Usted está aquí: martes 21 de octubre de 2008 Opinión Memento mori

José Blanco

Memento mori

La frase latina (“recuerda que eres mortal”) se usó muy a menudo por los marxistas durante la última década del siglo XIX y las dos primeras del XX para referirse en sus debates a la muerte inevitable del capitalismo, a propósito de sus observaciones sobre la gravedad cada vez mayor de las crisis capitalistas. Muchos de ellos contribuyeron a crear la “teoría del derrumbe”; muchos otros estuvieron duramente en contra.

Simplificando, esa teoría concluía que habría una crisis económica final del capitalismo que abriría las puertas al socialismo. Todo empezó cuando a fines de los 90 del siglo XIX Eduard Bernstein plantea la necesidad de “revisar” algunos temas decisivos en Marx, con lo cual nació, cargado del desprecio de muchos contemporáneos, el término “revisionista”. Bernstein quería huir de la revolución como medio de instaurar el socialismo y planteaba que la educación de las masas y la persuasión civilizada podría dar lugar al socialismo a partir de la socialdemocracia.

De la fecha señalada hasta la primera posguerra, entraron en el debate un extenso número de los marxistas de entonces: Kautsky reaccionó duramente, luego siguieron Cunow, Tugan-Baranowsky, Conrad Scmidt, Louis Boudin, Rosa Luxemburgo, Hilferding, Grossmann, Bauer, principalmente. Las posiciones su multiplicaban y los desacuerdos también.

En el Manifiesto del Partido Comunista se dice que las crisis serían cada vez más severas y que los medios adoptados para vencerlos (“la destrucción forzosa de una masa de fuerzas productivas, la conquista de nuevos mercados y la más completa explotación de los antiguos”) darían resultados sólo a costa de “allanar el camino para crisis más extensas y destructivas y… debilitar los medios por los cuales se previenen las crisis”.

A pesar de su contundencia, de esta tesis no puede concluirse que, según el Manifiesto, una crisis económica catastrófica final abriría las puertas de un nuevo régimen social. En 1927 Rudolf Hilferding concluía que “el derrocamiento del sistema capitalista no debe esperarse como cosa que debe ocurrir fatalmente, ni se producirá por obra de las leyes internas del sistema, sino que debe ser un acto consciente del proletariado”.

Que el capitalismo morirá por obra y gracia de sus leyes inmanentes, no hay tal, y en ello tenía toda la razón Hilferding; pero, vista la historia del siglo XX, ya no puede decirse que el sujeto del cambio pueda ser el proletariado, al menos no los obreros industriales “típicos” a los que hacían referencia los marxistas aludidos.

Acaso vivamos en los próximos años la peor crisis capitalista de la historia, pero, a pesar de ser mortal, como cualquier otro régimen socioeconómico, la crisis de hoy no será la tumba del capitalismo. O existe un sujeto político organizado capaz de ser soporte de una transformación –aún no definida–, de alcance mundial que no sólo haya convencido a las mayorías de las sociedades del mundo, sino que en los hechos hubiere logrado operar ya parte sustantiva de la misma, o el capitalismo continuará cambiando para sobrevivir. Estos cambios serán resultado –me lo dijo Perogrullo– de la correlación internacional de fuerzas.

La crisis será profunda y no podrá ser atacada en todos sus frentes simultáneamente. En primerísimo lugar serán cambiadas las reglas inservibles del sistema monetario y financiero mundial (en rigor la desregulación es un enmarañado conjunto de reglas del juego propio de la selva financiera); pero ese cambio es de gigantesca complejidad y pueden pasar años antes de que una cierta correlación de fuerzas –que se irá construyendo en la lucha política de los poderosos– alcance un acuerdo satisfactorio y mínimamente eficiente para operar el comercio y las finanzas mundiales.

Los actores se sentarán en una lujosa mesa de un especialísimo lugar neoyorkino ultrarresguardado. Europa y Estados Unidos ya han declarado su propósito de presidir y dirigir el cambio. Pero de entrada no están de acuerdo. Y aún no habla Rusia, no lo ha hecho China, Japón ni otros poderosos países asiáticos, nada ha dicho India (aunque ya nos corrieron la cortesía a algunos liliputienses invitados de piedra). Cada uno tiene su partida en la mano, y no admitirán al imperio en vías de extinción más que como un jugador más sobre el green de la game table donde se decidirán los destinos del mundo.

¡Salvemos al capitalismo y a la libertad de comercio!, clama Bush; sí, pero para poder hacerlo requerimos de una regulación que no nos vuelva a meter en esta selva, dicen Sarkozy y José Manuel Durao Barroso, presidente de la Comisión Europea. Pelearán “n” rounds sin límite de tiempo.

Hoy no estaremos en el Bretton Woods de 1944/45, cuando prácticamente sólo había dos voces: John Maynard Keynes del lado inglés, con el poder de las ideas económicas, y Harry Dexter White, del lado gringo, con el inmenso poder político del principal vencedor de la Segunda Guerra Mundial y el poder económico sin par del país que representaba. Un momento en que el valor de la producción industrial estadunidense superaba a toda la del resto del mundo. Resultado: el cambio del cadáver del patrón-oro, por el nuevo patrón cambio oro, sistema monetario impuesto por Estados Unidos, por el cual se fijó el valor del dólar en términos de una determinada cantidad de oro y las demás monedas en términos de una determinada cantidad de dólares. Así el billete verde se convertiría en la divisa de pago internacional. La historia de ese sistema desembocó en los días que vivimos.

 
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