Usted está aquí: domingo 30 de noviembre de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Desempleados

Germán lleva meses dándole a Carla sólo malas noticias. Ha habido tardes en que la llama a la tienda tres o cuatro veces sólo para decirle que se siente de un humor pésimo, está harto de tocar puertas y el suicidio es la única posibilidad de salir de ese infierno.

Carla se deshace en llanto, le implora que no vaya a cometer una locura, le dice que pronto va a terminar la mala racha. Para fortalecer su optimismo le habla de corazonadas y de sueños.

Germán comprende que los buenos augurios de Carla están dictados por su espíritu solidario y su amor hacia él; sin embargo, una fuerza oscura, incontenible, lo lleva a responsabilizarla de su situación y a ofenderla: “si no te hubiera hecho caso, a estas alturas estaría trabajando con mi hermano. Y por favor déjate de estupideces. Piensa que eres una mujer hecha y derecha y no la niñita imbécil consentida de sus papás.”

Ella apenas tiene fuerzas para suplicarle a Germán que no le hable así y se suelta llorando. Ese llanto resulta otro buen pretexto para lastimarla e interrumpir la conversación dejándola en la incertidumbre y la desesperanza: “mejor cuelgo. Me chocas cuando te pones así.” Carla se disculpa y le promete regresar lo más pronto posible a la casa. Irritado por tanta mansedumbre, Germán le descarga un último golpe: “Por mí, si no quieres no regreses: me da lo mismo.”

Lo avergüenza reconocer que al final de esas conversaciones él se siente fortalecido, vengado de todas sus frustraciones. Sin embargo, a los pocos minutos llama a Carla para excusarse y pedirle que le tenga paciencia.

II

Aunque hoy al fin tiene una buena noticia que darle, Germán no se atreve a comunicarse con su mujer. Carla lo conoce demasiado y por más que pretenda ocultárselo, ella adivinará que tras su euforia oculta un sentimiento turbio que empaña un logro que es casi un milagro: haber conseguido trabajo cuando el desempleo ha empujado a cientos de personas al suicidio. Muchas veces él había pensado que la única solución a sus problemas era quitarse la vida.

Anoche mismo volvió a considerarlo, pero algo lo detuvo. El insomnio fue horrible, el despertar abrumador. Fingió dormir para no hablar con Carla. Permaneció mucho tiempo en la cama hasta que sintió el impulso de alejarse. Al salir de la casa miró el reloj.

III

Eran las 10. Harto de presentarse en almacenes y fábricas, decidió suspender la búsqueda. Caminaba sin rumbo. De pronto, al pasar frente a un viejo edificio, vio a dos camilleros que introducían una bolsa negra dentro de una ambulancia. En cuanto se alejó, los curiosos estrecharon el círculo en torno a una mujer que, ajena a las frases de consuelo, gemía desesperada:

“Alfonso y yo éramos vecinos, lo conocí muy bien. Tenía su esposa, pero ella lo dejó y últimamente sólo lo acompañaba su perro Káiser. A la hora en que salí para irme a trabajar encontré al pobre animal llorando en el corredor.

“Pensé que Alfonso lo había castigado por alguna travesura y me acerqué a calmarlo, pero cuando vi su expresión tuve el presentimiento de que algo malo le había sucedido a su amo. Por desgracia no me equivoqué: Alfonso estaba muerto.”

Germán sintió un impulso irrefrenable por conocer el resto de la historia e intervino: “¿de qué murió?” La mujer le respondió como si lo conociera de toda la vida: “se colgó de la regadera. La soledad y la desesperación de no conseguir trabajo acabaron con él. A últimas fechas llegó a decirme que ya no le encontraba gusto a la vida y que iba a ponerle fin. Jamás pensé que hablara en serio, pero ya ve.”

Un acceso de llanto le impidió seguir hablando. Los curiosos le dirigieron nuevas frases de consuelo. Un anciano con sombrero tomó la palabra: “el hombre ya está descansando. Ahora el que va a sufrir es el pobre perro.” La mujer, a quien algunos llamaban Rosario, se limpió el llanto con las manos y recobró la energía: “Cómo no: Alfonso y él eran inseparables. Lo que temo es que el animal se deje morir. Los perros siempre siguen a sus amos.” El anciano siguió argumentando: “sería bueno sacar al perro del departamento, porque si no…” Movido por una mezcla de compasión y curiosidad, Germán se ofreció a subir en busca de Káiser. Rosario fue tras él.

Los camilleros habían dejado la puerta entornada. Al abrirla vieron al perro echado sobre un montón de ropa. Germán apenas lo miró. Estaba anonadado ante el desorden y la confusión de objetos. Sobre los muebles había platos con restos de comida, botellas, revistas atrasadas y encima de la mesa un periódico abierto en la sección de avisos. Círculos negros aureolaban algunos recuadros: “Se busca…” “Se necesita…” “Se ofrece…” Una cruz destacaba la última oferta de la página: “Urge ayudante de calderero. Fábrica La Benigna. Contratación inmediata.”

Germán leyó la fecha del periódico y comprobó que era del día anterior. Desalentado, abandonó el departamento con sigilo y descendió las escaleras. En el corredor, los niños jugaban en silencio, anonadados por el paso de la muerte. En la calle, el grupo de curiosos había disminuido: “¿y el perrito?” Germán les respondió con brusquedad: “no quiere salir y yo tengo que irme. Con permiso.”

IV

Eran las 12. Faltaban cuatro horas para que su esposa saliera del trabajo. Germán pensó en sorprenderla esperándola afuera de la tienda. Quedaba lejos, pero aun así él tenía tiempo de sobra para llegar y hasta para darse una vuelta por La Benigna y ver si todavía estaba disponible el puesto de ayudante de calderero. Sin pensarlo más, se dirigió al parabús. Durante todo el camino estuvo preguntándose cómo habría sido Alfonso. Se sintió aliviado cuando al fin llegó a la calle Cuatro.

El policía que resguardaba la entrada de La Benigna le marcó el alto. Germán sintió rabia, pero la contuvo y le preguntó en el tono más suave si de casualidad seguía vacante el puesto. El guardia le respondió: “regístrese con la recepcionista, suba por aquella escalera y pregunte por el contador Salas.”

Mientras seguía las instrucciones, Germán recordó su proyecto de sorprender a Carla. Ansiaba encontrarse con ella y contarle del suicida. Una voz femenina lo sorprendió: “disculpe, ¿a quién busca?” “Al ingeniero Salas.” La muchacha no lo dejó terminar: “¿es usted la persona que llamó ayer?” Germán sonrió y la recepcionista lo hizo también: “se notaba que tenía prisa, porque ni siquiera me dejó terminar de explicarle que la plaza es de eventual. Permítame un momentito.”

Cuando se quedó a solas, Germán pensó en que tal vez hubiera sido Alfonso quien había llamado, pero decidió olvidarse de aclaraciones, y más cuando la recepcionista le indicó que pasara a la oficina del fondo. Germán se alistó para someterse a la misma serie de preguntas que había escuchado a lo largo de tres años de búsqueda: “¿cuándo tuvo su último empleo?” “¿Renuncia o despido?” “¿Motivos?” “Nivel de estudios.” “¿Experiencia?” “¿Ha sido alguna vez privado de su libertad?”

El ingeniero Salas tenía una cara poco amigable. Germán también estaba entrenado para soportarla, pero no para responder al cuestionario que le planteó Salas: “¿ha pensado en irse a Estados Unidos?” “¿Qué significa para usted el trabajo?” “¿Cuántas personas dependen de usted?” “¿Se considera un hombre optimista?” En este caso no titubeó en responder: “volvería a serlo si consiguiera el puesto.” El ingeniero Salas sonrió sin abandonar su papel: “¿tiene cartas de recomendación? Aquí pedimos tres. ¿Cree que podrá traérmelas mañana a las ocho?” El tono de la pregunta indicaba que la entrevista había concluido.

Germán salió de la oficina y al notar la sonrisa de la recepcionista sintió que, como le había dicho Carla, algo bueno iba a suceder en su vida. Pensó en Alfonso. Para siempre lo ignoraría todo acerca de él, excepto su nombre, el de su perro y las circunstancias de su muerte; sin embargo, en cierta forma, era su salvador.

V

El aire helado de la calle lo obligó a cerrarse la chamarra. Al sentir la piel de su cuello lo asaltó un razonamiento macabro en relación al suicida. Era mejor olvidarse de él y hablarle a Carla, pero lo postergó.

Su padre aseguraba que cuando una persona camina la sangre le circula mejor y se aclaran sus ideas. En las suyas seguía presente Alfonso. Lo intrigaba el hecho de que, cuando estaba a punto de resolver su problema –lo decía la marca sobre el anuncio en el periódico– hubiera perdido las fuerzas para seguir adelante. Pero, ¿por qué?

La respuesta llegó para Germán con una nueva ráfaga de viento helado: tal vez porque en la vida de Alfonso faltaba una mujer como Carla. El ansia de comunicarse con ella lo hizo correr hasta que encontró una caseta telefónica. Esperaba oír su voz y escuchó la de Jessica, su compañera de trabajo: “estuvo esperando que la llamaras. Se acaba de ir.” Germán sintió la soledad que Alfonso debe haber sentido muchas veces. Colgó el teléfono y se le salieron las lágrimas. Tuvo miedo de regresar a su casa, encontrarla desierta y no tener con quien compartir la única buena noticia en tres años.

 
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