Usted está aquí: domingo 19 de octubre de 2008 Opinión Jazz

Jazz

Antonio Malacara
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■ Eugenio Toussaint Trío

Luego sucede que el buqué es más que un mero galicismo para el aroma de los vinos (o de las flores); en ciertas ocasiones, como ésta, viene a ser también la fragancia de un concepto, la delicada y sutil exhalación de un disco de jazz.

La semana pasada pudimos asistir a la presentación del nuevo disco de Eugenio Toussaint, Oinos, música para beber vino, en el Auditorio Blas Galindo. Ya dentro del Centro Nacional de las Artes, escuchamos la voz amplificada de Jaime López y nos dimos tiempo para acercarnos a la plaza y disfrutar un buen rato al cantactor en solitario.

Con el tiempo encima llegamos al Blas, que “afortunadamente” no había abierto sus puertas y que era flanqueado por una enorme fila de pacientes jazzófilos. A la siempre atractiva presencia del maestro Toussaint (y de la batería de Gabriel Puentes), se sumaba hoy la leyenda puertorriqueña de Eddie Gómez, quien pulsara el contrabajo durante 11 años con Bill Evans, además de trabajar otros tantos con Dizzy Gillespie, Miles Davis, Herbie Hancock y otros etcéteras que no caben en el párrafo.

Después de escuchar los 10 temas sembrados por Eugenio, Eddie, radicado desde hace tiempo en Nueva York, aceptó formar parte del proyecto para grabar Oinos... y en junio de este 2008 se reunieron en Fort Washington, Pennsylvania, para ir cosechando una a una las piezas del disco.

Cuatro meses después se volvieron a ver en la ciudad de México para la vendimia, para presentar el compacto en un ritual de antología; y todos aquéllos que logramos colarnos a la manifestación de Oinos... (vino, en griego), llenando en su totalidad el Blas Galindo, pudimos comulgar con los tres oficiantes, con los dioses que bajaron sin ser vistos y con el presente y el porvenir del jazz en México. La comunión se dio primero en el escenario, con la emotividad y el virtuosismo del Trío que se fundía con la emoción y la entrega del público; después, al final del concierto, se dio en el vestíbulo, con cientos (miles) de copas rebosantes de vino tinto, cortesía del productor ejecutivo del proyecto, la enoteca Tierra de Vinos.

En el concierto, los temas fueron apareciendo en el mismo orden del disco. Primero fue Luz de sol, alegre, elegante, festiva, desbordada, que más que un inicio, semejaba la culminación, el estallido y la dulce embriaguez de la jornada. Piano y contrabajo hacían duetos con la línea melódica o bien se turnaban la primera voz, mientras la batería sostenía el viñedo en ciernes mediante inmensas y delicadas plataformas de luz rítmica.

Con Acqua, dedicada a Joe Zawinul (uno de los iconos de Eugenio) las atmósferas reposan. Eddie Gómez, tremendamente orgánico, acaricia las cuerdas con el arco. Gabriel Puentes apenas toca platos y toms con las escobillas, manejando un discurso propio, aparentemente ajeno, pero integrándolo con maestría al curso del agua. Enseguida llega Terroir, la tierra, la cuna, y las notas y las armonías vuelven a estallar, Eugenio y Eddie vuelven a compartir las melodías, y así va transcurriendo la noche, con una dinámica central que se transforma inagotablemente en sí misma, cohesionando y marcando la senda.

El concierto todo fue de una sutileza inaudita. Eugenio se despliega imponente en el teclado del Steinway, como un atlas, con pequeñas frases que se van hilvanando a través de sus conmovedores y saltarines silencios, propios de su genio sobrio y juguetón. Eddie pulsa y acaricia y oprime y ahoga y sacude y hace rebotar las cuatro cuerdas en la madera de su instrumento; usa recurrentemente los susurros de su garganta para corear las figuras de su contrabajo, figuras delineadas con pasmosa sencillez o con diminutas y vertiginosas escaramuzas. Gabriel continúa con el pulso de sus propias voces, aquéllas que se funden como por arte de magia con el decir de sus compañeros.

Fueron apareciendo las uvas, las zonas vitivinícolas, las preferencias de Eugenio, los agradecimientos, los prolongadísimos aplausos, los gritos de emoción de algunas chavalas en la parte superior, los ritmos cruzados, los tres cuartos de un vals, las sonrisas de Eugenio, la plenitud de una noche, las sensaciones azul cristal que irremediablemente se desprenden del pecho cuando la música alcanza estos niveles, tan parecidos a la verdad absoluta… o a la divinidad ésta de que nos hablaban los sabios en la antigüedad.

Salud.

 
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