Usted está aquí: viernes 7 de noviembre de 2008 Cultura Fuentes de la imaginación crítica

Sergio Ramírez
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Fuentes de la imaginación crítica

Por el año de 1965, para el tiempo en que hacía mis primeros viajes a la ciudad de México, mis visitas a la librería El Sótano, cerca de la Alameda, eran infaltables. No era un nombre gratuito el de la librería, porque se hacía necesario bajar bastantes gradas desde el nivel de la calle para entrar en un hondo recinto donde los libros se exhibían sobre mesas de pino, además de los que llenaban los anaqueles, un espacio para nada lujoso, un poco a la moda desenfadada de aquella época de alpargatas, cabellos largos y boinas a lo Che Guevara. Fue entonces que me encontré con el breve cuaderno que era Aura, el primer libro que leí de Carlos Fuentes.

Lo que recuerdo de aquella escritura era la prosa sin aliento, que podía llevarlo a uno por vericuetos de soledad y de misterio, y crear de inmediato una sensación de nostalgia por lo leído, como si al agotarse la brevedad de aquellas páginas se saliera de un mundo perdido cuya puerta se cerraba sin remedio, un mundo de una transparente densidad que me enseñaba también que la mejor clave para escribir buena prosa era la de la poesía, porque aquella era una prosa poética, dictada al oído con aliento secreto. El siguiente libro suyo que leí fue Cantar de Ciegos, que me resultó también deslumbrante. Y entre los cuentos de ese libro no dejo de recordar La muñeca reina, otra vez la virtud embriagante del misterio.

A sus novelas entré primero por la puerta de La región más transparente, de cuya aparición se celebra este año el medio siglo. Denso y oscuro como era el paisaje de la tradición narrativa del continente, a Fuentes, en plena juventud creadora, le tocaba inaugurar de manera tardía la modernidad ausente a finales de los años 50, que fue cuando esta novela se publicó. Llenaba así un vacío de décadas, a través de lo que entonces dio en llamarse la novela urbana, en contraste con la antigua novela rural, pero que de verdad no hacía sino juntar las dos realidades, y aún tres, la urbana, la rural y la provinciana, en un solo mosaico de voces y escenarios.

Ya no se trataba de la visión romántica del terrateniente culto, con título universitario, en contraste con lo salvaje del medio que pretendía domesticar, como el Santos Luzardo de Doña Bárbara, la novela de Rómulo Gallegos; o del feroz explotador de indios y peones, de fuete siempre pronto en la mano, como en la novela Huasipungo, de Jorge Icaza. Ahora el personaje era la ciudad caótica misma que comenzaba a invadir el paisaje en América Latina: Caracas, Lima, Sao Paulo, México. Y nada más caótico que la ciudad de México, enferma de gigantismo, que tragaba de manera incesante campesinos llegados desde las áreas rurales, y que criaba una clase media fiel al mismo tiempo a la Virgen de Guadalupe y a la revolución congelada, un cadáver en el frigorífico custodiado por el PRI.

Después fue en La muerte de Artemio Cruz, aparecida en 1962, una novela que entraba en la historia mientras la historia entraba al mismo tiempo en la novela. Toda la urdimbre de la Revolución Mexicana podía explicarse en la vida de Artemio Cruz, el muchacho alzado en armas que luego se hacía poderoso porque la revolución había llegado a ser para él un brillante negocio, y ya anciano recordaba desde su lecho de muerte uno a uno los hechos de su vida en un monólogo, o mejor, en un diálogo consigo mismo, imprecándose a sí mismo, compadeciéndose a sí mismo, y dueño a la vez de un orgullo tenaz, su tributo a sí mismo.

La lectura de los primeros libros de Fuentes me convenció de que no sólo me hallaba frente a un modelo literario, sino también, al mismo tiempo, frente a un modelo ético, un escritor que tocaba los temas de la vida pública, sobre todos los vicios del poder, y el aprovechamiento del poder, con impaciencia crítica, y con rigor cáustico.

Para entonces, en los años 60, la década de los sueños ecuménicos, vida, literatura y cambio no formaban sino un todo, y la fuerza de la historia no podía dejar a la vera de la corriente a los escritores, que rompían con los moldes de las viejas maneras de escribir, e imprecaban contra las viejas estructuras de poder, con pasión e intransigencia. Era un compromiso con los ardores de una época, como se demuestra en la crónica de Fuentes sobre la rebelión juvenil de mayo del 68 en París, una rebelión que tendría más tarde de ese mismo año su espejo ensangrentado en la masacre de Tlatelolco en la ciudad de México.

Desde entonces hasta La voluntad y la fortuna, su nueva novela recién publicada este año, al cumplir 80 años de vida, el largo recorrido de Fuentes a través de sus libros nos lo muestra dueño de una calidad narrativa siempre innovadora, capaz de trazar historias novedosas sobre el gran mapa abierto de América Latina, y al mismo tiempo firme en su crítica del poder, un compromiso alumbrado siempre por la firmeza ética.

Fuentes viene de esa tradición del escritor comprometido que inventó Voltaire en el siglo XVIII, el siglo de las luces, el escritor que no deja nunca de estar pendiente de los temas ciudadanos, o el escritor como ciudadano que siempre está pendiente de denunciar las situaciones de injusticia. El ciudadano que se rebela y respalda a quienes se rebelan, el intelectual que imagina y también piensa, que inventa y a la vez predica, que no pone freno a la creación, pero tampoco a la calidad moral de su escritura. El escritor poseído por la pasión crítica y que no deja de ser nunca un apasionado, como lo sigue siendo al llegar a sus briosos 80 años.

Sevilla, octubre 2008.

 
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