Usted está aquí: domingo 5 de octubre de 2008 Opinión La Puerta del Ángel

Bárbara Jacobs

La Puerta del Ángel

Para transitar del pasado al presente de Barcelona hay que atravesar la plaza llamada Puerta del Ángel y no es fácil. La historia, la arquitectura, la gente, los hoteles, los cines, los bares, los negocios, los quioscos de prensa, los restaurantes, los cafés, crean una animación tan especial en esta zona comercial y residencial que es difícil desprenderse de ella. Aparte de la población local que la anima, está hecha de músicos, cantantes, bailarines, mimos, magos, vendedores ambulantes y poetas que concretan el sentido de entretenimiento que puede hacer a un puerto. Se ve gente de toda clase, de todas las ocupaciones y nacionalidades imaginables; residentes o en tránsito; se oye hablar infinidad de idiomas. La atmósfera del lugar está impregnada de tantos planos de estímulos que, los identifique o no el paseante, lo atrapan en su red. Un magnetismo propio que es más fuerte que él se le impone y recorre el terreno que pisa. Cualquier motivo que pudiera tener para traspasar este sitio pesa menos que lo que lo desvía de su camino y lo ancla a él.

Yo puedo estar durante horas tras la ventana del Entresuelo de Petritxol 13 trabajando en este barrio viejo de la ciudad, pero llega el momento en que bajo para pasear especialmente por la plaza de la Puerta del Ángel. Más que la variedad de posibilidades concretas que este sitio ofrece en sí o que a mí me despierta, me llama hacia ella un anhelo poderoso de una posibilidad de algo que no me ha sido siempre fácil definir. Sé que me dirijo en busca de algo, pero no sé de qué mientras no lo encuentro, es decir, cuando lo encuentro. Fue el caso del que llamaré El Jubilado.

Bailaba o se balanceaba al lado de la banda. Era un setentón en mangas de camisa. No era un hombre llamativo. Ni sus movimientos, ni su aspecto, ni sus actitudes lo distinguirían de cualquier otro setentón en mangas de camisa que se hubiera desinhibido lo suficiente para soltarse a bailar al aire libre al lado de los músicos que yo no oía tocar por primera vez en esa plaza de la capital de Cataluña. De no haber sido porque con la mano izquierda sujetaba una bolsa de papel de la que asomaba una pieza larga de pan, el espontáneo quizá no me habría causado la impresión que me causó. Mantenía los ojos cerrados y la barba algo hundida contra el pecho, mientras con la mano izquierda parecía dirigir al grupo como haría un aficionado pero desconocedor que se soñara director de orquesta. O habrá sido que me pareció incongruente que este señor, tan ordinario como él, tan títere de las circunstancias, en esta ciudad, en esta época, cobrara vida propia de manera extraordinaria ante el jazz de Nueva Orleans que el conjunto tocaba.

Lo cierto es que su imagen me persigue. Y no es que me pregunte por su identidad, que podría ser la de un cartero local jubilado, ni a cuál experiencia podría atribuirse haber creado el antecedente en su vida que ahora, al oír esa música, lo hubiera hecho olvidarse de todo, incluyendo de quién era él y de cuál era su misión cuando el jazz se le interpuso y se la bloqueó, con tal de dejarse mecer por el sonido o por los recuerdos a los que lo remitía. Más bien, su figura, la naturalidad de su respuesta, marcaron para mí la plaza detrás de la Puerta del Ángel. Simbolizan, significan la representación de mi búsqueda. Ciertamente no buscaba al bailarín, sino la lección que me dio.

Ese hombre que bailaba, al haber sido capaz de desprenderse de sus circunstancias sin violentarlas, y con tal de responder a un anhelo, de satisfacerlo por más que apenas azarosamente, y por más que ni siquiera se percatara del todo de la naturaleza de dicho anhelo, me señaló mi propia incapacidad de respuesta, pero, más que lamentar las posibilidades que por esta especie de invalidez ya dejé pasar en los años que he vivido, el ejemplo de ese señor bailando representa para mí las posibilidades a las que todavía puedo responder en el tiempo que fuera que me quede por vivir.

 
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