Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de octubre de 2008 Num: 710

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Balzac: malos negocios y buenas novelas
ALEJANDRO MICHELENA

Ven pues entre la destrucción
Anestis Evánguelou

Dos poetas

El espacio de la transgresión
ADRIANA CORTÉS entrevista con MÓNICA LAVÍN

Carlos Montemayor: entre la palabra y el punto
HERLINDA FLORES

Pasto verde: cuarenta años de irreverencia
QUETZALCOATL G. FONTANOT

Las profundas simplicidades de Julio Torri
RAÚL OLVERA MIJARES

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
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NAIEF YEHYA

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DONDE HABITA LA LOCURA

JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ


El hospital de la transfiguración,
Stanislaw Lem,
Impedimenta,
Madrid, 2008.

Existen circunstancias históricas que han sido expuestas, una y otra vez, en la mesa de trabajo de la literatura. La segunda guerra mundial es una de ellas. Abocados en narrar la infamia y el dolor, múltiples autores se han regodeado con el sufrimiento, apelando a un lector que se deje conmover, que participe indignado de las atrocidades que se muestran ante sus ojos, que sea capaz de condenar el Holocausto desde la placidez de un sofá en su sala o frente a una pantalla en el cine más cercano.

Stanislaw Lem (Lvov, 1921) es uno más de los autores que han abordado el tema. Sin embargo, lo hace desde una perspectiva diferente, cargada de tintes literarios donde otros sólo encuentran un tono moralino y acusador. Lem, ampliamente conocido por su obra de ciencia ficción, escribió El hospital de la transfiguración –una primera novela que no saldría a la luz sino hasta muchos años después de terminada. Las razones tienen que ver con que fue condenada como contrarrevolucionaria por las autoridades polacas. No es momento de analizar si tuvieron o no motivos para desacreditarla de tal forma. Más allá de esa posibilidad, queda en el aire la pregunta de por qué decidió Lem abordar el tema desde ese punto de vista.

No conforme con haber vivido la guerra en carne propia, el autor busca descubrir lo literario que trasciende al dolor presentado con brochazos sangrientos. Así, pues, ubica su novela en un lugar donde no se dispara tiro alguno, pese a que no muy lejos los trenes que transportan judíos a los campos de concentración ya dejan escuchar sus maquinarias.

Stefan Trzyniecki llega a un hospital psiquiátrico huyendo de su acidia. Es un doctor que acaba de ir al funeral de uno de sus tíos y se deja guiar por un amigo que ha pasado a darle el pésame. Entonces el escenario está servido. Porque no basta con que la guerra haga estallar sus cañones en la mitad del continente, el joven doctor tiene que lidiar con la locura de los pacientes y con la de sus propios colegas que parecen acusar síntomas de contagio. En la más clara tradición de La montaña mágica, Stefan encuentra a un interlocutor con el que entablará diálogos profundos y servirá de parámetro para cuantificar la locura. Al mismo tiempo, la crueldad de los médicos llevada a niveles extremos en su lucha por descubrir una verdad oculta en la insania: una intervención quirúrgica puede tener más de desalmado que muchas escenas de guerra.

Poco a poco el mundo del hospital se colapsa. Por un lado, los partisanos que utilizan sus instalaciones para ocultarse; por el otro, las ss que han decidido tomar el hospital. Ante ese escenario, las especulaciones del cuerpo médico los llevan a tomar las peores decisiones, a abrir la puerta al sometimiento.

Con su primera novela Lem ya anticipaba su grandeza; que por fin pueda llegar al público hispano hablante es motivo de emoción. Leído a la distancia, más que una historia cualquiera, El hospital de la transfiguración encierra preguntas fundamentales que el autor seguirá desarrollando en escenarios imaginarios, utópicos. Quizá porque se habrá dado cuenta de que la locura se encuentra en cualquier sitio, sea cual fuere la trinchera que se defienda y el bando en que se habite.


CON AROMA DE HAIKÚ

ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ


Río,
Carmen Leñero,
Era,
México, 2008.

Si existe la novela-río (término geográfico emplazado por la crítica literaria a la narrativa), debe haber también el poema-río, secuencia lírica que fluye en ecos enamorados de su propia resonancia, como narcisos húmedos en la orilla silenciosa de una sinfonía incesante.

Y si existe el poema-río, el libro que Carmen Leñero publicó hace algunos meses es una sabia tautología. Claro que en los más de doscientos tercetos que conforman el caudal de este río liviano, río lleno de aire y numerosos destellos, hay algunos versos que ceden a la fácil tonsura de la intención predecible (“Río del sueño,/ llevándonos de la cima/ hasta la sima”), pero nadie dijo que un poema-río no pueda albergar algunos incómodos guijarros en el camino, y en todo caso son los menos, entre logros tan firmes como el que eligió Leñero para encabezar el cauce, origen del manantial que, asumiendo una estética cercana al minimalismo, recorre las mismas aguas en horas distintas: “No sorprende/ que el río se vaya,/ sorprende que permanezca.”

Entre el ingenio y la incertidumbre, entre el pasmo de la imagen y la idea que todo lo contamina, la obra de Carmen Leñero (México, 1959 –la cuarta de forros comete un error insensato en su fecha de nacimiento) ha transitado por diversos tonos, pero siempre aliada a la brevedad: cuentos súbitos, ensayos encogidos, historias infantiles que redundan para significar y hasta canciones cuya letra –suya o de otros poetas– concuerda apenas con su voz puntiaguda de bailarina ensimismada. Pero su poesía siempre ha frecuentado una solidez que, desde Birlibirloque (1987), ya favorecía, en su concreción, el anatema irónico y la perfección formal. “Trazaron la Historia / los grandes ríos,/ pero luego la anegaron”, escribe en este su décimo libro, con la conciencia de que todo lo que fluye termina por fundir en su ceguera río abajo lo simple y lo pleno, lo verdadero y lo irreal.

Río es agua verbal agrupada en islotes de tercetos, agua inguinal que sabe a sexo por su sensualidad y a tibia sorpresa por sus saltos de la dicha a la sentencia aforística, del hechizado examen de la realidad a la ocurrencia y la paradoja: “Mientras termina de explicar/ que todo fluye/ Heráclito ha cambiado.” Despiadada y sugerente, fatalista y feliz, la escritura liquida cualquier vestigio de fijeza en este libro lleno de luces esquivas, de reflejos dispersos. Su atmósfera es la del agua vaporosa del haikú, pero su gracia intrínseca es la del aforismo impecable que atina mejor cuando no demuestra nada, cuando sólo traduce la perplejidad de una orilla que no se deja ver sin espanto.

Precisión es el nombre de una de las cualidades poéticas más estimables. El libro de Leñero ejecuta con sobriedad pero tan pulcramente esta virtud, que parece haberse lavado más de mil veces en el incesante río de la corrección, según lo declara la claridad de los versos. No se trata solamente de que la imagen se revele en su emotiva brevedad; se entiende, asimismo, que todo poema es un estallido, una definición , más cercana a como se entiende en la fotografía que como se vislumbra –todo lo más– en el pensamiento filosófico. Y no obstante, la risueña precisión de Río tiende a asomarse de vez en cuando al aforismo, y aun a la alusión política, para retener graciosamente y durante un instante la plenitud: “El estanque/ es un río/ que ha disentido.” Mediante el riguroso apego a la estrofa de tres versos, Río consigue congelar el agua de su discurrir en bloques compactos y elusivos como peces que huelen a haikú pero saben que saben a otra cosa.


ASESINAR AL AUTOR

DANIEL ORIZAGA DOGUIM


Ricochet o los derechos de autor,
Luis Arturo Ramos,
Cal y Arena,
México, 2007.

Guardamos celosamente nuestros cadáveres: incluso algunos, por espíritu clásico o corta imaginación, lo siguen haciendo en el clóset. Nos aprestamos entonces a leer en aquello que insistimos en llamar vida cotidiana las señales más o menos flagrantes de nuestras culpas. Sólo faltaría añadir otra premisa más para entrar a Ricochet o los derechos de autor (Cal y Arena, 2007): “Todo lector termina asesinando al autor del texto que lee.”

Tengo todo el interés en dañar la lectura de esta novela que es, por lo demás, brillante, divertidísima y de impecable factura. Algunos han creído ver en Ricochet… una comedia de enredos o un thriller. Otros, con mucha menor fortuna, han señalado que sería un ejemplo perfecto de lo que teorías literarias de ayer se regocijaban en repetir. Estos últimos erraron el tiro, o tal vez no, pues han cumplido sin desearlo la premisa de la novela. Y el tiro ha sido de gracia para ellos mismos.

El autor, sin embargo, vuelve por sus fueros. Y Luis Arturo Ramos nos cuenta esta resurrección con la mordacidad a flor de labios. Habrá quienes vean todo muy claro en Ricochet… : la infidelidad conyugal, las traiciones entre amigos, los escándalos sexuales, los complots y las mentiras, etcétera. Y entonces el autor reclamará sus derechos: ¿qué no notaste la ironía, qué no entendiste el juego, qué no prestaste atención a esta y aquella connotación y doble sentido?

Porque un universo fraguado de rebotes se mueve bajo la ágil limpidez de la novela. Paralelismos recurrentes, golpes de azar que revelan posibles tramas secretas, alucinantes coincidencias, trazas paródicas de tópicos bíblicos y de ángeles salvadores caídos en el cumplimiento de su deber. Ah, y de críticos-niños héroes que como altezas serenísimas –de la literatura mexicana– se consuelan escribiendo infames diccionarios.

Todo ocurre en una cierta “ciudad alemana” poblada de librerías de viejo, de perfumerías exóticas, de dulcerías, cafés y hoteles de paso que en su historia y redenominaciones muestran su condición de palimpsestos urbanos; ciudad curiosamente similar al Centro Histórico del Distrito Federal, centro en el que re-tumba, también, un famoso “dos de octubre no se olvida”.

Acudo al narrador de esta novela: “Si el traductor traiciona, el lector suele malentender, por pereza o impericia, los sentidos ocultos de la mejor literatura.” Cada marca puede ser o no una pista; el lector paranoico –que los hay, y hasta son freudianos convencidos– navegarán en esa incertidumbre. Allá ellos, que dejarán de leer lo mejor de esta novela.

Seguramente encontrarán que en estas líneas se esconde, oblicua, mi propia lectura, mi propio cadáver que decido mostrar sin pudor. Soy culpable, como todo lector, hasta que se demuestre lo contrario.


REDENCIÓN TROPICAL

LEO MENDOZA


El retablo del Conde Eros,
Eliseo Alberto,
Editorial Planeta,
México, 2008.

La última novela de Eliseo Alberto, El retablo del Conde Eros, es un recorrido nostálgico por La Habana de los años cincuenta. Un homenaje a una ciudad ya desaparecida a la que el actor hollywoodense, Julián Dalmau, regresa tras muchos años de ausencia, para montar la obra Cuatro gatos encerrados, aunque en realidad lo único que desea es ahorcarse al final de la primera función, pues vive atrapado por los remordimientos debido al suicido de su hijo adolescente.

Para su desgracia, el Teatro París, donde esperaba montar la obra, ha sido clausurado debido a la celebración de un acto contra la dictadura. La casualidad obra milagros y en un bar cercano Dalmau encuentra la ayuda necesaria para poder escenificar la obra en otro teatro menos glamoroso, el Finisterre, un local de burlesque. Con la subrepticia presencia de Hemingway y acompañado por la música de Ernesto Lecuona, Dalmau encontrará la redención en una ciudad vital, poblada por personajes arrancados de la picaresca popular, que lo apoyan, le brindan su amistad, su amor y su locura, y le descubren que su verdadero destino es reencontrarse con su familia perdida.

La invención de estos pícaros tropicales entre los que sobresalen el tenor Pietro Zamorinni –quien en realidad es vulcanizador y se llama Pedro Zamora–, la soprano y prostituta Ramona Gil, el proxeneta y actor Honorato y el taxista Boni, todos ellos comandados por el mismísimo Conde Eros –escritor y director de escena de obras llenas de proezas sexuales–, es uno de los grandes aciertos de la novela. Otro lo constituye la descripción de esa Habana marcada por la dictadura prerrevolucionaria donde el festejo, la música y la pasión tropical tienen un vago aire de familia, a la par conocido y nostálgico. La novela nos atrapa porque la historia de cómo la vida de estos personajes se entrelaza con la del actor hollywoodense, los hace casi martíres, sobre todo cuando tienen que luchar a brazo partido para escenificar y actuar en una obra seria.

La novela se desarrolla pausadamente, como un buen bolero, salpicada también con algunos pasajes de las escabrosas obras del Conde Eros y de aquella que Dalmau piensa montar, la cual el escritor sicalíptico transforma tropicalizándola, para así torcerle el rabo al destino, como si el objetivo final de toda gran tragedia, una vez desembarcada en La Habana , fuera convertirse en una farsa tropical.