Usted está aquí: jueves 20 de noviembre de 2008 Opinión Entre la renovación y la inercia

Adolfo Sánchez Rebolledo

Entre la renovación y la inercia

La experiencia ha probado que las cosas en el PRD suelen discurrir por caminos ajenos a la lógica más común. Hay en sus comportamientos una suerte de “excepcionalidad” que obliga a la cautela. Hasta ahora, las corrientes en pugna han sido incapaces de expresar en términos racionales los alcances de sus divergencias, de modo que en la superficie todo aparece como si únicamente se tratara de una lucha por el control y el usufructo de las prerrogativas, multiplicando así el descrédito general, azuzado desde fuera por la campaña mediática hostil. En ese sentido, la decisión de Alejandro Encinas de no renunciar al PRD evita una fractura mayúscula y un nuevo escándalo. Y eso es saludable. Se reconoce, además que, liberado de las trabas impuestas por sus aliados en Izquierda Unida, podrá  diseñar una política propia, más ajustada a sus personales convicciones, como ya lo anunció el martes.

En cuanto al PRD, no escapa al observador la existencia de diferencias nada despreciables respecto al futuro del partido o la agenda nacional, más allá de la relación institucional con el gobierno, como demuestra la interpretación final que se ha hecho de la reforma petrolera. Pronto sabremos si, en efecto, la “normalización” del PRD pasa por el debate de tales posturas o si, como algunos temen, la brecha que las separa se vuelve a abrir de forma irreversible en torno a las candidaturas con vistas al próximo año electoral. Y lo más importante: está pendiente una revaloración de las relaciones entre el movimiento social y político que encabeza Andrés Manuel López Obrador y las demás fuerzas que forman el FAP, incluido el PRD.  

Para bien o para mal la gran izquierda deposita sus esperanzas en un cambio pacífico, electoral, conseguido y defendido por una mayoría tal que el resultado no pueda ser “expropiado” por sus adversarios. Y ya se ha visto que éstos no se tocan el corazón para conseguir sus propósitos, como demuestra la experiencia de 2006.

En consecuencia, la tarea de crear una alternativa es una cuestión que atañe a la izquierda democrática en su conjunto y no sólo a un partido o a un dirigente por importante que sea. Si la unanimidad es imposible, la unidad de acción es condición sine qua non para avanzar.

Rechazar el fantasma del “lombardismo” actualizado por ciertos afanes “socialdemócratas” realmente pueriles no equivale a recaer en el sueño rupturista del infantilismo histórico. La cuestión no es menor. Estamos en plena crisis. Sin embargo, las preocupaciones en torno al empleo, la salud y el empobrecimiento de millones de ciudadanos todavía no aparecen en los discursos con la fuerza articuladora que sería esperable en una coalición que plantea “por el bien de todos, primero los pobres”.

Hace falta un planteamiento unificador, una opción democrática a las políticas oficiales que se han convertido en una traba para el desarrollo del país. La igualdad, concebida como principio rector de la izquierda, carece de significado si no se garantiza la libertad de los ciudadanos para organizarse y luchar por ella, es decir, para influir en las decisiones de orden general que les conciernen, lo cual hoy no ocurre.

Urge devolver a las organizaciones civiles y sociales la voz que la herencia corporativista les canceló, así como la promulgación de leyes que aseguren la mayor participación de la ciudadanía en los asuntos públicos.

No se trata de agrupar a los más “puros” o “duros” para las batallas venideras, sino de convocar a una nueva relación de la izquierda con la comunidad, ajena por completo a las fórmulas desgastadas del viejo clientelismo que impiden la formación de una nueva moral social más exigente y comprometida, menos atada a los favores de la autoridad.

Es hora de reflexionar sobre los movimientos sociales, como el de los maestros, por ejemplo, que son capaces de grandes y sufridas movilizaciones, pero en la actual correlación de fuerzas difícilmente logran vencer al Estado.

Los partidos de izquierda apoyan esas causas, y si bien es verdad que no las instrumentalizan tampoco les abren nuevas perspectivas. Las tratan como asuntos gremiales y no como cuestiones de Estado de cuya resolución depende en buena medida la salud de la República.

La tarea de los partidos de izquierda no es organizar bajo su férula a los movimientos, sino elaborar junto con ellos una opción para el país por la cual valga la pena luchar y comprometerse. Es una tarea ideológica y programática de primer orden a la que no se le da la importancia política que tiene.

Mantener viva la esperanza de la gente sin hacerle concesiones al poder es una cuestión decisiva, pero no suficiente. Tampoco se puede aspirar a ganar las elecciones despreciando la necesidad de contar con una formación poderosa y bien aceitada, como si todos los partidos por definición fueran execrables u oponiendo el trabajo de masas a la actividad parlamentaria o de gobierno.

 
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