Usted está aquí: martes 11 de noviembre de 2008 Opinión Carestía

Pedro Miguel
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Carestía

Uno de los precios que más se han incrementado en México en años recientes, junto con el de la gasolina, el huevo y la tortilla, es el del gobierno. Con o sin inflación, independientemente de la calidad de los servicios prestados y al margen de las circunstancias económicas internas y externas, los poderes públicos negocian entre ellos las cantidades de dinero que se asignarán a sí mismos y las incrementan año tras año, de manera implacable y hasta grosera. Detrás de las montañas de discursos y promesas, por debajo de los tecnicismos que buscan encubrir el abuso, la clase política no suda ni se acongoja por penurias económicas. Entre los rituales del calendario político, uno muy deprimente –a evaluar por resultados– es el del manoseo argumental de la educación, la salud, la vivienda y el bienestar de la población, que se presentan como batallas definitivas (aunque su vigencia sea de 12 meses) contra los grandes problemas del país: las negociaciones por el Presupuesto de Egresos, en las que participan diputados de lo más patriótico, funcionarios de Hacienda que hacen alarde de sensibilidad social, gobernadores, directores generales y presidentes de cosas autónomas, así como una nube de variopintos gestores y coyotes, como se conoce desde tiempos ancestrales, en nuestro lenguaje, a los que ahora llaman lobbysts.

La doctrina neoliberal, aplicada en México por la cadena de gobernantes Salinas-Zedillo-Fox-Calderón, dice que el Estado debe reducirse al mínimo. Esa especie de anarquismo de derecha, acuñado por Friedrich Hayek, ha pregonado que la presencia del sector público en la economía inhibe el florecimiento del orden espontáneo del mercado, la ley y la moral. La regulación de las actividades privadas y la redistribución de la riqueza (lo repetía hasta hace unos días el derrotado McCain, de pie sobre las ruinas del neoliberalismo) son pecados de lesa libertad. Más mercado y menos gobierno es la fórmula de la felicidad de las naciones.

Algo no cuadra en esa ortodoxia si uno se abre paso por entre el blindaje tecnocrático de los presupuestos anuales de egresos de la Federación (no otra cosa es la redacción de tales documentos, y más si se consultan las versiones desagregadas que difunde la Secretaría de Hacienda) y corrobora el incremento sostenido de los recursos nacionales que devoran los aparatos burocráticos: de 2002 a 2008, por ejemplo, el gasto programable de los “ramos autónomos” (poderes Legislativo y Judicial, IFE y CNDH) subió de 26 mil 500 millones de pesos (mdp) a casi 47 mil 800 mdp, aumento de 80 por ciento. En el mismo periodo la operación del gobierno federal (gasto programable de “ramos administrativos”: Presidencia, secretarías de Gobernación, Relaciones Exteriores, Hacienda, Defensa, Agricultura, Comunicaciones, Economía, Educación, Salud, Marina, Trabajo, Reforma Agraria, Medio Ambiente, Procuraduría, Energía, Desarrollo Social, Turismo y Función Pública, tribunales Agrario, Fiscal y Administrativo, Seguridad Pública y Conacyt) ha pasado de 333 mil 564 mdp a 656 mil 514 mdp (97 por ciento de incremento). Puntos de referencia: en esos mismos seis años el salario mínimo subió de 42.15 pesos diarios a 52.59 (aumento de 24 por ciento), y el precio de la gasolina (Magna) pasó de 5.71 pesos por litro a 7.01, lo que representa un alza de 22 por ciento.

Tal vez el gasto se justificaría si hoy tuviéramos un país más justo, más seguro, más educado, más saludable y más soberano, con instituciones robustas y prestigiosas. Pero del foxismo al calderonato México ha padecido un incremento exasperante de la desigualdad social, de la injusticia, de la pobreza, de la inseguridad y del descrédito institucional. El IFE y la CNDH han caído en un abismo de desprestigio; las dependencias de procuración de justicia y de seguridad pública dan pánico; la Profeco colabora en la defraudación de los consumidores; la Segob es (¿fue?) promotora de contratos para empresas familiares; en el presupuesto educativo hay espacio para estacionar 59 Hummers; la Suprema Corte exonera a violadores de derechos humanos; el Congreso realiza maniobras de distracción para tapar los afanes privatizadores de la industria petrolera, y la Presidencia, aniquilada por el dolor, pretende ordenar al país que reverencie la memoria de un prócer inverosímil y hechizo.

En conjunto, en 2008 el funcionamiento o la disfunción de esas estructuras han costado al país 700 mil millones de pesos, dineritos meramente operativos que se quedan muy por debajo de los 2 billones 569 mil 450 millones 200 mil pesos presupuestados para el gasto público del año, y en los que van, además de los gastos de administración, los pagos del Fondo Bancario de Protección al Ahorro y deuda, las participaciones a las entidades federativas y algo más. Para 2009 se prevé incrementar esa suma hasta 3 billones 45 mil millones de pesos.

¿Para qué?

 
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