Usted está aquí: domingo 19 de octubre de 2008 Cultura Escarabajo, pero ciudadana al fin

Bárbara Jacobs

Escarabajo, pero ciudadana al fin

No se necesita ser muy perspicaz para advertir que yo no vivo en la realidad, lo cual no me impide imaginar que modifico la realidad en la que viven los otros. Me gustaría que las leyes que rigen mi irrealidad tranquilizaran a los demás tanto como a mí, que confío en que si una pastilla de medicamento se me escapa de los dedos al llevármela a la boca y rueda por la tierra, por suerte no se ensuciará ni mucho menos se infectará, precisamente por ser medicina o agente contra todo daño, o que confío en que si después de comerme la rebanada más grande del pastel más rico en componentes dañinos, me cepillo bien los dientes, la lengua, las encías y el paladar, ni me voy a volver diabética ni a enfermar de ningún mal derivado de algún exceso.

Por lo menos en la mente, a mí me protege saber que las leyes de la realidad en la que vive la humanidad son máscaras de la verdadera cara de ellas. Por ejemplo, la máscara de que los seguros aseguran al asegurado, no al asegurador. Vivo tan fuera de la realidad que para mí es irreal. Cuando supe que el esposo de una prima era prestamista me reí porque creí que era broma.

Mostré a la araña la salida, dijo el poeta, y mi pubis al rey de ases y deshaces. Animada por estos versos hago constar que desde la irrealidad en la que he vivido primero puse un dispensario que publiqué ninguna línea. Antes quería atender el dolor del prójimo que imprimirlo. La conciencia del dolor de los otros me enseñó a no dolerme del mío, o no tanto. Es un hecho que no pienso en qué hacer para pagar una pieza de pan, sino en tomarla del canasto del panadero y dársela al que tenga hambre. El héroe de mi infancia fue Robin Hood, no el Papa del momento.

Sueño en una enseñanza elemental en la que se transmita a los niños el principio de principios de la civilización, que consiste en establecer que lo que determine cualquier tipo de organización social fuera el significado más amplio del concepto de convivencia, lo que se ha observado y dicho de mil maneras, pero mejor si desde el Vive y deja vivir de los griegos clásicos, y que supone el respeto o la solidaridad, la tolerancia o la libertad recíproca de expresión, que del Vive y deja morir de la novela, canción o película de nuestro tiempo, o tácita línea de conducta de todo gobernante; mejor el Uno para todos y todos para uno de los latinos, o lema de los suizos o de Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan, que el código que establece que unos sean Los de arriba y otros Los de abajo, sólo porque así ha sido siempre y así ha de seguir siéndolo por los siglos de los siglos.

Mientras existe una ley que me multa a mí si las ramas de mi árbol invaden el jardín del vecino, no existe otra que lo multe a él si la música que hace o que oye invade mis oídos; o si existe una ley que me multa si el humo de mi cigarro invade los pulmones del pasajero a mi lado, no existe otra que lo multe a él si el olor que despiden los pañales de su hijo invade mi olfato.

En el mundo está de moda el cultivo del joven y su prosperidad, pero el bienestar del viejo y su cuidado no se persiguen con el mismo esmero sino en países desarrollados.

La incoherencia se justifica al advertir que, si los países en desarrollo no cuentan con los recursos necesarios para cubrir dicha falla, o con instituciones adecuadas para todos los credos y bolsillos que componen las diferentes y contrastantes clases de ciudadanos que las integran, en cambio cuentan con el recurso humano que suple aquella carencia y que se refiere al alma de los cuidadores de los viejos, que es un bien de tal calidad que se exporta.

Pero me pregunto si esta alma o savoir faire o know how será un recurso renovable o si las leyes del mercado no terminarán por agotarlo. Por lo pronto, no creo que el presidente de un país en desarrollo lleve a sus padres a los asilos del Estado si los hay y atiéndalos quien los atendiera, y menos que llegara a apartar en ellos un lugar para sí mismo. ¿Lo harías tú?

 
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