Usted está aquí: lunes 10 de noviembre de 2008 Opinión El factor sensible

Hermann Bellinghausen

El factor sensible

Como efectos especiales no estaban mal. Lo inquietante es que sucedían en la vida real. La copa frente a mí rezumaba vapor y ondas de colores, como en las películas de brujería o magia de Hollywood, que el cine mexicano clásico resolvió con hielo seco. La mujer tras el mostrador la tomó y se la llevó, negándomela, como quien dice, lo cual era raro. Otros parroquianos, a quienes no conocía, protestaron, y la mujer ni siquiera volteó al perderse tras las rojas puertas oscilatorias de la cocina.

Con un palmo de narices, miré alrededor. El lugar estaba lleno por una aplastante mayoría de varones. Se respiraba la testosterona. Todos bebían copas rebosantes de vapores coloridos, evitando mirar ninguna de las pantallas de televisión encendidas. Algo también raro. Es más fácil mirarlas.

Eran días que estábamos como conejos lampareados, de rodillas ante las noticias, que más que nunca habían desplazado a la realidad.

El sentido común no estaba de moda. Se sabía de un colapso virtual del mundo del dinero, y había en las calles montones de muertos perforados todas las noches, a lo mejor allí mismo, saliendo, en la esquina a lo más.

Unas cabezas del Estado perecían abrasadas en una gigantesca pira en Paseo de la Reforma, quemando a otros y casi a la histórica Fuente de Petróleos. Las aguas, que en grandes extensiones del centro y el norte escaseaban hasta la exasperación, en el sur arrasaban las poblaciones de las riberas. Las montañas se estaban cayendo, literalmente, o las estaban derrumbando las mineras canadieneses. Dominaba la sensación, reforzada con datos duros, de que al que se atravesaba lo atropellaban las “circunstancias”.

Eso sí, a lo inevitable se agregaba, acá abajo donde vivivimos, los “daños colaterales”, una dieta intensiva de telenovelas románticas y absurdas, completamente retro, delirantes programas de concurso y futbol todos los días de la semana.

Pero esa noche, en aquel antro (podemos llamarlo antro), la concurrencia pasaba. De todo. De las pantallas, e inexplicablemente de sus copas sicodélicas a medias. Se miraban entre sí, conmocionados por la desaparición de escena de la mujer tras el mostrador; quizá por ser la única y llamativa hembra, cargada de tensión sexual. Se acalló la música grupera que hasta ese momento ahogaba la atmósfera, y se hizo un silencio. Un vacío que significaba algo.

Tras unos instantes, de la calle se hizo oír un murmullo musical progresivamente audible. Los clientes del establecimiento comenzaron a incorporarse de sus sillas y bancos, y encaminarse a la salida, como si les hubiera picado el flautista de Hamelin.

No entendí qué pasaba. Será porque no me había metido nada. Con eso de que la mujer tras el mostrador me negó el trago, pócima, potaje, coctel o lo que fuera que esa noche servían en el establecimiento, que parecía una pulquería del siglo XXI.

Por curiosidad me uní a ellos. Me encontré rodeado de sonámbulos, o más bien hipnotizados, como en El corazón de cristal, de Werner Herzog. Si los fantasmas eran ellos, ¿por qué sentía yo serlo, y ellos sensata materia?

La salida del establecimiento daba a una placita. Debió ser por Balbuena, porque los aviones pasaban ya bien bajo, inmensos. La noche, especialmente clara. Y justo en medio de la plaza, una nube estaba allí varada, fuera de lugar, solitaria. Sin forma definida, pero ovalada y semitransparente, parecía respirar, sin la densidad majestuosa de los infinitos rebaños de nubes que los aviones sobrevuelan en altura de crucero, y sin embargo consistente. Una presencia.

Me di cuenta de que estaba hablando en voz alta. A la nube. Hagan ustedes el favor. Con no poca pena, miré alrededor por si los demás lo habían notado. Ni pelaron. Se dispersaban tranquilamente, como si hubieran despertado sin que me diera cuenta.

La mujer del establecimiento asomó por el portón entreabierto y gritó: “¡Ora, pelados, no han pagado!” Voz que clama en el desierto. El desdén con desdén se paga. Y al menos yo no tenía que darme por aludido. La miré con indolencia. Furiosa, pero guapa, me recordó a Sophia Loren en los barrios de Vittorio de Sica.

La nube seguía allí. No se disipaba, ni desgarraba o cambiaba de forma como hacen las nubes. Nada más estaba, blanca, brillante, ligera, a mitad de la plaza. Dadas las circunstancias, era lo más real de todo. Allí, donde lo sólido se desvanecía en el aire, como siempre dijo Karl Marx que ocurriría.

 
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