Usted está aquí: domingo 5 de octubre de 2008 Opinión Ser migrante: la convivencia

Matteo Dean

Ser migrante: la convivencia

¿Cómo convivimos? ¿Cómo estar en el mundo entre diferentes? Una compañera migrante de Perú que hoy reside, vive y trabaja en Milán, Italia, ponía esta pregunta. Y la ponía frente un auditorio atento a los ponentes que la antecedieron y que peroraban la justa causa del abatimiento de todos los muros y de todas las fronteras. Decía ella: “Si mañana aprobaran la mejor de las leyes migratorias, si mañana no hubiese ya fronteras, el problema de la convivencia no estaría resuelto”. Y efectivamente. La pregunta hoy es cómo resolver ese aspecto.

Miles de sociólogos, antropólogos, abogados, activistas, científicos de cada disciplina y rango, nos esforzamos en entender las razones de la movilidad moderna del ser humano a lo largo de las rutas económicas –en su mayoría– que se van trazando alrededor del globo. Cada día, miles somos los que reclamamos derechos y leyes que respeten la voluntad o la simple necesidad de moverse de un territorio a otro, de un país a otro, de un continente a otro; exigimos justicia por los miles que mueren en las fronteras y en los muros que se levantan entre sueños y pesadillas, entre ilusiones y frustraciones, entre deseos y su posible realización. Y sin embargo, pocos son los que tratan de entender por donde va esta extraña convivencia de culturas, creencias, costumbres, visiones y cosmovisiones, lenguajes e idiomas, códigos y formas. O poco se sabe de ellos. Porque seguimos olvidando lo que el sociólogo argelino Abdelmalek Sayad –del cual justamente este año recurre el decenal de su muerte– andaba diciendo: no habrá sociología de la migración hasta el día en que haya sociólogos migrantes.

En fin, no hay receta por esa convivencia. Ha de ser diferente en cada lugar, en cada experiencia. Y sin embargo, cabe subrayar la fuerza de ese participio presente, migrante, que aunque en el imaginario colectivo más común indique simplemente a un ser humano como cualquier otro, en sí mismo en verdad representa una complejidad difícil de entender. Y ha de ser por esta razón, ese participio presente sin sufijo, que el papeleo oficial al que muchos –pero no todos– tienen acceso trata siempre de poner remedio con un “in” o un “e” que antecede: uno puede ser inmigrante o inmigrado o emigrante pero nunca migrante en sí. La tentación, a decir verdad, es ceder y reconocer que quizás ese esfuerzo oficial por fijar una dirección a ese migrar tiene un buen fin: quitar la confusión. Esa misma que a muchos nos toca: ¿dónde estoy? ¿Aquí o allá?

Las posibilidades efectivamente siguen siendo dos. Por un lado permanecer en una identidad de pertenencia y de origen que te empujan hacia tu identidad nacional. Entonces los migrantes terminan formándose un entorno lingüístico, cultural y/o nacional común. Es inevitable a veces, sobre todo considerando ciertas diferencias en ocasiones tan importantes y evidentes que impiden un mayor encuentro con el país o lugar de llegada. Por el otro disolverse en el lugar de acogida. Diluirse culturalmente, por así decirlo, entre las gentes que de una forma u otra te reciben. El pasado, el origen, quedan atrás, quedan lejos –en el tiempo y a veces en el espacio– y en frente está solamente un futuro posible en una tierra adoptiva.

Y en los dos casos hay riesgos. En el primer caso, el de perderse la oportunidad única de vivir la tierra ajena con la intensidad que merecen ser vividas las nuevas vidas. Quedarse con una identidad que por una razón u otra se quiso o se tuvo que dejar y tratar de reproducirla, quizás construyendo mitos e idealidades de una tierra que vive solamente en los recuerdos de quienes la abandonaron. Salvo después enterarse de no haber vivido en otra tierra, sino simplemente en una burbuja construida por tu propia imaginación. En el segundo caso, al contrario, dejar de ser uno mismo, abandonar la identidad propia de origen y con ella la fuerza que ésta podría representar frente al nuevo mundo descubierto. Convertirse podría casi decirse. Una conversión que pero tarde o temprano corre el riesgo real de chocar con el descubrimiento nuevo de la tierra natal, esa tierra que se quiera o no, queda siempre en la memoria de uno.

Pero quizás haya una tercera vía. Una mezcla de las dos anteriores, en la que la identidad propia enfrente a la identidad de acogida. O al contrario, la identidad acoja y confronte a la identidad que llega. Y este proceso resulta ser el más difícil. Porque es la convivencia de la que se hablaba en un principio. Hay quienes hablamos de mestizaje y reivindicamos en las calles y frente a las políticas y a las actitudes xenófobas este concepto, esta posible práctica. Lo ideal es del encuentro y la dialéctica que produce un resultado más alto y más allá de los dos anteriores. Un avance cultural, intelectual, lingüístico, humano, político, etcétera. Una ganancia para las dos partes. Y sin embargo, la realidad habla de situaciones más complejas, de momentos de confrontación y de dialéctica que tienden a querer un ganador, alguna de las dos partes prevalecer sobre la otra. ¿Integración? Eso dicen en ciertas partes del mundo: “Intégrate a lo mío”. Suena más bien a asimilación. Nueva conquista, nueva colonización. No territorial –aunque tenga también ese rasgo, en ocasiones– sino cultural y política.

¿Cómo convivimos entonces entre iguales? ¿Cómo se hace ese mestizaje? ¿Cómo se gana todo, entre seres igualmente libres? Y sobre todo, ¿cómo se hace todo lo anterior en un mundo en el cual convivencia parece traducirse solamente en la palabra paz?

 
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