Usted está aquí: jueves 9 de octubre de 2008 Opinión De Acapulco a Biarritz

Vilma Fuentes
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De Acapulco a Biarritz

Si escribir es una actividad placentera, aunque como todos los accesos al gozo posee sus secretos, el lector no debe creer que el escritor no vive del sudor de su frente. Porque después de la escritura de un libro, viene esa pesadilla que se conoce como la “promoción”.

Tradición que, me asegura Jacques Bellefroid, causó la muerte de Charles Baudelaire después de una presentación en Bruselas, donde vio, a cada uno de sus párrafos, ir saliendo las tres decenas de personas que formaban su público. Porque cuando uno escribe se desea, para decir la verdad, ser leído, es decir, ser amado.

Por eso es decisiva la presentación que se hace del autor cuando éste se decide a emprender ese arduo ejercicio que es hablar ante el público de algo que, si fue escrito, fue hecho para ser leído. Si, a esta paradójica actividad se agregan, cosa corriente, las buenas intenciones de un “promotor” a quien falta el tiempo para leer o, simplemente, no inspira la lectura, la situación se presenta como el camino floreado que conduce a las puertas del infierno –junto con el público y el galante representante del comercio de las letras.

Así, fue una suerte rara ser recibida por François Delprat, catedrático emérito, quien preside la organización de la parte literaria del festival de Biarritz de cine y cultura de América Latina. Delprat es más que un conocedor de la literatura, en general, y de la literatura latinoamericana en particular: es un apasionado de ella.

Creo que los otros tres autores invitados a esta ventana que Biarritz abre a Francia, y al resto de Europa, al cine latinoamericano, por donde se cuelan pedazos del mosaico literario, comparten mi opinión: el argentino Mempo Giardinelli, el chileno Antonio Skármeta (además integrante del jurado que decidió el “abrazo” –como llaman al trofeo– de la película triunfadora) y nuestro compatriota Fabrizio Mejía Madrid.

Giardinelli y Skármeta evocaron, no podían hacer otra cosa pues sus escritos se alimentan de ello, las dictaduras en Argentina y Chile. Fabrizio, cuadragenario, se presentó como un hijo del 68 y habló de las explosiones que lo han perseguido –San Juanico y otras–. No sé, pero tanta matanza en el mundo usa, quizá, la emoción, pues no vi al público estremecerse, si no fue para evitar un calambre por estar sentado, al escuchar el horror. Más bien lo oí reír con las bromas de los borrachos de Mejía, los personajes de Skármeta. Pero no pude escapar, como de costumbre, a las trampas que, no sin ironía, pone el destino a la Ibargüengoitia: la presentación de Des Châteaux en enfer tenía lugar el 2 de octubre.

Hablo rara vez de esa tarde, no dejo de soñarla y despertarme preguntándome si logré escapar de la plaza de toros de las Tres Culturas. ¿No aspiro a escribir de ese tiempo cuando los hombres no distinguen entre los sueños y la vigilia? Pero, ahí, en ese vasto espacio frente al mar, los recuerdos se me vinieron encima: el sol de plomo a mediodía, el extraño silencio de la ciudad, el súbito oscurecimiento del cielo, el Gólgota, la muerte; para mí, la espera, la larga espera de un joven que toca a mi puerta, pues ha perdido la llave saltando sobre los cuerpos heridos o muertos de la Prepa 5, su amnesia, sus relámpagos de recuerdos.

No pedí ni un minuto de silencio, para qué, si todos callaron. Como “el resto no es más que literatura”, me escapé. Me atraparon unos jóvenes chilenos con “su gestor”. Me mostraron los óleos que pintan, es el juego: hora tras hora. Respuesta a la caricatura, sus resultados son unas grandes y magníficas obras hechas contra el tiempo. Sus telas hablarían, y hablaron, de esa tarde de la que no sabían y que acababa de suceder para ellos: Arturo Santana y Erwin López me hablaban gracias a un verdadero “gestor”, un joven llamado Bertrand.

En un festival todo es posible, inclusive lo mejor. Fue el caso en Biarritz. Esta semana voy a Lyon, luego a Marsella, invitada por Januario Espinoza a las Belles latines.

 
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