El sueño del conquistador
Ampliar la imagen Le Clézio, Nobel de Literatura 2008 Foto: J. Sassier/ Gallimard
El sueño empieza pues el 8 de febrero de 1517, cuando Bernal Díaz del Castillo vislumbra por primera vez, desde la cubierta del barco, la gran ciudad blanca de los mayas que los españoles nombrarán “El Gran Cairo”. Y luego, el 4 de marzo de 1517, cuando ve venir hacia la nave “diez canoas muy grandes, que se dicen piraguas, llenas de indios naturales de aquella poblazón, y venían a remo y vela” (p. 29).
Es el primer encuentro del soldado Bernal Díaz con el mundo mexicano. El sueño puede empezar, libre aún de todo miedo, de todo odio.
“...sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos, y les dimos a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando por un buen rato los navíos” (p.30).
El asombro brota entonces de los dos lados. Bernal Díaz y sus compañeros se asombran del tamaño de las ciudades, de la belleza de los templos y de la fealdad de los ídolos mayas.
Los indios, por su parte, se asombran del aspecto de los extranjeros. Les preguntan si vienen “de la parte donde nace el sol” y cuentan entonces por primera vez aquella leyenda de la que el capitán Cortés y sus hombres sabrán más tarde sacar provecho –leyenda según la cual “les habían dicho sus antepasados que habían de venir gentes de hacia donde sale el sol, con barbas, que los habían de señorear” (p. 46).
El sueño, al principio, es también como en todas las génesis: los extranjeros dan nombre a las tierras, a las bahías, a las islas, a las desembocaduras de los ríos; boca de Términos, río Grijalva, monte San Martín, isla de Sacrificios.
Piden oro. El oro es ya la “moneda” del sueño. Y los indios, que intuyen los peligros relacionados con la posesión de ese metal, alejan a los extranjeros diciéndoles tan solo: “Colua, Colua” y “México, México”. Del mismo modo que los caribes, más tarde, hablarán del Perú.
Está también la primera entrevista de los españoles con los emisarios de Moctezuma, el rey de México. También aquí se siente comenzar el sueño de la conquista y de la destrucción del imperio azteca; se siente el destino del pueblo mexicano. Al borde del gran río, los embajadores de Moctezuma están sentados en sus petates, a la sombra de los árboles. Esperan. Detrás de ellos están los guerreros armados de sus arcos y de sus hachas de obsidiana, con grandes estandartes blancos. Cuando llegan los españoles, los sacerdotes aztecas los saludan como a dioses, quemando incienso. Luego los embajadores les dan los regalos que Moctezuma envía a los extranjeros. Debido a las banderas blancas, el río se llamará de allí en adelante Río de Banderas.
Así empieza esa Historia, con ese encuentro entre dos sueños; el sueño de oro de los españoles, sueño devorante, despiadado, que llega a veces a los límites de la crueldad; sueño absoluto, como si se tratara acaso de otra cosa que la posesión de la riqueza y el poder, más bien de regenerarse en la violencia y la sangre, para alcanzar el mito del Dorado, donde todo ha de ser eternamente nuevo.
Por otra parte, el sueño antiguo de los mexicanos sueño largamente esperado, cuando llegan del este, del otro lado del mar, esos hombres barbudos guiados por la Serpiente Emplumada Quetzalcóatl, para reinar de nuevo sobre ellos. Entonces, cuando se encuentran los dos sueños y los dos pueblos, mientras uno pide el oro, las riquezas, el otro pide solamente un casco, para mostrárselo a los grandes sacerdotes y al rey de México, porque según dicen los indios se parece a los que llevaban sus antepasados, antaño, antes de desaparecer. Cortés da el casco, pero pide que se lo devuelvan lleno de oro. Cuando Moctezuma lo recibió, “desque vio el casco” dice Bernal Díaz, “y el que tenía sus huychilobos tuvo por cierto que éramos de los que le habían dicho sus antepasados que venían a señorear aquella tierra” (p. 87).
La tragedia de esa confrontación está entera en ese desequilibrio. Es la exterminación de un sueño antiguo por el furor de un sueño moderno, la destrucción de los mitos por un deseo de poder. El oro, las armas modernas y el pensamiento racional contra la magia y los dioses: el resultado no hubiera podido ser diferente.
Bernal Díaz lo sabe, y a pesar de la distancia en el tiempo, no puede evitar a veces mostrar su amargura, o su horror, ante lo que ha sido destruido. La “Conquista” tiene a veces el acento de una epopeya, pero más a menudo Bernal Díaz dice lo que fue realmente: el lento, difícil e irresistible progreso de una destrucción, el saqueo del imperio mexicano, el fin de un mundo. No es sorprendente que la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España haya sido tanto tiempo un libro maldito y considerado infamante para la gloria del conquistador Hernán Cortés.
Pues el libro de Bernal Díaz del Castillo está hecho de este doble impulso: por una parte, decir la verdad de las guerras de la Conquista, sin ocultar el menor detalle sin intentar la menor adulación. Ese es el desquite de Bernal Díaz, el soldado inculto –“los idiotas sin letras como yo soy”, dice (p. 614)– ante los historiadores cortesanos como Gomarra que han echado incienso a Hernán Cortés.
Versión castellana de Tomás Segovia
Fragmento del ensayo El sueño del conquistador, publicado en la revista Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, volumen II, número 8, en 1981, por El Colegio de Michoacán