Usted está aquí: lunes 24 de noviembre de 2008 Opinión Aprender a morir

Aprender a morir

Hernán González G.
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■ Asistir a enfermos/III

Algunas buenas conciencias se molestaron con el concepto de puntualidad como rasgo esencial de la muerte expuesto en la columna anterior, y un lector menos aprehensivo solicitó “mayor precisión en tu precipitada afirmación”.

Por lo pronto, se me ocurre recordar la irrefutable frase: “Nadie se muere la víspera”. Vaya, ni siquiera los pavos para Navidad. O la diferencia entre el rayo –situación comprometida de la que inexplicablemente alguien sale vivo– y la raya –línea finísima que, al ser cruzada, conduce a la muerte, haya o no habido riesgo.

“Otras situaciones que he enfrentado –continúa Gerardo Carrillo, cuyo comentario quedó inconcluso en la entrega pasada– respecto al cuidado de mi esposa tienen que ver con lo que llamaría una comunicación permanentemente alterada de su parte debido, me queda claro, a su penoso estado.”

“Ya sea al darme indicaciones en cadena o mientras estoy llevando a cabo la primera, al grado de no poder recordar la índole de las mismas, o tener que explicarle que sólo puedo hacer una cosa a la vez. O cuando equivoca el sitio donde afirma, segura, que está algo, sean unas pastillas, un suéter o un papel. A punto de volverme loco tratando de encontrar ese objeto donde ella me indicó, escucho su voz que, sin mucha culpa, informa que ya halló lo que mandó a buscar o, si mi alteración es notoria, envía como emisario a uno de nuestros hijos, con la consiguiente sucesión de recriminaciones.”

Por su parte, Luisa, la esposa convaleciente, manifiesta: “Ha sido un calvario, no sólo por los dolores físicos y la lentitud para recuperarme, sino por la rabia acumulada provocada por varios motivos, entre otros:

“El absurdo accidente de tráfico en el que sin deberla ni temerla salí perjudicada. La desesperante y frustrante dependencia física de mi esposo y de mi mamá, la poca atención a mis pequeños, fastidiados y con pocas posibilidades de apoyarlos; la alteración y casi anulación de mis actividades, la impotencia y la inmovilidad forzosa.

“También que mis cuidadores, a quienes no tengo cómo agradecer su cariño, atenciones y paciencia, ignoren dónde están las cosas o que todo lo hagan con lentitud, la interrupción forzosa de planes, y otra preocupación que me agobia en silencio: temor a que mi esposo se aburra o canse. Procuro aceptar mi situación, que a Dios gracias es temporal, y trato de aprender cada día, pues todo encierra una enseñanza.”

 
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