Usted está aquí: sábado 22 de noviembre de 2008 Opinión La Muestra

La Muestra

Carlos Bonfil
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■ Import/ Export

Vidas paralelas. En Import/Export, su segundo largometraje de ficción, el realizador austríaco Ulrich Seidl (Días perros, 2001) elige una forma original de retratar la realidad europea a casi dos décadas de la caída del muro de Berlín.

Los saldos de la ilusión neoliberal están a la vista, no sólo en la recesión económica que hoy padecen las economías industrializadas, sino en el deterioro creciente de la situación social en los países del este europeo, con sus flujos masivos de inmigrantes, su desempleo crónico y su pauperización rural y urbana.

La joven ucraniana Olga (Ekaterina Rak) diversifica en lo posible sus opciones de supervivencia como madre soltera en la ciudad natal, desde el trabajo en un hospital hasta su empleo en una agencia de gratificación sexual por Internet para consumidores extranjeros. Cuando estas opciones se agotan, decide partir hacia Austria en busca de mejores oportunidades. Por su parte, el joven Paul (Paul Hoffmann) intenta en vano mantener sus empleos temporales, uno de ellos como agente de seguridad (golpeado y maniatado por una banda de inmigrantes), con el propósito de pagar sus múltiples deudas. Él y su padrastro abandonan Austria y deciden probar fortuna vendiendo máquinas de juego y distribución de caramelos en diversos países de Europa oriental.

A partir de esta propuesta narrativa, el realizador se libra a una radiografía inclemente de la mezquindad humana. La clase media austriaca es descrita con ironía todavía mayor que en aquellos Días perros de la canícula vienesa. Olga debe soportar tratos vejatorios como empleada doméstica, hasta finalmente encontrar cierta estabilidad en un asilo de ancianos en estado de abandono y demencia, que sólo puede ser una triste antesala a la morgue. Paul visita en Eslovaquia lugares apenas menos deprimentes, como un miserable conjunto de viviendas suburbanas, donde los gitanos residen hacinados a lado de montañas de basura. Michael (Michael Thomas), el acompañante de Paul, es un caso límite de imbecilidad, cuya distracción consiste en humillar a prostitutas rusas para mostrar a su hijastro el poder del dinero.

Esta galería de miserias humanas terminaría por agotar la paciencia del espectador mejor dispuesto, de no ser por el inteligente contrapunto dramático que ofrece el realizador. Tanto Olga como Paul son seres complejos, dotados de sensibilidad y capaces de distanciamiento irónico. Si el joven es capaz de crueldad con la novia a la que su mascota agresiva amedrenta, se niega en cambio a ser cómplice de su cínico padrastro, tan sádico como sexualmente impotente. Y si los ancianos viven una situación terminal de desamparo y son objeto fácil de burlas y desdenes, el director les reserva, a través de Olga, los paliativos más generosos.

La misantropía evidente de Ulrich Seidl afila sus dardos contra personajes moralmente mezquinos, en suma, contra una Europa del bienestar satisfecho. Su propósito no es escandalizar a las buenas conciencias, sino mostrar sin rodeos ni subterfugios una realidad social que muchas ficciones fílmicas prefieren ignorar por completo. De esta manera trasciende la aparente crueldad de sus relatos para arribar a su mejor cometido, el tránsito eficaz del horror a la piedad más sincera.

 
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