Usted está aquí: domingo 12 de octubre de 2008 Opinión Festival de Morelia: los protagonistas rurales

Carlos Bonfil
[email protected]

Festival de Morelia: los protagonistas rurales

En un salón de clases varios niños indígenas son interrogados sobre sus padres ausentes, la mayoría emigrados a Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Algunos refieren el deseo de a su vez irse algún día, otros de permanecer en México y ser profesionistas, otros más se percatan súbita y vagamente de que no desean infligir a los demás el dolor de la ausencia, y afirman con una sonrisa y no poco desconcierto que lo mejor es quedarse aquí, entre los suyos, y algún día volver a vivir todos juntos.

El cuarto largometraje de Juan Carlos Rulfo, realizado con Carlos Hagerman, lleva como título Los que se quedan, y es una crónica coral de la vida de nueve familias, repartidas en seis estados de la nación mexicana, que refieren la sensación de pérdida, la nostalgia y la frustración de tener a algún ser querido afincado en el país del norte, sin la perspectiva muy clara de verlo nuevamente en un futuro cercano. Una película sobre la orfandad y la espera, pero también sobre la supervivencia cotidiana en el territorio a mitad abandonado, despoblado y triste, con mujeres privadas de sus esposos y niños sin padres: la imagen de una desolación física y moral sólo interrumpida por las festividades cíclicas, por el refugio en la religión y la decisión de mantener vivas las tradiciones.

El mosaico de historias contiene testimonios muy emotivos de ancianos que ven mermados su bienestar y su esperanza, conscientes de no volver a ver al hijo pródigo antes del fin próximo, o de alguna mujer que ante la cámara lamenta la partida irreparable del esposo que tuvo que diferir indefinidamente la unión familiar, la dicha compartida, porque en el campo se había agotado ya toda posibilidad de no tener que vivir juntos y por largo tiempo la miseria. Los que se quedan es también una película sobre la impotencia y la melancolía, sentimientos capturados con la discreción y tacto humanistas propios del realizador de Del olvido al no me acuerdo, donde la palabra fluye sin artificios, directamente, sin verse jamás entorpecida por el afán estético de volver fotogénico el desamparo.

Una mirada limpia, ajena a la retórica oficial, sin tesis de bolsillo ni sociología instantánea, que retrata de modo contundente la crisis rural, prefigurando a su manera la nueva crisis mayor (caída de remesas, retorno forzado de emigrantes) que sólo podrá ensombrecer aún más la realidad del campo mexicano.

Espiral, de Jorge Pérez Solano, cinta de ficción, parte del programa de óperas primas del CUEC, narra el regreso de uno de estos hombres del exilio forzado, Santiago, campesino pobre, enamorado de la indígena Diamantina, quien es obligado por el padre de ella a renunciar a su afán sentimental y partir a Estados Unidos en busca de fortuna. Quince años después, Santiago regresa y se apasiona por la hija que Diamantina tuvo, muy a su pesar, con otro hombre, y es a su vez rechazado por la joven. El entramado de frustraciones afectivas se combina, en un registro de temporalidades diversas, con la descripción minuciosa de una colectividad donde las mujeres van dictando la ley en remplazo de un poder patriarcal envejecido o ausente. Hay intensidad en el relato de existencias femeninas despojadas de ilusión y de esperanza, yermas como el campo circundante, animadas apenas por la fiesta local que es reconciliación momentánea con lo que en el campo queda todavía de humano. La espiral de desdichas materiales y sinsabores afectivos alude continuamente a la migración como una parte íntimamente asociada al destino de una comunidad entera. Un trabajo notable.

La revelación del festival en este tema fue, sin duda, el primer largometraje de Nicolás Polgovsky, Los herederos, un espléndido documental sobre los niños indígenas y sus largas faenas laborales. No aborda directamente el problema de la migración, pero cada una de sus escenas lo tiene como referente inevitable. Niños que de seis a doce años son capturados en tareas agrícolas diversas: recolección de verduras, jitomates, ejotes, pepinillos, chile verde; acarreo de madera y tallado de los alebrijes, figuras artesanales; acarreo de agua, mezcla de lodo, fabricación de tabiques; ayuda en tejidos y telares, pastoreo de ganado menor; actividad incesante, en esfuerzos a menudo superiores a la resistencia infantil. Un aprendizaje precoz y muy ágil de la actividad laboral madura como refuerzo del trabajo materno, con una manutención en base de frijol y de tortillas, con bebés chupando jitomates en remplazo de cualquier otro alimento, con niños increíblemente despiertos a la exigencia de reactivar la siembra y la cosecha, negociando como adultos el peso y precio del producto, colmando admirablemente el vacío dejado por los hombres que han emigrado al país vecino.

Polgovsky refiere estas faenas con humor y con lirismo, mostrando el trabajo infantil como una barricada frente a la desesperación y el abandono. En algún momento, la fiesta y sus disfraces se apoderan del pueblo por la noche, y al son de un Dios nunca muere, interpretado por la banda mixe oaxaqueña, los protagonistas rurales se abandonan al desenfado y al goce de ser, por un breve tiempo, verdaderamente niños.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.