto civilizatorio alternativo que, pese a los embates de la modernización, resiste y florece entre grietas oponiendo el bienestar social a la ganancia, el bien común al interés privado, la colectividad al individualismo, la satisfacción de necesidades al consumismo, la comprensión de la naturaleza como morada de la humanidad y no como capital natural, el policultivo al monocultivo de la agricultura industrial, la valoración del uso de los bienes sobre su utilidad monetaria, una estrategia económica de largo plazo contra el ansia inmediatista de ganancia del capital. En el corazón de esta “otra” racionalidad que pone el bienestar colectivo y el bien común sobre el interés privado, están las mujeres rurales, campesinas e indígenas. Su responsabilidad en el cuidado de la salud, en la creación de condiciones adecuadas y agradables para la vida familiar y comunitaria; su preocupación cotidiana por la alimentación; el ser las depositarias de la cultura alimentaria, termómetro infalible de la carestía de la vida, magas para que la comida alcance... las convierte en portadoras privilegiadas de esta “otra” racionalidad, de esta “otra” posibilidad de alimentarse y vivir. Así, lo femenino rural se convierte en un referente clave para la búsqueda de alternativas ante la crisis actual. Situación de desventaja. Reconocer esta potencialidad también obliga a ver y admitir que el papel familiar y social que cumplen las mujeres rurales ha tenido y tiene costos muy altos para ellas, que la generosidad del “ser para otros” se ha hecho a costa de su propio bienestar, salud y despliegue de capacidades, que la desigualdad de género se expresa en toda su magnitud en el espacio rural: el acceso restringido de las mujeres a la tenencia de la tierra, su participación limitada en las decisiones familiares y comunitarias, la falta de reconocimiento de su trabajo como productoras agrícolas, la minimización o acceso restringido al crédito y a programas de fomento, la paga menor por sus jornales, la invisibilidad de sus múltiples trabajos de traspatio, la no valoración de su labor doméstica y la invisibilidad de su cultura alimentaria. En suma, la situación desventajosa en que se hallan ante la sociedad nacional, el Estado y sus agencias, la comunidad rural, la familia y los varones, permite afirmar que las desigualdades de género van de la mano con su generosidad. Subsumidas pero en resistencia, las mujeres campesinas e indígenas conservan y recrean esta “otra” racionalidad, otros valores, otras prácticas que se expresan en la vida cotidiana de la familia, de la comunidad, en la parcela, el hogar y el traspatio. Experiencias femeninas individuales y colectivas que discurren en espacios despreciados por el mercado global, inadvertidas por su pequeña escala. Justo ahí, en lo femenino rural, se aloja el núcleo de otra racionalidad que hoy puede ser punto de apoyo en la construcción de modelos alternativos de socialidad. La búsqueda de opciones ante la crisis actual exige visibilizar el aporte de las mujeres y potenciarlo en una dimensión social, pero simultáneamente demanda remontar el rezago y la desigualdad, pues no se trata de aprovechar que las mujeres del campo hayan sido educadas para dar o ceder todo a los demás, para que ahora sean ellas quienes carguen el peso y la responsabilidad de administrar la escasez y la carestía de alimentos haciéndose pedazos y desgastándose más. Hay que reposicionarlas, recuperar su perspectiva modificando simultáneamente las desigualdades de género en cada espacio y relación social. Profesora investigadora de la UAM-Xochimilco [email protected] Manos de Maíz en Santa Catarina Elsa Guzmán Gómez El pueblo de Santa Catarina pertenece al municipio de Tepoztlán, se encuentra a 12 kilómetros de la capital de Morelos y está atravesado por la carretera Cuernavaca- Tepoztlán. En la región es conocido por sus tortillas. Las mujeres dicen que desde siempre las han vendido; hay quien dice que hace 15 años las que más vendían eran mujeres de Ocotepec –pueblo contiguo–, que el crecimiento urbano absorbió sus tierras y acabó con su agricultura y que desde entonces la tarea quedó a Santa Catarina. Todo empieza con el cultivo de maíz, tradicional en el pueblo, se siembra con frijol, chile y calabaza. Antes se vendía más maíz, ahora poco, quienes lo hacen prefieren vender elotes porque dejan más. El maíz también se usa para tamales, pozole, atole; tanto el grano como el forraje son alimento para los animales; pero sobre todo se usa para las tortillas. Preparar la masa y elaborar tortillas es conocimiento básico de todas las mujeres campesinas, lo aprenden desde niñas, en sus casas, es parte de la cultura femenina, tarea central para la alimentación familiar, función nutricia de la mujer rural. Así, preparar tortillas como actividad económica, es fácilmente integrable a las rutinas cotidianas de las mujeres, pues no requiere capacitación especial al formar parte de sus conocimientos y experiencias primarias; ciertamente implica mayor dedicación a la tarea, pero al mismo tiempo obtienen el alimento familiar. Hacerlo en la casa o en la puerta, les permite realizar o cuidar sus otras actividades domésticas. Mercado femenino. En los años recientes la venta de tortilla se ha intensificado, el número de comales aumenta y el mercado se amplía. Mientras el maíz pierde importancia en los escenarios nacionales y en el discurso modernizador, en Santa Catarina la venta de tortilla cobra auge: más o menos la tercera parte de las mujeres que venden a orillas de la carretera se iniciaron en los dos años pasados. En el pueblo hay quienes tienen entre cuatro o cinco años dedicándose a esta actividad y algunas que llevan 30 o 40. Este mercado femenino está ampliándose cada vez por más mujeres que quizá, ahora más que antes, necesitan ingresos extras para solventar necesidades familiares. Parece que la competencia entre ellas se acentúa, pero cada vez hay nuevos compradores que se suman al consumo de tortillas de comal, hechas a mano. En Cuernavaca han ganado espacios y marchantes, venden masa y tortillas en tianguis, puestos fijos, esquinas, al lado de la Universidad o de otras escuelas donde también venden quesadillas. La ciudad les permitió abrir otro mercado: la entrega a domicilio de tortilla, a veces con clientes fijos. La ruta de la tortilla de Santa Catarina “saca” a las mujeres de su casa, de su pueblo. No son ya unas señoras encerradas, salen y tienen reconocimiento familiar a su aportación económica generada desde una actividad que forma parte de la identidad femenina rural y de la cultura campesina. Al echar y vender tortilla ganan espacio, movilidad, reconocimiento. Sobreprecios. El auge de su actividad es termómetro del gusto creciente por las tortillas hechas a mano, de nixtamal, de maíz criollo. Se educa el gusto, pues la masa de maíz criollo es más suave, el olor a tortilla más intenso –“huele más a tortilla”, dicen– y el sabor más dulce. No sólo se reconstruyen sanos hábitos de consumo, se valora y se paga la biodiversidad, pues hay sobreprecio local de las tortillas, más alto aún si se trata de maíz azul, muy demandado por locales y turistas en las ventas diarias y en fines de semana. En Santa Catarina, la venta de tortillas es una estrategia económica con fondo cultural, que permite a las mujeres desarrollar una actividad conocida, acoplar lo doméstico con lo mercantil, obtener un ingreso económico que se adiciona al ingreso familiar total. La venta de masa y de tortilla conserva e innova, conjuga la permanencia y el cambio, la subsistencia y la ganancia, revaloriza lo que el mercado global y el Estado subestiman; moviliza recursos y potencia elementos la historia y cotidianidad de una población forjada por la cultura del maíz. Universidad Autónoma del Estado de Morelos [email protected]
Oaxaca: ¿usos y costumbres vs derechos políticos?
Verónica Vázquez García En 1990 la Constitución estatal de Oaxaca reconoció la “composición étnica plural” del estado, dos años antes de que el artículo cuarto de la Constitución mexicana reconociera la “composición pluricultural” de la nación. El código electoral de Oaxaca fue reformado en 1995 para incorporar los llamados usos y costumbres (UyC) de municipios indígenas y, por segunda vez en 1997, para prohibir formalmente la intervención de partidos políticos en los 418 de los 570 municipios oaxaqueños que desde entonces se rigen por UyC. Las reformas al código electoral fueron acompañadas de la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas aprobada en 1998 por el congreso local. En 1995 sumaban 412 los municipios que se regían por UyC; en 1998 ya eran 418. A pesar de la relevancia del tema hay pocos estudios sobre la relación entre los UyC y los derechos políticos de las mujeres. Un trabajo pionero de María Cristina Velásquez Cepeda (“Comunidades migrantes, género y poder en Oaxaca”), de 2004, señala que en uno de cada diez de los municipios costumbristas de Oaxaca las mujeres no votan y tienen nula o escasa participación política; en nueve por ciento no votan pero ocupan cargos comunitarios; en 21 por ciento sí votan pero su nivel de participación es escaso o nulo; finalmente, en seis de cada diez sí votan, ocupan cargos y participan en la vida política de sus comunidades. En otras palabras, existe una contradicción entre el orden jurídico nacional, que otorga igualdad de derechos a mujeres y hombres, y las prácticas electorales de los UyC. El caso de Eufrosina Cruz evidenció esta contradicción y propició una reforma al artículo 25 de la Constitución del estado de Oaxaca que obliga al sistema de UyC a respetar el derecho de la población indígena femenina a participar en la vida política de la entidad. Desde la aprobación de las reformas hasta el momento, 24 mujeres han sido elegidas presidentas municipales por medio del régimen de UyC, aunque hay que tomar con cautela la cifra ya que algunos nombres como Guadalupe, Asunción y Carmen pueden ser de hombres o de mujeres y siete del total de 24 tienen uno de estos nombres. Más que la condena y abolición de los UyC, lo que hay que buscar es la armonización de los derechos políticos de las mujeres con el derecho indígena a la autodeterminación, es decir, la defensa de la equidad de género al interior de sociedades culturalmente distintas. Las mujeres zapatistas han hecho importantes avances en este sentido: sabedoras de su triple opresión, luchan por mejorar sus condiciones de vida, y defienden el reconocimiento de su ciudadanía por parte del Estado mexicano y el respeto a su dignidad como mujeres al interior de sus comunidades. Así como las zapatistas, las indígenas oaxaqueñas podrían reelaborar la tradición desde sus propias experiencias de clase, etnia y género, señalando los elementos que valoran y los que necesitan cambiar. Tienen ante ellas una enorme tarea: la resignificación de las relaciones hombre-mujer en cuatro campos: la familia, la comunidad, la organización/movimiento y el multicultural y multiclasista de la arena social y la política externa. Colegio de Postgraduados en Ciencias Agrícolas [email protected] Mujeres rurales en América Latina
Celia Aguilar Setién Por décadas, el tema de la pobreza ha ocupado un espacio prioritario en la agenda de los países latinoamericanos: medidas de ajuste estructural, programas de desarrollo, cooperación internacional para el desarrollo, reuniones de alto nivel para encontrar las alternativas, y sin embargo no solamente el modelo ha sido incapaz de resolver los problemas sociales y económicos de la ciudadanía de los países, sino que en un quiebre espectacular, sin precedentes, ha mostrado que las críticas del sentido común, de los centros académicos y de los movimientos sociales eran correctas. Cierto, en América Latina, el tema de la pobreza ha estado en el centro de la agenda, pero nunca el tema de la desigualdad. La desigualdad como causa estructural del empobrecimiento de las personas discriminadas y excluidas. Latinoamérica, la región más desigual e injusta del planeta, condena a la condición de pobreza a mujeres y hombres por las discriminaciones sucesivas: discriminación por género, por clase social, por etnia, por preferencia sexual, por edad. Discriminaciones evidentes en la vida cotidiana transformadas en una “cultura” de la que nadie se salva. Los grupos discriminados por un motivo, discriminan por diferentes motivos a otros grupos. En este contexto queremos compartir algunas reflexiones, desde la perspectiva de las mujeres rurales, quienes, lejos de reducir su existencia a la condición de discriminación y exclusión, han desplegado sus capacidades para desarrollar estrategias de sobrevivencia para la protección de los grupos familiares, de las comunidades y de la sociedad en su conjunto. Las mujeres rurales, y especialmente las indígenas, sufren múltiples discriminaciones: por género, por clase, por edad y por etnia. Esta discriminación las coloca en su mayoría en la condición de pobreza, en 2001 el informe Políticas para el empoderamiento de las mujeres, de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), señalaba que las mujeres conformaban dos tercios de la población en condición de pobreza. No solamente están sobre-representadas en la población pobre, sino esta condición las hace más vulnerables. Aun en esta circunstancia, está comprobado que los hogares que tienen como jefa una mujer, enfrentan mejor las condiciones de pobreza. Sobre esta aparente contradicción queremos reflexionar: Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), las mujeres rurales y entre éstas las indígenas producen más de 50 por ciento de los alimentos que el mundo consume. Sin embargo, en la mayoría de los países no tienen acceso a la propiedad de la tierra. Responsabilidad sin contrapeso. En América Latina las mujeres rurales tienen jornadas de 12 a 16 horas de trabajo porque asumen casi la totalidad del trabajo reproductivo y gran parte del productivo, y sin embargo por lo general no reciben remuneración, ni protección social. Las mujeres rurales han asumido la gestión, la administración y el desarrollo de la producción agropecuaria ante la migración de una gran parte de la población masculina; sin embargo no tienen el mismo acceso que los hombres a los recursos tecnológicos técnicos y financieros. Asimismo, han asumido responsabilidades sociales y económicas de importancia fundamental para la sobrevivencia del sector rural, y no sólo eso, estas mujeres, y en particular las indígenas, tienen un profundo conocimiento sobre los procesos de la naturaleza, sobre los productivos, y muy especialmente sobre los de la producción de alimentos, tan importantes para la autonomía y seguridad alimentaria, actualmente en crisis. Tienen conocimientos sobre la diversidad biológica y la ambiental, estratégicos para la sostenibilidad. Siguiendo la lógica de Armando Bartra en sus artículo “El laberinto de la explotación campesina” (La Jornada, 16/04/2007), las mujeres rurales se encuentran en condición de pobreza por la explotación. Lo más grave y lo más triste para nuestra esperanza, es que aun con todas estas capacidades y saberes, sufren la más perversa de las discriminaciones: la exclusión de la toma de decisiones. Al revisar la página web de la Secretaría de Agricultura y Ganadería Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa), encontramos que en sus objetivos está el desarrollar la política para la producción del sector, pero cuenta entre sus autoridades de primer nivel con 58 hombres y sólo cinco mujeres (suponemos que el nombre Guadalupe es de mujer; de no ser así, serían sólo cuatro mujeres). Esa misma discriminación se observa en las organizaciones campesinas, los ejidos, las cooperativas. Aun cuando gran parte de los campesinos varones han migrado y alimentan con sus remesas excelentes posibilidades de inversión, las mujeres que las reciben y administran, no tienen el acceso a los espacios en donde sus conocimientos y los recursos pudieran encontrarse para el desarrollo de alternativas de producción rentable y sostenible. Cuánta esperanza, cuántas posibilidades y cuánto avance en la lucha por la justicia se lograría si todas estas organizaciones se manifestaran contra la “cultura de la discriminación”, valoraran las capacidades de las mujeres y transformaran sus organizaciones incorporando la sabiduría, la experiencia, el compromiso y la imaginación de las mujeres rurales, de las mujeres indígenas, de las mujeres campesinas en la toma de decisiones para, frente a la crisis, crear oportunidades de desarrollo humano, justo y sostenible. Oficial de Programación del Fondo de Desarrollo para la Mujer de las Naciones Unidas (UNIFEM). Soberanía alimentaria y derechos de las mujeres
Alexandra Spieldoch El Foro para la Soberanía Alimentaria, en Mali en febrero de 2007, fue titulado “Nyelini 2007”. Los organizadores escogieron el nombre de una mujer para subrayar el papel importante de las mujeres en la agricultura, en este caso de África. Como niña, Nyelini sufrió discriminación en su comunidad en el área rural de Mali por su sexo y por ser hija única. A pesar de esto, Nyelini se convierte en la mejor agricultora de su aldea. Ella transforma su estatus en uno de equidad y respeto. Crea el actual grano básico de Mali y una variedad de mijo llamado “samio “ o “mijo pequeño”. Recordemos que una mujer es la fuente de la sustancia; ella es productora y es la proveedora para la familia y la comunidad. Mientras agricultores alrededor del mundo luchan por concretizar la soberanía alimentaria, es una necesidad absoluta asegurar que las voces y experiencias de las mujeres sean parte de este proceso. Aprendiendo más sobre el papel de la mujer en la alimentación y la agricultura. En 2005, la red Food First International informó que “más de 75 por ciento de la gente más pobre del mundo vive en áreas rurales y depende mayoritaria o parcialmente de la agricultura para sobrevivir”. Dos tercios de la población en las regiones más pobres, el África sub-Sahariana y el sur-centro de Asia, son rurales y las mujeres representan 66 por ciento de la población económicamente activa en el sector rural. Las mujeres son las responsables de más de la mitad de la producción mundial de alimentos y están involucradas en la producción en parcelas familiares y como jornaleras en la agricultura comercial. En los países en desarrollo, las mujeres rurales producen entre 60 y 80 por ciento de los alimentos y también son las mayores productoras de los granos básicos del mundo (como arroz, trigo y maíz), que participan hasta con 90 por ciento del ingreso en las áreas rurales y pobres. Las mujeres son aún más dominantes en la producción de legumbres y verduras en parcelas pequeñas, crían aves y animales pequeños y proveen la mayor parte del trabajo para actividades poscosecha, como el almacenamiento y procesamiento de granos. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), las mujeres contribuyen con hasta 90 por ciento del trabajo para el cultivo de arroz en el suroeste de Asia y producen hasta 80 por ciento de los alimentos básicos para el consumo familiar y la venta en el África sub-Sahariana. Hay 450 millones de mujeres y hombres trabajando como jornaleros alrededor del mundo, quienes no son los dueños ni los inquilinos de la tierra donde trabajan (ni de las herramientas y el equipo que usan). Estos jornaleros forman más de 40 por ciento de la fuerza laboral agrícola y, junto con sus familias, son parte del núcleo pobre y extremadamente pobre en muchos países. El número de mujeres jornaleras se está incrementando (ya constituyen entre 20 y 30 por ciento del total). Los nuevos trabajos para las mujeres generalmente se encuentran en la agricultura de exportación, particularmente en la de cultivos tradicionales; en el corte de flores, y en la siembra y empaque de verduras, entre otros. Estos trabajos suelen ser por temporada. Normalmente son mal pagados, con salarios muy por debajo de los que reciben trabajadores industriales. Los niños también forman parte de la fuerza de trabajo asalariada. De hecho, 70 por ciento de los niños trabajadores están en el sector agrícola. Un número creciente de mujeres trabajan en el sector agrícola informal, muchas veces haciendo trabajo en casa, tareas con pago a destajo, o trabajando como vendedoras de la calle en los mercados locales. El Comité sobre la Economía Informal de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)) argumenta que las políticas macroeconómicas fallidas, la mala distribución de los beneficios de la globalización y la feminización de la pobreza han contribuido al incremento en el número de mujeres trabajando en la economía informal. Según el Informe del estado de la inseguridad alimentaria mundial, que la FAO publicó n 2006, en vez de disminuir el número de personas con hambre en el mundo, está creciendo a un ritmo de cuatro millones de personas al año. En 2001-03 la FAO estimó que hay 854 millones de personas desnutridas en el orbe: 820 millones en los países en desarrollo, 25 millones en las economías en transición y nueve millones en las naciones industrializadas. Esto contrasta con las reducciones de gran escala en la subnutrición, tanto en la década de los 70s como en los 80s, y actualmente representa un incremento de 23 millones desde 1996. Este número de 852 millones de subnutridos está fuera de proporción frente a las metas establecidas en la Cumbre Mundial de Salud de reducir el hambre por la mitad para el 2015. El incremento en el hambre, junto con otras tendencias inestables relacionadas con la seguridad alimentaria y el sustento, es alarmante. La inseguridad alimentaria afecta a más mujeres que hombres. La falta de equidad de género, que implica obstáculos para un empleo digno, para la educación y la participación de las mujeres en la toma de decisiones, afecta en consecuencia la seguridad alimentaria de ellas y la de sus hijos. Garantizar el acceso de las mujeres a la tecnología, a la tierra y al crédito es un gran desafío para los gobiernos que buscan lograr la seguridad alimentaria. Por ejemplo en Níger 97 por ciento de las mujeres en la economía rural trabajan en la agricultura, pero no tienen acceso a la economía o al poder. Están concentradas en la agricultura de subsistencia (como la producción de mijo) sin tener opciones de percibir ingresos por las restricciones que sufren en el acceso al crédito, a la tecnología, a los servicios de extensión, al transporte y a los mercados. Las mujeres son marginadas dentro del hogar y dentro de la sociedad en todo el mundo. La discriminación ha hecho que las mujeres sean más vulnerables que los hombres al abuso físico y mental, y son sujetas a condiciones extremas de pobreza con poco o ningún apoyo. Las mujeres y los niños siempre son más numerosos que los hombres en las estadísticas sobre los más pobres y vulnerables en la mayoría de las sociedades. Las mujeres del sector agrícola en los países en desarrollo también enfrentan verdaderos desafíos con el estallido de la epidemia del VIH/SIDA. El 95 por ciento de las personas que viven con VIH y que mueren por SIDA están en los países en desarrollo. La gran mayoría son pobres rurales en la flor de la vida (entre 15 y 49), y las mujeres son más numerosas que los hombres. Por ejemplo, en África hay 13 mujeres infectadas por cada diez hombres infectados. En el África sub-Sahariana, el VIH/SIDA está quitando a la región sus productores de alimentos y sus campesinos. Las mujeres tienen una carga particular: como las responsables del hogar, asumen el cuidado de los enfermos en la familia. El número de niños jefes de hogar se está incrementando. La comunidad rural también tiene una carga significativa, ya que los que se infectan con el virus de las áreas urbanas suelen regresar a sus aldeas cuando se enferman para que las familias los cuiden. El VIH/SIDA impone un estrés significativo sobre la familia, en la producción de alimentos, el empleo y el acceso a la alimentación. La falta de cuidado adecuado para esta enfermedad y otras situaciones, como el recorte en programas de extensión rural que antes proveía servicios de salud en las áreas rurales, han incrementado la carga de trabajo de las mujeres y están amenazando la seguridad alimentaria. El incremento de mujeres jefas de hogares está vinculado con la mezcla de desafíos relacionados con la producción, el suministro y la oferta de alimentos. Por ejemplo, las mujeres son las encargadas principales de aproximadamente un tercio de los hogares rurales en la África sub-Sahariana. El hecho de que el hogar encabezado por una mujer tiene menor tierra y capital que los dirigidos por hombres significa que el incremento de hogares con mujeres a la cabeza está correlacionado con un aumento de la inseguridad alimentaria y de la desnutrición en general. La agricultura de riego utiliza aproximadamente 70 por ciento del uso total de agua en el mundo; en muchos países de bajo ingreso esta proporción llega hasta 90. Al mismo tiempo, el agua disponible para la agricultura está en declive por la combinación de una disminución en la disponibilidad del líquido de buena calidad y una mayor competencia para el agua disponible. Tradicionalmente, las mujeres en el sector rural también buscan y transportan el agua, y han tendido a atravesar mayores distancias para encontrarla. Las mujeres indígenas enfrentan desafíos particulares como uno de los sectores más empobrecidos y oprimidos de la sociedad. Como guardianas de un conocimiento tradicional, las mujeres indígenas tienen una relación crítica con los recursos naturales, la tierra, el agua y la seguridad alimentaria. Sin embargo, siguen siendo excluidas de las políticas creadas por los modelos dominantes enfocados al crecimiento económico. En donde los gobiernos han confiscado tierra de comunidades campesinas e indígenas usando la fuerza, como en Guatemala, las mujeres han sido víctimas de una variedad de abusos como el desplazamiento, la violación y la tortura. Los derechos de las mujeres y la soberanía alimentaria en apoyo al derecho a la alimentación. Las normas internacionales de derechos humanos, como el Derecho a la Alimentación (ratificado en 1948), el Convenio sobre la Eliminación de Todas Formas de Discriminación Contra las Mujeres (CEDAW, por sus siglas en inglés, adoptado en 1979) y la Plataforma de Acción de Beijing (1995), en vez de servir como la base para políticas micro y macroeconómicas, son casi totalmente ignorados. El ingreso y el espacio político que los gobierno necesitarían para cumplir los compromisos en materia de derechos humanos se disminuyen a causa de las políticas de comercio internacional y de inversión que se están negociando (o que ya han sido determinadas) dentro de las instituciones financieras internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la Organización Mundial de Comercio. En el CEDAW los gobiernos se comprometieron a poner especial atención a las necesidades de las mujeres rurales, a eliminar la discriminación en las áreas rurales, y a asegurar el acceso a la salud, la seguridad social, la capacitación, la educación, los préstamos, la tecnología, el agua, las condiciones adecuadas de vivienda, el saneamiento, la vivienda, el suministro y el transporte para las mujeres. En la Plataforma de Beijing, firmada por todos los miembros de Naciones Unidas en 1995, los gobiernos se comprometieron a asegurar que el comercio no tendría un impacto adverso sobre las actividades económica de las mujeres (tanto nuevas como tradicionales); a realizar análisis de impacto en género en el diseño de políticas económicas para garantizar equidad en oportunidades para las mujeres; a realizar reformas legislativas que aseguren a las mujeres los derechos equitativos en el acceso a los recursos económicos (incluyendo la propiedad, el crédito y la nueva tecnología); a medir el trabajo no remunerado en las parcelas familiares; a reconocer y fortalecer el papel de la mujer en la seguridad alimentaria y como productora, además de apoyar a las mujeres indígenas y revalorar el conocimiento tradicional. Sin embargo, la privatización, la liberalización y las condiciones desiguales de comercio e inversión en el área de la agricultura han llevado al dumping (exportaciones a un costo más bajo que la producción), a la concentración de las corporaciones que distorsiona los mercados, a precios bajos para los productos básicos y a la falta de espacio político. Todo esto ha ejercido un efecto negativo en la habilidad de los gobiernos a cumplir con los compromisos de Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación (incluyendo los que apoyan los derechos de las mujeres). Parte de un trabajo publicado en la revista Territorios, año 2, número 2, de octubre de 2007, editada por el Instituto de Estudios Agrarios y Rurales de Guatemala. Traducción del inglés de Jill Replogle. |