Usted está aquí: domingo 23 de noviembre de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Todo por el Rey

Hace tres años que Rey murió. Como siempre por estas fechas, voy a visitarlo en su tumba. A pesar del tiempo transcurrido no logro consolarme de su pérdida. Aún me resulta difícil despertar y no verlo, salir a la calle sin su grata compañía o volver a casa y que no salga a recibirme.

Cuando el doctor me dijo que la enfermedad de Rey era incurable sólo pensé en hacerle más dichosos sus últimos días. ¿Cuántos? Imposible saberlo, pero ya fuese una semana o un mes era indispensable administrarle los analgésicos. “Si los rechaza tienes que insistir, de otra forma lo verás aullando de dolor”, me dijo el médico al entregarme la receta.

Corrí a la farmacia para surtirla. Me chocó la presentación de las gotas: un frasquito oscuro, adusto, amenazante. En cuanto llegara a la casa las vertiría en un recipiente gracioso que hiciera pensar a mi enfermo en la miel. Desde pequeñito le encantó. Durante el periodo de su educación significó un estímulo y una recompensa a sus logros. Fueron muchos y especialmente notables si tomamos en cuenta su origen turbio y el abandono en que el pobre creció.

II

Nunca he olvidado cómo lo conocí. Yo tenía 10 años y acababa de terminar el quinto de primaria. Un domingo mi amiga Elvira me invitó a su casa. A pocos pasos del edificio en donde vivía con mis padres tropecé con el pequeño. El pobrecito andaba deambulando, como tantos otros menesterosos, en busca de abrigo y de comida. Su delgadez, su mal aspecto y su hosquedad evidenciaban miseria y malos tratos. A pesar de todo, en sus ojos descubrí un brillo de ternura e inteligencia.

Aquella mirada me impresionó. Regresé a mi casa. Tomé pan, un poco de carne y, sin muchas esperanzas, volví al sitio en donde minutos antes había visto al desconocido. Contra lo que esperaba, lo hallé dormitando en un quicio. Mis pasos lo alarmaron, se levantó de golpe y se puso en guardia, como si temiera mi ataque. Le pedí que se tranquilizara y retrocedió. No quise forzar la situación y me limité a dejarle la comida al pie de un árbol: “Es para ti”, le dije y me di la media vuelta.

Reanudé mi camino a la casa de Elvira. Mientras tocaba el timbre noté que el pequeño me observaba a muy corta distancia. Deduje que aún estaba hambriento. “¡Vete! Ya no tengo nada que darte.” Me miró con expresión de reproche y se alejó. Por un momento me sentí aliviada, pero durante todo el tiempo que permanecí en la casa de Elvira seguí pensando en aquella criatura. Imaginarla tan débil e indefensa, en medio de todos los peligros de la ciudad, me llenó de culpa.

A las siete de la noche, como me lo habían prometido, mis padres fueron a recogerme. Al salir vi al pequeño sentado en la banqueta. Con pasos lentos fue a mi encuentro y se me quedó mirando en silencio, pero sus ojos y la tensión en su cuello eran una súplica de auxilio. Antes de subir al coche tuve una ocurrencia: “Mamá, papá: ¿puedo llevármelo a la casa?” Intercambiaron miradas y al mismo tiempo preguntaron: “¿A quién?” “A él”, dije.

Mi madre no podía creer que pretendiera convivir con un ser tan lamentable, de seguro lleno de malos hábitos y enfermedades. Supliqué: “al menos por esta noche; hace frío y se nota que tiene hambre.” Mi padre dijo que le gustaría complacerme a no ser por un obstáculo: “nuestro departamento es muy pequeño. ¿En dónde se va a quedar?” “En mi cuarto. Después de todo sólo será por una noche.”

No fue así. Rey vivió con nosotros durante nueve años. Desde el principio se ganó mi cariño. Llegó a ser tanta mi dependencia de él que, meses más tarde, para no perderlo, urdí con ayuda de Elvira un plan perverso.

III

La noche de aquel domingo fue de gran actividad. Por principio de cuentas tuvimos que hacer un arreglo en mi cuarto para buscarle acomodo a nuestro inquieto huésped. Cuando al fin logré improvisarle una cama le dije: “anda, ven. No tengas miedo. Aquí vas a estar como un rey.” Ese fue el origen de su nombre. Está escrito en su lápida: “Aquí descansa Rey, el perro más noble del mundo.”

Reconozco que fui desconsiderada con mis padres al pedirles que me dejaran conservar a Rey. Nunca me puse a ver que su presencia nos robaba espacio; que su alimentación y las visitas regulares al veterinario eran una carga adicional en nuestro reducido presupuesto. Menos todavía se me ocurrió pensar que sacarlo a su paseo diario significaba para mi madre una tarea más entre las muchas que realizaba.

El hecho de que mis padres aceptaran que Rey viviera con nosotros fue una prueba de generosidad hacia mí; sin embargo, con frecuencia recibía sus quejas: “¿sabes lo que hizo tu amiguito? Se subió a la mesa y se comió la carne.” “Se orinó en el periódico y ahora no lo puedo leer.” “Desgarró tu falda”. Agravios como estos ocurrieron mil veces hasta que al fin me pusieron un ultimátum: “o educas a tu animal o lo echamos a la calle.”

Entonces comenzó el entrenamiento de Rey. A base de castigos y recompensas que consistían en cucharaditas de miel, conseguí que tuviera un buen comportamiento y aceptara la correa cuando lo sacábamos a pasear. Rey se hizo famoso en el rumbo gracias a mi madre. Cada vez que alguien lo elogiaba, ella describía las malas condiciones en que había llegado a nuestra casa. Esas palabras acrecentaron mi orgullo y mi cariño hacia el animal, que era mi compañero y confidente.

IV

Todo iba bien hasta que una tarde mi padre nos comunicó una pésima noticia: “me quitaron las horas extras. Tenemos que reducir gastos así que, con mucha pena, les digo que Rey se va.” Protesté, describí la vida horrible que mi perro llevaría en la calle. Mi padre procuró desvanecer mis temores: “hay un refugio canino. Allá vivirá seguro y podremos visitarlo de vez en cuando.”

Su frialdad me sorprendió. Las pocas veces que por travesura Rey escapó mi padre fue el primero en tapizar las paredes de la colonia con su descripción y la promesa de recompensar a quien nos lo devolviera. Aunque se lo recordé no modificó su veredicto: “sí, yo también me encariñé mucho con él, pero tiene que irse. Y por favor, ya no hablemos más de esto.”

Mi angustia se convirtió en furia. Interpreté la decisión de mi padre como prueba de indiferencia y autoritarismo. Sin dudarlo se lo reproché con insolencia. Mi madre castigó mi altanería tachándome de abusiva y malagradecida, y temblando de rabia amenazó con devolver a Rey a las calles.

Ahora comprendo que su arranque estaba justificado por mi comportamiento y su sentencia era producto de la desesperación, pero en aquel momento lo atribuí todo a su falta de amor hacia mí y hacia Rey. Conservarlo a mi lado era lo único que me preocupaba y acudí a Elvira en busca de consejo.

Después de mucho pensarlo tuvo una ocurrencia: “mañana, cuando saques a pasear a Rey me lo traes aquí para que lo esconda en el cuarto de los tiliches. Allí podrá quedarse hasta que tus papás cambien de opinión. Tal vez los convenzas cuando vean que vuelves a la casa sola, llorando. No lo olvides: llorando.” “¿Y si en vez de preocuparse se alegran?”

Para esa pregunta Elvira no tuvo respuesta, pero acepté su plan. Lo llevé a cabo con toda puntualidad, incluido el llanto. Como lo había imaginado, mis padres se limitaron a consolarme y a decirme que pronto iba a olvidar a Rey y quizá con el tiempo, cuando las circunstancias mejoraran, llegaría a tener otro perro. Me avergüenza reconocer que, llena de odio hacia ellos, escapé a mi cuarto.

Por la noche, bajo amenaza de castigo, acepté sentarme a la mesa. La sala-comedor, sin Rey echado junto a mi silla, me pareció inmensa y horrible. Al servir la cena mi madre se inclinó hacia el plato de Rey para depositarle su ración: “¡qué tonta!”, dijo sonriendo, con los ojos húmedos.

Comimos en silencio. A cada ruido que oíamos en la escalera mi padre se quedaba atento. Me producía una dicha perversa saber que, aun cuando no lo confesara, esperaba oír –como después de otras desapariciones– las patas de Rey arañando la puerta. Por fin llegó el momento de irnos a la cama.

En la quietud de mi cuarto imaginaba a Rey inquieto, durmiendo en un espacio desconocido, tal vez con frío, extrañándome. No pude más. Me levanté, fui a la habitación de mis papás y les conté lo sucedido. Nos pedimos perdón: ellos por no haberme comprendido y yo por mi crueldad.

A la mañana siguiente fuimos los tres en busca de Rey. Al vernos saltó para manifestar la dicha del rencuentro. Con los años se convirtió otro miembro de la familia. Vivió feliz hasta que enfermó. Cuando los analgésicos perdieron su eficacia decidimos darle la muerte digna que merecía Rey: el más noble de los perros.

 
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